—Tienes que ser fuerte. Tu hijo está muerto ―dijo el alcalde Ramón Muchacho a Elvira Llovera de Pernalete cuando ella llegó a Salud Chacao.
La mamá de Juan Pablo Pernalete gritó de dolor, rabia y espanto. A todos y a nadie. Temblando. La dejaron sola en el consultorio. Golpeó paredes, lanzó papeles, tumbó la silla, sacudió el escritorio y se le cayeron las lágrimas. Se quedó sin aire. Se le quebró la vida. Llamó a su esposo José Gregorio: “Nos mataron a Juan Pablo”, y colgó.
Abrió cada una de las cortinas que separaban las camillas buscando a su hijo, pero encontraba a los hijos heridos de otras mamás. Hasta que encontró a Juan Pablo tal como lo había traído a la vida hacía veinte años, solo que era un cadáver de 1,86 metros de largo.
—¡Papi, párate! ¡Párate de ahí, hijo! ¡Párate, Juan Pablo! ¡Pá-ra-te! ―le gritó Elvira como nunca antes lo había hecho, ni siquiera para levantarlo para ir al colegio.
Lo revisó y tenía una marca circular en la tetilla izquierda. Lo sobó, lo abrazó, lo sacudió y lo soltó. Una y otra vez, y una vez más. Lo miró y lo volvió a mirar. Recordó que afuera, la avenida Libertador pasaba por debajo del centro de salud y pensó en lanzarse para reencontrarse con su hijo. Resolvió que no. Siguió gritando su dolor sin dejar de mirarlo. Y bajó la voz para no despertarlo.
La llevaron a otro espacio. Allí la esperaban los funcionarios del Cicpc: “Señora, tiene que acompañarnos”. Quien lo dijo, le extendió la mano que ella no estrechó: “¡Ustedes son los asesinos de mi hijo!” Y el hombre respondió lo que ni ella, ni Venezuela, olvidarían jamás: “Señora, fue un guardia nacional”.
Era la tarde del miércoles 26 de abril de 2017.
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Han pasado tres años y cinco meses desde que Juan Pablo Pernalete Llovera, estudiante de Contaduría becado en la Unimet, basquetbolista de la sub-20 de Panteras de Miranda y proteccionista de animales, se convirtió en uno de los 163 muertos de la mayor persistencia de la oposición venezolana durante el gobierno chavista.
Juan Pablo no murió de golpe, sino por un golpe. Sí, solo uno capaz de producirle un shock cardiogénico por traumatismo cerrado en el tórax. Sí, por traumatismo: el impacto de una bomba lacrimógena disparada directo a su pecho y a corta distancia. Sí, por una bomba: arma que solo tienen las fuerzas de seguridad del Estado y que incumplió la normativa nacional e internacional sobre el uso de gases lacrimógenos.
Como tantos muertos y vivos, Juan Pablo salió a la protesta ciudadana pacífica de ese día harto de la escasez y los costos de medicamentos para la hipertensión de su papá y el cáncer de su hermana Gabriela, harto de la escasez de alimentos, de la inseguridad. Una vez le robaron partes del carro de su mamá y, debido a la inflación y a las deudas por la quimioterapia de Gabriela, ni pudieron restituirlo de inmediato ni evitar que desajustara el presupuesto familiar.
No era uno de los muchachos de “La Resistencia”, ni juventud de ningún partido. Juan Pablo salió como un ciudadano más a exigir la apertura del canal humanitario para permitir el ingreso de medicinas y comida.
Se fue creyendo en Dios, en volver a casa y en un país que no llegó a conocer. Tuvo la desgracia de estar en esa calle que confundieron con un campo de batalla, pero que hoy, con su nombre en una placa, recuerda cuál sigue siendo la lucha.
―Ese desgraciado no solamente mató a una persona, sino a una familia ―dice José Gregorio.
La versión del gobierno fue tan distinta que parece otro caso: Pernalete murió por el impacto de la bala de una pistola de perno cautiva disparada por sus amigos.
Pero los setenta y nueve actos de investigación realizados por el Ministerio Público, cuyos primeros resultados fueron anunciados a finales de mayo de 2017 por la entonces fiscal general Luisa Ortega Díaz, confirmaron que lo disparado fue una bomba. Así, confirmaron también que la versión chavista fue eso: una adaptación conveniente del hecho.
Ortega Díaz dijo, además, haber identificado el grupo de guardias que ejecutó el disparo y anunció que en los próximos días, identificarían al responsable directo.
El hecho estaba esclarecido, los responsables a punto de confirmarse, las sanciones por evaluarse y nada más pasó. Lo último que supieron los Pernalete es que ubicaron a un sargento en el lugar del hecho, él ubicó al teniente coronel que dio las órdenes y el Ministerio Público no ha logrado ubicarlo.
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La vida cotidiana de los Pernalete ya no comienza como las primeras horas del 26 de abril ni continúa como los años previos al 2017. Para empezar, porque hoy, que es sábado, Juan Pablo estaría bañando a los seis perros, escuchando música y planeando qué hacer después. Estaría vivo.
Ahora este hogar recibe más periodistas que amigos, así que sobre el comedor hay nueve carpetas, dos cuadernos, un manual del derecho humano a la justicia editado por Provea y junto a todo esto, Napoleón, el yorkie cuya labor es resguardar las carpetas durmiendo sobre ellas.
Unas están identificadas con el número de la fiscalía y el año, y cada documento tiene pegado un post-it que lo explica y resume. Hay, además, minutas, bitácoras y la biografía del hijo escrita por mamá. Otra carpeta es solo para las actas de audiencia. Otra, cuya portada a color dice “Feliz Cumple Mamá Te quiero”, contiene los registros fechados del afecto que sirven de almohada de la puddle Dulcita. Otra carpeta más guarda las reflexiones escritas a mano por Juan Pablo y la de plástico es la que va y viene a los tribunales.
Hay más carpetas en uno de los cuartos convertido en la oficina custodiada por el gato Richarparker y cinco más que se turnan la guardia y el descanso sobre la impresora. Otras tantas están en oficinas de abogados, de comisiones y ONG, y muchas más en el Ministerio Público.
No puede ser de otra manera. Los papás Pernalete no llevan uno, sino tres casos. El primero, el conocido caso Pernalete. El segundo, la denuncia contra los altos funcionarios del Estado que usaron los medios de comunicación para transmitir la versión falsa del asesinato. El tercero, la petición individual al Comité de Derechos Humanos de la ONU en contra del Estado por violación de los derechos de Juan Pablo, Elvira y José Gregorio.
El orden es posible por Elvira. Así como hay carpetas, una caja contiene el resultado de su examen de embarazo, su tarjeta de control, el ombligo de Juan Pablo, el mono y las medias con los cuales salió de la clínica, el primer mechón que le cortaron y todos sus dientes de leche. Es tal el orden y la memoria que Elvira cuenta las visitas al Ministerio Público con la misma precisión que las visitas del Ratón Pérez.
―Es que ese muchacho no se dejó enterrar ―cree José Gregorio, no solo por los cinco certificados de defunción y el proceso inicial que impidió que su hijo fuese enterrado al día siguiente, sino por la presencia tenaz de “Juampi” en la vida de ellos y en la de los venezolanos.
Porque murió, lo mantienen vivo.
Todo es reliquia familiar, hasta la lamparita de estudio que dos funcionarios del Ministerio Público vieron como artefacto explosivo, las proteínas en polvo vencidas que fueron sospechosas de ser polvos explosivos, Las Crónicas de Narnia que quizás sirvieron de inspiración para planes desestabilizadores y el morral con la bandera tricolor que fue una de las tantas evidencias de que en esta casa vivió una víctima, aunque buscaron a un victimario.
Sobre todo, los vestigios de culto maternal son las treinta fotos de Juan Pablo alrededor de la casa. Es lo que les queda a unos padres para llenar los seiscientos metros cuadrados del hogar y la vida que les toca vivir, ya sin la muchachera los fines de semana, sin los nietos que soñaron, sin todo lo que han tenido que vender y sin los trabajos que tuvieron, porque la contadora Elvira y el ingeniero agrónomo José Gregorio ahora son los papás del muchachito ese que mataron en las protestas, y con ese título, no hay quien los contrate aunque sus ahorros se acaben.
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Si ya el gobierno había reventado el corazón de Juan Pablo y el de sus papás, luego pisoteaba las trizas.
“Terrorista”, “criminal”, “delincuente” y “guarimbero”. Así llamó el gobierno a Juan Pablo y así, el “Team Pernalete”, como decía el muchacho, inició la contienda con el poder encomendados a Dios, a la Virgen del Carmen, a la Virgen de Chiquinquirá, a las indicaciones del primo Waldermar Núñez y aferrados a los versos de «Para tu amor» de Juanes, ya convertidos en credo.
―La razón de ser de un padre es proteger a su hijo, así esté muerto ―enfatiza José Gregorio.
Pero protegiéndose ellos también y no por haber tenido al “terrorista” en casa, sino por esos carros sin placa que merodean y se detienen a tomar fotos cada cierto tiempo.
Para Elvira y José Gregorio, salidas y visitas dejaron de ser espontáneas. Declaraciones, entrevistas, conversas, participaciones en cualquier actividad, se acuerdan entre los esposos y con su abogada Andrea Santacruz, directora ejecutiva del CDH-Unimet.
Ahora, todo se pregunta. De todo se duda. Todo se investiga. Todo tiene más de dos escenarios posibles y se adelantan para decir y actuar. Todo se planifica, se ordena, se repasa. Todo se precisa. Para todo, hacen esquemas de ideas y reordenan las carpetas. Si tienen que hacer un video, ensayan. No todo tiene afán. Todo cuanto les ocurra, lo anotan con demasiados detalles, lo manifiestan a Santacruz y a la institución que corresponda, sea nacional o internacional.
―Nos preparamos más y mejor. Somos nuestros propios críticos. No queremos ser repetitivos y quedarnos allá cuando asesinaron a Juan Pablo hace tres años. Hemos avanzado y lo vamos a seguir haciendo ―explica José Gregorio.
Todo esto lo fueron aprendiendo con Waldermar, quien fue el abogado del caso Pernalete hasta el 1 de diciembre de 2018, día en el que lo arrollaron en la congestionada avenida Andrés Bello. Con la muerte aún no esclarecida del primo, otros también perdieron sus asesorías: las mamás de Luis Guillermo Espinosa, Rubén Darío González, Yorman Bervecia y Nelson Arévalo, víctimas también de la represión del 2017.
En este hogar, las emociones y el cansancio siguen perdiendo la batalla, mientras que los discursos ganan terreno.
En noviembre de 2017, los quince minutos para contar toda la vida y la muerte de Juan Pablo ante el panel de expertos independientes de la OEA, se convirtieron en cuarenta y siete.
―Yo sabía que tenía que hacerlo, porque en Venezuela no tenemos justicia. Pero antes de entrar, quería correr y huir. Empecé a buscar por dónde salir y mi esposo me agarró: “¡Es una oportunidad para defender a tu hijo! ¡Dime si lo vas a hacer!” ―recuerda Elvira, aclarando que su esposo jamás le había hablado con tanta firmeza.
La defensa no solo es la vida real. También está en la digital.
―Juan Pablo me puso Twitter y el Instagram en el teléfono, pero los primeros días después de…, cuando yo estaba mal, la que contestaba era mi hermana. Me leía lo que decía la gente y ella hizo todo. Después me fue enseñando. Mi prima nos ayudó mucho con el Twitter y llamábamos a los amigos de Juan Pablo ―cuenta Elvira, entre la risa y la vergüenza.
―No sabíamos ni retuitear, ni repostear, ni postear, ni qué era eso, nada ―agrega José Gregorio.
―El hilo ese del Twitter todavía nos cuesta. Estamos aprendiendo. Pero entendimos que es un medio para seguir defendiendo a nuestro hijo… Tú ves aquí a dos padres que han amanecido tratando de entender y aprender para seguir.
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El 29 de junio de 2019, las víctimas Pernalete le contaron todo a la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos Michelle Bachelet y el informe Bachelet de julio 2019 los sorprendió, pero por razones muy distintas a las cuales sorprendió hasta al chavismo.
―Todo el mundo celebró que dijeron que son unos violadores de derechos humanos, que el Ministerio Público había tendido puentes, porque el gobierno tiene la intención de colaborar con las víctimas cuando a nosotros nos siguen negando la justicia. Esperábamos más y elevamos una queja a la Alta Comisionada ―recuerda José Gregorio.
No es para menos.
Cada vez que el caso Pernalete presentó la posibilidad de un avance, los fiscales fueron cambiados. Luego de catorce cambios de fiscales y catorce revictimizaciones, los procesos califican como tratos crueles y degradantes. Esto sin contar que antes de las medidas de confinamiento para evitar la propagación de la covid-19 en Venezuela, los Pernalete asistían semanalmente al tribunal para recordar de manera verbal y escrita sus exigencias.
―Que se ejerzan las acciones ordinarias y extraordinarias para incautar los elementos de prueba: libros de novedades, quiénes tenían los armamentos ese día, quiénes estaban apostados en Altamira a esa hora… Y que no solamente se consiga a los asesinos materiales, sino la línea de mando… Que se reivindique a mi hijo… Yo quiero reparación integral ―insiste Elvira con el verbo jurídico que domina.
Explica la abogada Santacruz: “Es un proceso grave y muy doloroso. La fiscalía es un espacio en el que ya contaron su historia y que debería estar actuando, pero cada vez que van, lo que sienten es que la justicia está absolutamente distante de ellos. Igual, los señores Pernalete siguen el proceso, porque tienen la oportunidad de incidir a nivel nacional e internacional, incluso lograr que otras víctimas se vean motivadas a actuar”.
Tras el informe de la Misión Independiente de Determinación de los Hechos sobre Venezuela publicado el 16 de septiembre de 2020, es otra la realidad jurídica y la sensación familiar.
Explica Santacruz: “Que el caso de Juan Pablo sea uno de los 48 analizados en detalle, deja ver que la lucha que han desarrollado los señores Pernalete ha podido ser documentada de una manera muy clara y que ésta permite que sea un caso emblemático para evidenciar una política del Estado, un plan y un patrón de actuación”.
―En nuestro caso, es un gran avance en la búsqueda de justicia. Sí cumplió nuestras expectativas y nos reconforta. Lloramos, sí, pero no es tiempo de celebrar… Este dolor nunca va a pasar… Igualito nos mataron a nuestro muchacho ―reflexiona Elvira.
De alguna manera, también a Gabriela.
―El año pasado, comenzó a tener síntomas de la enfermedad otra vez. Tú sabes lo que se vive aquí cuando se tiene a un hijo con cáncer. Ellos no tienen derecho a la salud, a la asistencia pública, a nada, y nosotros no tenemos el dinero… En diciembre nos dijeron que ya no había nada que hacer ―cuenta Elvira.
Gabriela murió el 19 de enero de este año por falta de un tratamiento que no lograron conseguir y por una tristeza que los psicólogos no pudieron curar. Apenas tenía 16 años.
Pero la vida sigue. Sea como sea.
Con la petición individual de los Pernalete al Comité de Derechos Humanos, es posible que éste pueda utilizar el informe de la Misión como base para el proceso de admisión y análisis del caso, y así señalar, de una vez y para siempre lo que ya se sabe: la responsabilidad del gobierno venezolano por la muerte del chamo Pernalete.
―No sabemos si vamos a ver la justicia, ya estamos viejos, pero lo que tengamos que hacer, lo vamos a hacer y la van a ver otros. Yo lucho y estoy consciente contra quién: un sistema viciado totalmente que tiene mucho poder, que se burla de nosotros y que juega a cansarnos ―opina Elvira.
Ha sido y seguirá siendo un proceso lento, largo y complejo que más que trabajo, requiere el tiempo que el gobierno les sigue haciendo perder como si no hubiese sido suficiente perder todo lo demás.
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Cuenta Elvira que a veces se preguntan cómo sería la vida.
Quizás pudo haber continuado así:
El 26 de abril de 2017, Juan Pablo regresó de la marcha y le pidió a su mamá una tortilla de arroz con mantequilla y queso rallado mientras destapaba una caja de Flips. Sin bañarse, subió corriendo las escaleras y se lanzó encima de Gabriela para fastidiarla un rato y compartir el cereal. Puso un reguetón de esos que su papá manda a quitar antes del primer verso. Lo cambió por una canción de Pablo Alborán. Se bañó. Comió. Hizo otro video para su canal de YouTube No es asunto tuyo, que ya tenía seis seguidores y demasiadas quejas para el gobierno. Volvió a comer antes de dormir.
Despertó el 27 de abril a las seis. Practicó sus tiros libres en el patio pensando en la prueba de la liga profesional de básquet que tenía en septiembre. Iba a ejercitar sus piernas en la piscina, pero prefirió desayunar lo mismo que el día anterior: dos arepas con mantequilla, jamón y queso. Chequeó a cada uno de los perros y acarició a cada uno de los gatos.
Elvira y José Gregorio repasaron las diligencias del día: dejar a Juan Pablo en el gimnasio, buscar las medicinas que faltaban, recoger a Juan Pablo y regresar antes de que trancaran las calles para no dejar sola a Gabriela por tanto tiempo.
Pero Juan Pablo no fue al gimnasio. Se quedó en casa para salir a marchar otra vez. Antes de salir, abrazó a Gabriela. Dijo lo mismo que el 26 y todos los días previos: “Mamá, quédate tranquila que protestar no es un delito, no me va a pasar nada”. Pidió la bendición. Se la dieron con miedo. Y se fue.
Elvira y José Gregorio rogaron a Dios y a la Virgen que lo trajeran con vida una vez más.