Todavía sorprende. En Bruselas se venden libros como bienes esenciales para la salud mental. En París se han hecho colas para abastecerse de libros durante el confinamiento. Reino Unido creó una plataforma para agrupar los catálogos de las librerías independientes ante el mercado de Amazon. La población lectora de España en este primer año en pandemia es del 68.8 %.
Venezuela dejó de ser uno de los mercados del libro más competitivos de la región. Pero sigue leyendo. El país sigue teniendo lectores dedicados y curiosos que compran libros en papel. Pese a la consolidación global del libro digital, la hiperinflación, la pérdida del poder adquisitivo y el cese de operaciones de las grandes distribuidoras de libros en Venezuela. Pese a la desatención gubernamental de los logros editoriales venezolanos y a las políticas desacertadas para el acceso a divisas preferenciales destinadas a la importación de libros, pese a que al final terminaron excluyéndolos de la lista de bienes prioritarios y a que al menos ochenta librerías han cerrado en Venezuela.
En Caracas se sigue leyendo porque todavía hay costumbre y por la tenacidad de los libreros que siguen reinventando las maneras para que los libros de sus estantes acompañen a los lectores que los esperan, sobre todo en estos momentos cuando es necesario que los confinamientos sean refugios placenteros, consuelo y hasta posibilidades de escape.
“Eso de que los venezolanos no leen es un mito injusto”
Desde 2005 a 2014, Libroria, especializada en libros de segunda mano, estuvo en una casa Las Mercedes. Ahora, opera en un local en San Román, pero además tiene su catálogo on-line, presencia en Amazon y en las redes sociales. Por sus ochenta mil títulos bien conservados y casi todos catalogados, sigue siendo una de las librerías a la que refieren los mismos libreros y un “mal negocio” para Ignacio Alvarado, su librero, él también administrador, economista y fundador de la empresa de galletas Chocochitas.
“Es un negocio de alto costo de capital y poco rentable, porque aunque puedo hacer una buena venta, es esporádica, no todos los días estoy vendiendo”, dice Ignacio. “A mí sí me ha pegado muchísimo el libro electrónico. Algunos de los que tengo ya se consiguen electrónicamente con mucha facilidad y gratis, no puedo competir contra eso. Y si lo miras más a fondo, es mejor negocio vender otra cosa, porque el oficio de librero es una exquisitez que solo aplica para veinte personas en Venezuela. No es algo a lo que se puedan dedicar mil, dos mil, tres mil personas, como en cualquier otro oficio, para que haya competencia y variedad en el mercado como debe ser”.
Dado que las ventas de Libroria son desde antes a través de su catálogo, Ignacio no ha variado mucho su rutina a partir de los confinamientos. Continúa catalogando sus títulos, todos los días sale a buscar libros, publica sus tesoros de papel en las redes sociales para que la gente no olvide que Libroria todavía existe, atiende los cambalaches que le ofrecen y sigue en sus faenas para que su proyecto del Museo del Libro Venezolano sea realidad dentro de dos años.
“Esto me tiene emocionado”, admite. No es para menos: el proyecto contempla cinco salas con los libros más relevantes de la historia de Venezuela. Esto es: libros editados e impresos en el país, periódicos y revistas, libros raros, editoriales y revistas, y libros del siglo XXI que alertaron sobre lo que nos pasa.
“Tenemos la idea de que somos poco lectores e incultos, pero a lo largo de la historia en Venezuela se ha leído y, lo más importante, se han escrito y producido grandes libros. Si ves el número de editoriales que hay en cada país latinoamericano, vas a ver que Venezuela, en sus mejores tiempos, no se quedó atrás y que la calidad de una editorial venezolana como, por ejemplo, Monte Ávila, Biblioteca Ayacucho, o la Academia Nacional de la Historia, no estaba en ninguna otra parte. Así que eso de que los venezolanos no leen es un mito injusto. Ojalá el Museo sirva para que se deje de decir eso”.
“No podemos afianzarnos más ni inventar mucho”
Con cuarenta y cuatro años en el mismo local en Los Palos Grandes, Entrelibros es una de las librerías más longevas de Caracas. La maestra catalana Montserrat de Bertolotto y su esposo Luciano son sus libreros desde siempre y ya se preparan para el cierre definitivo dentro de dos semanas:
“Vamos a cerrar no solamente por circunstancias del país y de la pandemia. Nos hemos quedado muy solos y, por la edad, no podemos afianzarnos más ni inventar mucho dentro del ramo, ya tengo ochenta y cinco años. Pero siempre estamos aquí, en las semanas que toca cerrar, tenemos un delivery con un motorizado de confianza. Nosotros mismos recibimos las llamadas para que nos pidan”, cuenta Monserrat.
Los clientes de esta librería siguen siendo, principalmente, lectores contemporáneos de la pareja. Por los confinamientos, las ventas y las visitas han disminuido y las preferencias de lectura son otras:
“La gente mayor se está quedando mucho en casa, es lógico, es lo que tenemos que hacer, pero nos sentimos muy encerrados… Se siguen vendiendo novelas, pero me dicen: “¡Dramas no!” Aunque uno les dice que la novela es bonita, buscan cosas optimistas, agradables y, bueno, hay que adaptarse siempre”.
A la librera todavía le quedan ánimo, ofertas ―de libros y estanterías― y recuerdos:
“Yo escogí este negocio. Llegué a Venezuela hace sesenta años. Trabajé en publicidad y cuando mi esposo y yo pensamos en otro trabajo, le dije: “A mi me encantaría una librería”. Y aquí nos instalamos e hicimos muchas amistades. A las señoras de mi edad, les conozco a sus hijas y a sus nietos, todos lectores. He disfrutado siempre este negocio, le cogí cariño, porque es muy familiar, aunque ya muchas familias no están aquí… Estoy triste, pero la vida sigue y hay que ir quemando etapas”.
“El que logra vender un libro, puede vender cualquier cosa”
Este año, la Gran Pulpería del Libro Venezolano en la avenida Las Delicias de Chacaíto arriba a sus cuarenta años y desde hace tres, es Rómulo Castellanos quien recibe a los lectores, curiosos e incrédulos, para guiarlos en sus búsquedas entre los 832 metros cuadrados atiborrados de libros de piso a techo. No ha dejado de hacerlo durante los confinamientos: en semanas “radicales” está adentro buscando los libros que le piden por llamadas o por Instagram y que él mismo entrega en carro o en bicicleta sin costo adicional. Así que si le tocan la puerta, abre y atiende.
“Sigo ejerciendo como abogado pero, desde que traje la mudanza del Pasaje Zingg para acá en el 98, cuando esto era un estacionamiento y antes, un archivo muerto de PDVSA, supe que iba a terminar aquí”, cuenta Rómulo. “No soy librero, soy un pichón pequeñito, porque para vender hay leer y todavía me falta mucho. Además, hay que conocer al lector para saber qué libro recomendarle, como hacen los libreros gigantescos que conozco… Vender un libro es super difícil, por eso es que yo digo que el que logra vender un libro, puede vender cualquier cosa”.
Rómulo va bien. Con la venta de libros, ha sabido mantener el negocio heredado de su padre, Rafael Ramón Castellanos, pagar a las dos empleadas y el alquiler del espacio. Claro que si él cobrara un sueldo, las cuentas no darían. De tanto escuchar, ya aprendió que literatura universal y cocina siempre se venden, y que los intereses de los lectores cambian según cambia el país.
“La gente está cansada de leer política y está buscando historia de Venezuela, creo que buscan el pasado para ver antes del chavismo, cómo fue que caímos y cómo vamos. Los libros de genealogía, que no son fáciles de conseguir, son lo que más se están vendiendo desde hace dos años. La gente está buscando la historia de sus apellidos para optar por pasaportes extranjeros”.
Cuando Rómulo no está buscando lo que le piden, continúa la mayor de las faenas: catalogar alrededor de tres millones de libros para la base de datos, pero advierte: “¡Voy a tardar años! Estoy fascinado con lo que mi padre dejó aquí”.
“Estamos formando al cliente del futuro”
En el 2011, nació Sopa de Letras en la Hacienda La Trinidad, una librería pensada principalmente para niños y jóvenes con lo que fue quedando de las editoriales en Venezuela. Diez años después, la librería de Andreína Melo y Marina Bockmuelen se convirtió en la biblioteca de los estudiantes del colegio Arturo Michelena, en uno de los mejores catálogos caraqueños de literatura infantil y juvenil, y en un lugar de referencia para quienes se inician en la lectura.
“Pero, de repente, la pandemia nos cambió la seña”, cuenta Andreína. El piso de arriba de nuestra librería es como la biblioteca de una casa, así que se trata de abrir y reunirse ahí. En marzo y abril estuvimos cerrados. En mayo, empezamos a vender por Instagram, que lo usábamos para promocionar nuestros eventos nada más. Nos lanzamos el delivery y hasta pusimos a mi esposo en eso. Luego contratamos un servicio de moto y cuando no hay gasolina, llamamos a un amigo que tiene bicicleta. Ahora abrimos en las semanas flexibles”.
Una apertura que, dada la edad de los visitantes, las dimensiones del espacio y la idea para la que fue concebido, supone mayores retos que un juego infantil.
“Estamos haciendo citas o atendiendo afuera, al aire libre, siguiendo el horario de la hacienda. Los chamos entran apurados, se quitan el tapaboca, se lo ponen, se lo quitan, se lo ponen, brincan en el piso de arriba… No hay de otra, sabemos que tienen que revisar los anaqueles, tocar el libro, porque estamos formando a un lector que, además, va a ser el cliente en el futuro. Nos ha pasado varias veces que los mismos niños reclaman que los lleven más y que gritan contentos cuando nos vuelven a ver como si uno fuese Minnie”.
Entre inventos y reinventos, Andreína aprendió a manejar las redes sociales y ahora la librería ofrece recomendaciones de lectura para quienes las solicitan, recomendaciones para promover el hábito de leer en niños y jóvenes, ventas en el interior del país, comentarios de libros y, sobre todo, presenta su catálogo para lectores adultos enfocado en las novedades de las editoriales venezolanas.
“Sí se está leyendo más en el confinamiento. Sé que los libros infantiles son costosos y que ya no se pueden comprar como antes, pero los papás, los tíos y los abuelos buscan que sus niños dejen los aparaticos y la tablet, y tengan un ratico para leer y ver las imágenes de un libro, porque las ilustraciones no tienen el mismo brillo ni la misma sugerencia de textura. Me han preguntado por algunos libros digitales en físico y si los tengo, se los llevan. Cuando no los pueden comprar, buscan algo parecido más económico”.
“Ser librero no es conocer los libros nada más”
Cuando Kalathos abrió hace quince años en el Centro de Arte Los Galpones, lo hizo como librería y café. Así, distribuidoras de libros, lectores, escritores, charlas, presentaciones y talleres de formación literaria encontraron un espacio de comunión. Por eso, cuando hace tres años llamaron para cerrar a José Ramón Gutiérrez, su administrador y distribuidor de libros, este no pudo hacerlo. Decidió convertirse en socio.
“Es que también soy librero. Conozco a Artemis Nader y David Malavé, los fundadores, y vi la magia que crearon aquí: no vienen clientes, sino amigos a visitar, ¿cómo íbamos a cerrar?… Saqué cuentas, porque ser librero no es conocer los libros nada más. También implica saber administrar la empresa, rentabilizar, complacer a todos los lectores… Y aquí seguimos”.
Las cuentas siguen dando para pagar a los tres empleados, el alquiler, los servicios y comprar más libros para la variedad del catálogo. Esto es posible porque abren durante las semanas de confinamiento flexible y, durante las radicales, atienden por previa cita. El envío de libros dentro y fuera del país se mantiene, aunque no como hace algunos años. Las cuentas no dan para más.
“El café no está funcionando y esto siempre ha sido el grueso de la entrada de Kalathos. Podríamos abrir siempre porque somos café, pero no podemos porque Los Galpones están cerrados en las semanas radicales. También somos espacio para dar talleres. Los hemos hecho en las semanas flexibles, pero ya no son treinta, cuarenta participantes como antes. Ahora son cinco”.
Nada de esto desanima. Los visitantes de toda la vida siguen yendo, encuentran un café por la casa y cada vez son más los jóvenes lectores que, enterados por las redes sociales, se están convirtiendo en los nuevos visitantes o, lo que es igual, en los nuevos amigos de la librería.
“A la gente le gusta leer y más ahorita”
Tras quince años, el local 30 debajo del elevado de la avenida Fuerzas Armadas es el más conocido en ese viejo mercado de libros de Caracas. El contador y librero de este quiosco, Luis Alberto Fernández, también es uno de los más conocidos de las ferias del libro en Caracas, Valencia, Mérida y Maracaibo. Por esto, profesores, estudiantes y lectores de best sellers le siguen comprando, aún en confinamiento.
“Tengo veintiocho años como librero y catorce años vendiendo en Mercado Libre, que es el 30 % de mis ventas”, dice Luis Alberto. “Cuando cerramos por la pandemia, me enfoqué en aumentar las publicaciones en Mercado Libre y, actualmente, el 11 % de las publicaciones de libros que hay por Venezuela, son mías. Nos ha funcionado y nos ha aumentado la clientela en el interior. Para serte sincero, no nos ha ido tan mal porque, por ejemplo, aunque ha bajado la venta de libros universitarios, estoy vendiendo más autoayuda. En general, todos los días se venden tres, cuatro libros de lo que sea. Eso sí, las ventas en el puente están por el piso”.
Luis Alberto ha tenido días buenos y mejores. En este año, le han llegado a comprar entre diez y veinte libros en un día. En otro, un lote de cuatrocientos. Ahora tiene tres motorizados para entregas a domicilio en Caracas, un empleado en el quiosco durante las semanas flexibles y el mismo Luis Alberto se encarga de preparar las entregas en un apartamento alquilado que le sirve de depósito.
“Somos un negocio pequeño, pero que da. Sigo viviendo de esto, porque a la gente le gusta leer y más ahorita, cuando ves que invierte quince, cien dólares en libros, aunque la crisis le esté pegando”.
“La librería resplandecía como un faro”
Con casi dieciocho años, El Buscón es conocido por ser más que una librería de ocasión: es el lugar en Trasnocho Cultural para las reflexiones en torno a la literatura y para los diálogos necesarios en una sociedad que tiene el deber de preservar la democracia. Su librera, Katyna Henríquez, tiene la fama de ser una de las mejores en Venezuela por conservar la esmerada selección de libros raros que conforman el catálogo de la librería desde su creación, así como por el cuidado en las instalaciones artísticas de sus vitrinas.
Desde finales de abril, Katyna encendió las luces de la librería: “Cuando todavía no se le permitía a Trasnocho abrir el cine ni el teatro, la oscuridad reinante era estremecedora. En esa penumbra, la librería resplandecía como un faro y como un llamado a la resistencia”.
Así también encendió la idea del servicio Libros a Domicilio en plena escasez de gasolina para entregarlos. Desde entonces, las luces están prendidas de lunes a sábado durante las semanas flexibles para preparar las entregas a domicilio que ya llegan hasta el oeste de Caracas, para retirar las compras previamente concretadas y para la atención en sala.
“Es una paradoja, pues en el confinamiento han disminuido considerablemente las ventas, pero hemos crecido en clientela y en atención. Hemos profundizado estrategias de mercadeo digital que antes no usábamos y eso nos dio visibilidad y ofrecer no solo servicio librero, sino de acompañamiento. Ha sido muy estimulante y una ganancia significativa para nuestro crecimiento”.
Para Katyna, también ha sido una reafirmación de su oficio: “Un buen librero es siempre una brújula, más aún en tiempos turbulentos. Tiene algo de psicólogo, de adivino y también de médium, pues conecta los espíritus del pasado con los del presente”.