La mañana del sábado 28 de agosto amaneció nublada y con signos de que podría comenzar a llover en cualquier momento. Recibo una llamada telefónica en la que me confirman que la camioneta de un equipo médico pasaría por mí antes de bajar a Tovar. Esperaba hacer un registro fotográfico de los efectos del deslave en este pueblo del norte de Mérida, y estaba muy interesada en aprovechar la cola, ya que desde el 27 de agosto no había paso y solo podía entrar junto a personal autorizado. Acepté y en un par de horas ya estaba sentada en la tolva de la camioneta, con mi mochila y la cámara.
Cuando ya habían pasado dos horas de camino y estábamos cerca, sentí el vacío. Al llegar, pude ver la plaza de la ciudad intacta, como si nada hubiera sucedido: los niños corrían jugando de aquí para allá y había algunos locales abiertos. Pero el ambiente se percibía tenso, silencioso y profundamente triste. Escuché el murmullo de la gente y sentí un profundo olor a barro y humedad que parecía cubrirlo todo. Tan solo un par de veredas después, a unos diez minutos desde el centro de Tovar, en el sector El Corozo, el mundo parecía detenido bajo los escombros.
Las barricadas inútiles
Los pueblos del Valle del río Mocotíes están en una explanada rodeada de montañas y atravesada por variedad de riachuelos. La tierra es fértil y de un verde azulado, repleta en su buena época de cientos de sembradíos y ganado. Los municipios Rivas Dávila, Tovar, Pinto Salinas, Zea y Guaraque están rodeados de muchas pequeñas poblaciones interconectadas entre sí. Es una Venezuela profunda donde no parecen haber pasado los años.
De acuerdo al último censo, de 2011, Tovar ronda los 41.867 habitantes, lo que lo convierte en el segundo municipio más denso del valle y por ende, el que ha sufrido más pérdidas luego de la tragedia del 22 de agosto, cuando las intensas lluvias que caían sobre los Andes venezolanos desde hace más de una semana provocaron desplazamientos de tierra, con un saldo de aproximadamente 657 viviendas destruidas y más de 20 personas fallecidas en el alud torrencial de Tovar.
Apenas caminabas un par de metros y las consecuencias eran evidentes. Por cada casa había al menos un grupo familiar de cinco personas entre niños, ancianos y adultos, y se sentía entre ellos un fuerte sentimiento de solidaridad y cooperación. Cuando llegué a la esquina que divide el Corozo del centro de Tovar miré al cielo y pensé que quizás iba a llover de nuevo, pero a las personas ya no les importaba mucho. Aunque el barro les llegaba a sus rodillas seguían excavando y retirando escombros. Todos aquellos que podían sumarse y tenían una pala estaban allí, limpiando la zona.
Uno de los hombres que echaba pala al lado de un montículo de arena me miró y al notar que yo tenía una cámara en la mano me preguntó si era prensa. Le respondí que sí y pidió que fotografiara todo. “Capaz así nos ayudan, no han venido muchos por acá”, me dijo.
En sus caras estaba la impresión del shock; una mezcla de confusión y resignación de la que no escapaba nadie. Algunos contemplaban los portales totalmente cubiertos de lodo. Mujeres y hombres sacaban baldes repletos a la calle y otros lloraban sobre sacos de cemento que tenían en las entradas para que “el barro no pasara más”. Muchos estaban taciturnos, otros conversaban sobre lo sucedido.
Mario Peña era uno de ellos. Montado sobre un Malibú blanco que había quedado bajo los escombros, veía junto a sus vecinos cómo las excavadoras intentaban retirar la grava, justo donde, esa misma mañana, habían encontrado al menos tres cuerpos, uno de ellos de un amigo cercano.
Mario se quejaba de que por la noche los organismos de seguridad desaparecen y ellos quedan desprotegidos. Había rumores de personas que venían a saquear.
—Recuerdo que estaba mirando por la ventana de mi casa y vi el barro correr por la calle —me dijo—. Eso era una mala señal y más si no teníamos luz. Cuando escuché el estruendo, en segundos, corrí y escalé hasta el techo de la casa y empecé a gritar: “¡Corran! ¡móntense en los techos! ¡Corran!”. Pero era tan alto el barro y la tierra que me dije: “aquí la única forma que tengo es escapar es yendo hacia las otras calles” y con la adrenalina salté al techo de mi vecino. Parecía un gato, saltando de casa en casa gritando que se salvaran.
El alud nocturno
Todo empezó entre la noche del 21 de agosto y la madrugada del 22 de agosto en Santa Cruz de Mora. Allí ocurrió el primer desplazamiento de tierra, que destruyó algunas casas. Uno de los primeros en llegar al lugar, un bombero con el que conversé en la entrada de un puesto médico improvisado, me dijo: “Fue muy lamentable, varias casas quedaron destruidas y las aldeas incomunicadas, pero ni siquiera dio tiempo de asimilarlo por lo que pasó al siguiente día”.
El 23 de agosto por la tarde, el cuerpo de bomberos recibió órdenes de enviar efectivos a Tovar.
—Cuando llegamos en la camioneta ya era de noche y no había luz, todo estaba muy oscuro y solo se escuchaba la lluvia —recuerda el bombero— . De repente oímos un ruido que retumbó por todas partes y vimos con las linternas cómo venía una gran ola de barro y agua. Salimos de la camioneta por las ventanas y como pudimos llegamos hasta una casa donde nos ayudaron a entrar. Nuestra camioneta se la llevó el barro, y la de un general que venía con nosotros, terminó lejos, por allá cerca del río. Cuando todo se calmó seguimos trabajando. Luego de unas horas lloré, porque la gente nos pedía desesperada que sacáramos a sus familias de la tierra.
Tovar, a unos 75 kilómetros desde la ciudad de Mérida, había quedado aislada. Los primeros funcionarios que acudieron a atender a la población tuvieron que llegar a pie. María Navas, enfermera de Barrio Adentro, fue una de ellas.
—Me despertó una llamada en la madrugada —dijo Navas— . Decían que teníamos que salir a Tovar porque había ocurrido un desastre, que muchas personas quizás habían muerto. Fue terrorífico, me lancé de la cama y empecé a cambiarme. Cuando llegamos a la entrada de la vía para Tovar, estaba tapada por una montaña gigante de barro y tierra… tuvimos que bajarnos y empezar a caminar… Junto al personal de Protección Civil llegamos al pueblo y lo primero que vi fue a los bomberos cansados y montañas de lodo.
Cuando recorrí la calle del Corozo, cuatro días después, en vez de pavimento había piedras, sedimentos y agua. No solo se podían ver colchones, ropa, escritorios y demás objetos cotidianos apilados en montones indistinguibles. También había carros, motos y bicicletas, todo destruido.
En algunas esquinas habían puesto sombrillas con mesas para organizar la repartición de algunos alimentos y ropa. En los últimos días, se habían movilizado diferentes organizaciones para distribuir alimentos y agua. Cáritas de Venezuela encabezó la operación junto con algunos grupos de rescate y de atención médica de estudiantes y médicos de la Universidad de los Andes. También estaban fundaciones no gubernamentales de protección animal, como Animales Sin Nombre, ORCA y Centro Integral Progresa.
El impacto ambiental
Los aludes torrenciales son, en síntesis, el desplazamiento de tierra a gran velocidad desde las montañas, que pueden ocurrir por alteraciones en el equilibrio natural de una pendiente, como por ejemplo el impacto de muchos días de lluvia. Tovar, al igual que todas las poblaciones del Valle de Mocotíes y los Pueblos del Sur, se caracteriza por sus suelos fracturados por la falla tectónica de Boconó. La actividad geológica ha formado terrazas donde se han acumulado rocas, tierra y detritus; esto es lo que se desplaza en las pendientes empinadas y desencadena desastres.
Sin embargo, esta es solo una de las posibles causas de lo que pasó en el Valle de Mocotíes. En una investigación en la que estuve trabajando para la Universidad de los Andes (ULA) meses antes del desastre, pude concluir que al sur de Mérida hay muy poca vegetación de alta montaña. La mayoría son pastizales, arbustales y algunos árboles jóvenes, una vegetación que no extiende suficientes raíces como para ayudar a sostener el suelo a la hora de un riesgo de desplazamiento. Además, en el Valle de Mocotíes y los Pueblos del Sur la intervención humana ha reducido la capa vegetal. En algunas de sus cimas hay coronas, masas de montaña producidas por la actividad geológica, que empujan el terreno hacia abajo progresivamente.
Nerío Ramírez, rescatista de Protección Civil y especialista en cuencas hidrográficas en el Centro de Estudios Forestales y Ambientales, me comentó: “Sé de la deforestación en algunas de estas cuencas de montaña. Los aldeanos deberían tener el bosque como su protector y reducir la deforestación para dar cabida a zona de ganadería y algunos cultivos en zonas muy inclinadas”.
El Valle de Mocotíes vivió una situación similar en febrero de 2005, que dejó medio centenar de muertos. Desde entonces diversos estudios de la ULA y organismos especializados habían advertido que se podía repetir algo así.
Giovanni Petrella, técnico en desastres naturales, alega que “el problema es cuando no quieren que actuemos por prevención, sino por enfermedad. Mientras haya personas luchando por determinar ciertos escenarios de una dinámica natural y social, pero otras se mantengan sin prestar atención a quienes trabajamos en desastres, estos hechos continuarán ocurriendo, y trayendo pérdidas lamentables”.
El impacto del cambio climático
La falta de recursos públicos para la atención y gestión de riesgos es el reclamo de los organismos locales. La población que discutía sobre el desastre, sin embargo, se hacía sobre todo esta pregunta: “¿Dónde vamos a vivir ahora?”.
Cada casa tenía marcado un “PCM” con alguna fecha, otras tenían sólo la letra “P”. Dos vecinos sentados en la entrada de una de esas casas me explicaron lo que significaba. “PCM” era pérdida total: las casas que estaban marcadas así, habían quedado sin nada, totalmente destruidas. Las que tenían la letra “P” solo habían perdido todo lo material que estaba dentro. “La mía dice PCM porque quedé en la calle, por eso mi amigo aquí me va a dejar dormir en su casa hoy. Lo que ves de mi casa es el frente, si abro la puerta, no verás nada dentro”, me señaló uno de ellos.
Luego de un rato me acerqué a un militar que vaciaba una carretilla y le pregunté adónde irían estas personas. Al inicio, con recelo, no me respondió, pero luego de conversar un rato sobre el tiempo que llevaban limpiando la zona y lo difícil que había sido todo el operativo me comentó que muchos de los damnificados estaban quedándose en hoteles cercanos en Tovar y que estaban acondicionando también uno de los gimnasios de la ciudad. “¿Y luego?”, pregunté. Se quedó en silencio unos minutos y dijo: “No sé, supongo que deberían encontrarles un hogar, después de todo esto fue un desastre ambiental”.
Lo que ha sucedido en Tovar convierte a gran cantidad de personas en «refugiados ambientales»: gente que se tendrá que desplazar debido a la degradación ambiental.
La Organización de las Naciones Unidas, en el informe: Panorama Global Humanitario del 2021, señaló que estos últimos 10 años han sido los más problemáticos en el área de crisis climática y asistencia humanitaria, ya que los desastres relacionados con el clima son más frecuentes y extremos.
Alejarse de un pedazo de tierra propio no es sencillo, menos con el arraigo y sentido de pertenencia que es tan fuerte entre los andinos. Aquella casa que se construyó o compró con mucho esfuerzo es difícil de abandonar, aunque esté en ruinas. José (no es su nombre real) se encontraba sentado cerca de lo que alguna vez fue su hogar y ahora es solo una pared de cemento, un escaparate destruido, pintura azul y barro. Me dijo que estaba esperando que su sobrino le llevara un techo de zinc que le iban a regalar. Al verme mirando lo que alguna vez fue su sala sonrío y me dijo: “¿Crees que nos darán otro hogar? Aquí nos quedaremos esperando. Por eso yo mandé a buscar mi techo, porque este terreno lo pagué yo, porque todo lo perdí aquí. Algunos se moverán, yo no”.
Al atardecer la luz fue disminuyendo hasta que ya no pude tomar más fotos. Decidí ahorrar batería ya que aún no había regresado la electricidad y pronto estaríamos a oscuras. Cerca de las ocho de la noche, y alumbrada con una linterna, esperé junto al Centro de Diagnostico Integral hasta que estuviéramos listos para partir. Pensé entonces de nuevo en el informe publicado recientemente por el Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático donde se señala un aumento del calentamiento global y por ende la intensificación del ciclo hidrológico. En las subregiones donde está ubicada Venezuela el informe indica que se prevén una mayor cantidad de inundaciones y una notable pérdida del volumen en los glaciares, lo que podría generar un impacto potencial donde las personas más afectadas no podrán hacer nada para evitarlo.
Lo que ocurrió en Tovar no es muy diferente de lo que ocurrió en pueblos de Alemania o China en meses anteriores; golpes devastadores muy ligados a la actividad de los seres humanos que han afectado el clima y el ambiente. Más que necesaria, es urgente una política de no solo gestión de riesgo sino de prevención de catástrofes, ya que posiblemente este panorama —un puñado de bomberos cubiertos de tierra y enfermeras agotadas sobre la tolva de una camioneta patinando en el barro— se vuelva habitual en el futuro.
Miré al cielo deseando que no lloviera más esa noche.
Mucha fuerza a las personas de Tovar.