En un arrebato, me lancé a visitar los museos caraqueños.
Así, ante la sombra de bambúes y con las ruinas de la Torre Viasa contra el cielo azul, me encontré frente al Adán y la Eva de rostros barloventeños que Francisco Narváez esculpió para la fachada del Museo de Ciencias.
No tengo mucha base para hacer comparaciones con el ayer. Nací a finales de los noventa y, quizás como una consecuencia de mis tiempos, he conocido Caracas de una manera reducida y fragmentada; limitada.
Vagamente, recuerdo mi única visita infantil al Museo de Ciencias y a la antigua Galería de Arte Nacional. Recuerdo la jirafa y los antílopes disecados, a Miranda en La Carraca y a la laguna de nenúfares y peces koi bajo la sombra de un sauce. A pesar de mi admiración, el Museo de Arte Contemporáneo lo conocía apenas por libros de fotografía y por La señora Imber de Diego Arroyo Gil.
Los museos públicos de Caracas eran casi un mundo nuevo para mí.
La sombra del Museo de Ciencias
Atravieso la fachada Art Déco tropicalizado del Museo de Ciencias (inaugurado en 1940) y unas letras grandísimas, en desgastados mosaicos dorados con lados rojos, dan la bienvenida a un espacio anímicamente frío y apenas iluminado por luces blancas. En una esquina, una recepcionista aburrida espera en un escritorio verde delante de un televisor.
No hay mucho que ver. Al patio interno lo rodean pasillos con cabezas de animales disecados colgadas al azar y sin identificación. En una de las paredes, se ve una cartulina como de la escuela primaria, con un dibujo del esqueleto de un rinoceronte. Evitan el paso unos cordones rojos con letreros que dicen “sala en mantenimiento”.
Desde mi lado del cordón, aprecio un fósil inmenso del caimán prehistórico Purussaurus —excavado en Falcón— y un águila arpía disecada que vivió en el Parque del Este. También hay un oso cerca de la sala 3, que está “en acondicionamiento” pero llena de cables, aspiradoras, máquinas y maquetas.
El Museo de Ciencias contrasta con su cuenta de Instagram, muy bien cuidada y con nostálgicos throwbacks a los años dorados del museo.
En la sala 4 está la colección etnográfica de África. En la oscuridad se hace difícil apreciar las máscaras, lanzas y estatuillas identificadas apenas con unas hojitas blancas con letras impresas. Se lee que África es “de gran interés para China y Estados Unidos por las posibilidades de explotación de hidrocarburos”. Recuerdo entonces que en 2009 el Viceministro de Cultura, José Manuel Rodríguez, propuso devolver las colecciones de arte africano, egipcio y cerámica china a sus países de origen.
Bellas Artes: a flote en la adversidad
Que la audiencia sea poca es de esperarse: es la primera semana del año. Aún así, sorprende la soledad del Museo de Bellas Artes (y de los demás museos públicos de Caracas). Con la excepción de una pareja mayor, nadie merodea por sus pasillos. También la mayoría del personal está de vacaciones, incluyendo a los guardias, según me dice un empleado cuando le pregunto. Y el museo no parece tener cámaras de seguridad.
Sólo están abiertas las exposiciones del pequeño edificio neoclásico (donde hasta hace unos años estuvo la GAN) y el piso de arte europeo premodernista en el edificio moderno. Ambos edificios, conectados, los diseñó Carlos Raúl Villanueva; entre 1935 y 1936 se construyó el complejo neoclásico y entre 1972 y 1973, el moderno. El primero abrió en 1938 y el segundo en 1976.
Aunque una rampa destartalada de metal se alza sobre las escaleras de la imponente entrada del MBA y los frescos de Narváez son atravesados por largas grietas, el edificio neoclásico está en buen estado. La grama y el sauce de aquel arcadio jardín interno son todavía verdes y la laguna todavía está repleta de peces koi, nenúfares y libélulas. Las esculturas, entre ellas un Calder de los años cincuenta que representa al Ávila, también parece intacto, pero a algunas obras les faltan las identificaciones. En las paredes de los corredores junto al jardín externo hay trazos de mugre y manchas de lo que parecen ser gotas de barro. Dentro, aunque el suelo de cerámica tenga oscuras marcas, hay una exposición —bien montada y con aire acondicionado— de la fotografía conceptual de Claudio Perna.
Cruzo al complejo moderno, que alberga las colecciones europea, china y egipcia. Según varias publicaciones, se supone que el museo resguarda nueve colecciones y casi seis mil obras. El pasillo que conecta ambas partes tiene ladrillo y cemento expuestos, y la tienda de souvenirs da lástima: un vidrio roto, estantes vacíos con estatuillas triviales y unas muñecas folklóricas que incluyen a Frida Kahlo. No hay absolutamente nada —ni un libro ni una franela— que aluda al MBA.
Sobre el concreto de los balcones veo tipografías hechas con pequeños tubos transparentes. Alguna vez fueron de neón y destellaban luz colorida. Es lo que queda de la obra Humboldt’s Range, que el artista conceptual estadounidense Joseph Kosuth hizo para el museo con un fin temporal. Enfrente, bajo la obra colgante Las hojas del árbol caído, de Josep Guinovart, hay folletos y vasitos plásticos de café que la gente ha ido tirando y nadie limpia.
Un amigo me explica que las bóvedas del museo quedan en los pisos superiores, para proteger las pinturas y los dibujos de la humedad. La arquitectura del MBA propicia un microclima perfecto para la preservación de las obras en esa parte del edificio.
Entro a la colección europea —la única abierta ese día— y aprecio madonas, reyes, princesas y cristos pintados por maestros flamencos, italianos, franceses, españoles. También veo dibujos de Toulouse-Lautrec y me cuentan que el museo tiene un Duchamp en su colección. Hay también una colección completa, aunque no toda expuesta, de Los caprichos de Goya. Los cuadros están iluminados, aunque algunos están colgados sobre una pared verde bosque. ¿El color? Probablemente es el único para el que alcanzó el presupuesto estatal.
Mi amigo, que ha trabajado por años en el MBA, me explica que el presupuesto público “no alcanza para nada” porque “la hiperinflación se come cualquier presupuesto asignado”. Para él, los museos son instituciones que “necesariamente necesitan alianzas con el sector privado” pero que “lamentablemente, las políticas de polarización han afectado esta dinámica de participación de todos los sectores”, pues “a veces las empresas no quieren participar” y “otras veces el Ministerio, desde arriba, tumba las alianzas”. Aún así, “se ha recuperado el plan de hacer cosas con la empresa privada y las embajadas”. De hecho, en 2018, el MBA rehízo el montaje de las exhibiciones permanentes con el patrocinio de la empresa petroquímica franco-venezolana Total Oil and Gas Venezuela.
Ahora, el MBA trabaja con la embajada suiza para desarrollar una exposición a mediados de año.
Galería de Arte Nacional: un oasis entre mercaderes
Afuera de la Galería de Arte Nacional, la plaza está repleta de tenderetes de buhoneros que venden licras, saldo telefónico y quemaditos de reguetón. Pienso en espacios profanados, en Jesucristo expulsando a los mercaderes del templo. En la distancia, la vista es interrumpida por una torre de la Misión Vivienda: una aberración urbanística, pues ha roto el plan de hacer un circuito cultural donde se contemplaba que la plaza se conectase a la estación de metro Bellas Artes. Este plan, ejecutado entre los setenta y ochenta, nunca fue concluido y posteriormente sus espacios vacíos para oficinas fueron transformados en torres de la Misión Vivienda, Abastos Bicentenario y otras construcciones revolucionarias.
La Galería de Arte Nacional es un espacio extraño: su proyecto data de 1988, pero por mucho tiempo estuvo paralizado y lo reanudó y concluyó (en 2006) el arquitecto Carlos Gómez de Llarena, el mismo que diseñó el Centro San Ignacio y la Torre Europa. Su fachada de concreto limpio y pisos de granito —que evoca una estación de tren, como un guiño a los viajes europeos de los maestros venezolanos— exhala novedad y brillo a pesar de su anticuado estilo brutalista propio de los años de Luis Herrera Campins. Es uno de los museos más grandes de América Latina —el más grande, según algunas fuentes—, y tiene una colección de casi siete mil obras de arte venezolano.
La GAN es la joya de la corona: pulcro, acondicionado, con instalaciones modernas, identificaciones en material apropiado para las obras e incluso cámaras de seguridad. Con la excepción de una pared, con grandísimos cuadros (entre ellos La joven madre, de Arturo Michelena), el museo no muestra problemas de iluminación. A pesar de esto, en sus paredes escasean los textos de sala para guiar al espectador sobre el contexto y significado de las obras. Cerca de la entrada —entre Michelenas, Toros y Trompiz— me encuentro ante la grandiosidad de Miranda en La Carraca. Entonces, por un instante, vuelvo a ser un niño de primaria.
La humedad del Museo de Arte Contemporáneo
Finalmente, llego al Museo de Arte Contemporáneo, cuya fachada de concreto dice “Armando Reverón” desde 2016 —en reemplazo al “Sofía Imber” que llevó de 1990 a 2006— pero que al menos mantiene la fuente original. Una placa conmemora a Imber en la puerta. Como en los otros museos, la mayoría del personal está de vacaciones y no hay guardias ni cámaras a la vista; el counter de bienvenida, con un maravilloso Soto en sus espaldas, está vacío. Los visitantes también son escasos.
Siento un fuerte olor a humedad. El techo sobre una obra colgante de Gego está abombado y manchado. Algo parecido pasa con el piso frente a una larga pared de Soto verdiblanca. La humedad también ha oxidado parte de los tubos dorados de la refrigeración, dejando marcas turquesa. Parte de la madera de la hélice de un avión de Marisol se ha podrido, pero la mayoría de las obras están iluminadas y en buenas condiciones; todo un espectáculo visual: Miró, Arp, Monet, Picasso, Gego, Cruz Diez, Soto, Bacon, Mondrian, Warhol y muchísimos otros. Hay fuentes bibliográficas que dicen que el Museo tiene unas cuatro mil piezas, entre ellas una colección completa de la serie gráfica Suite Vollard de Picasso (una de las pocas en el mundo) y su propio Pensador de Renoir. Afuera, desde las ventanas, noto un Gego cuyas cuerdas están repletas de liquen y varias esculturas en fuentes secas y grafiteadas. Mi amigo me explica que esas esculturas son propiedad del condominio de Parque Central y no del MAC.
Pienso en la última visita de Sofía Imber al museo. “Esto ya no es un museo sino un cadáver”, le dijo al escritor Diego Arroyo Gil, “porque no sirve de nada que el museo esté limpio y que las obras estén montadas y que no haya nadie. El museo existe para la gente”.
Entonces, entre las pinturas coloridas y abstractas, me encuentro con la célebre Odalisca de pantalones rojos de Henri Matisse: robada del Museo, reencontrada por la FBI en un hotel de Miami Beach y devuelta a Caracas en 2014. Pregunto por la copia y me informan que fue destruida. Pregunto por los abundantes rumores de que la colección ha sido saqueada.
Mi amigo me dice que “las colecciones pueden ser consultadas por los visitantes” del museo “a través de sus equipos de registro”, y que el personal encargado del patrimonio suele ser fijo y no “puesto por las gestiones gubernamentales de turno”.
Un robo, me dice, se hubiese dado a conocer públicamente por los trabajadores (gran parte de ellos en el Museo desde los tiempos de Imber) y una denuncia hubiese sido puesta en la Interpol. De hecho, por protocolo, nunca se puede entrar sin compañía a las bóvedas y solo puede entrar el equipo de registro, que tiene las llaves bajo custodia, que “están selladas y no pueden ser utilizadas ni siquiera por los directores que son la máxima autoridad del Museo”. Además, cada año se hacen inventarios de bóvedas, se revisan las obras y se hacen informes.
Me explica que la Odalisca parece haber sido robada en Madrid, durante una exposición que duró tres años y que coincidió con el despido de Sofía Imber, y que el único inconveniente fue la pérdida del inventario en el caos tras su despido. De hecho, tuvieron que reconstruirlo a partir de los catálogos y las publicaciones del MAC. Pero seguramente “la situación puede ser radicalmente distinta” en bancos, palacios de gobierno e instituciones públicas, me dice. Bien lo demuestra el robo de las obras de arte de la residencia del embajador venezolano en Washington D.C.
En el piso de abajo me topo con la exposición neofolklórica Color Profano, de David González. Gran parte del arte venezolano que se exhibe hoy en los museos es desvergonzadamente nacionalista o panfletario, y en el MAC de ahora (donde hace un año la exposición Camarada Picasso conmemoraba la militancia de Picasso en el comunismo) no hay espacio para obras como Pensamiento Único de Nelson Garrido o CEDJA y Testimonios de Armando Ruiz, crudamente políticas y anti-establishment como el arte venezolano de estos tiempos.
Bajo por una escalera y observo una sala con paredes de vidrio que alberga decenas de obras en filas. Identifico trabajos de Narváez y de Nelson Garrido, pero se me hace difícil con los demás. Mi amigo me explica que son las obras que estaban resguardadas en las bóvedas hasta que tuvieron que sacarlas. La humedad las expulsó.