Le arregla cuidadosamente el pelo. Le aparta un mechón de la frente, retira una pizca de la pintura que sobresale del borde de los labios. Le pasa la palma de la mano sobre la ropa, como si la planchara. Acaricia el rostro de la anciana que permanece impávido ante los cuidados de Anais que se sienta a su lado y la observa mientras las lágrimas, pertinaces, salen de su rostro. Solo ellas dos protagonizan la escena en esa habitación. Solo ellas dos pasarán, como muchos otros venezolanos, el trance de morir como inmigrante.
Anais —quien pide resguardar su identidad porque tramita un asilo— es una de los cuatro millones setecientos mil venezolanos que han migrado, según cifras de la Agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
Llegué a Santiago de Compostela, España, hace ocho meses. “Decidí venirme por muchas razones pero la principal fue mi mamá”, cuenta Anais. “Tenía diabetes, le había dado un ACV y era epiléptica. Conseguir las medicinas era una odisea. Si tenía el dinero no se encontraban, cuando por fin las ubicaba, costaban tan caras que no podía comprarlas. La gota que derramó el vaso cayó una vez que llegué del trabajo y la encontré convulsionando, se había golpeado la cabeza, se había orinado. Tenía una semana sin tomar la Carbamazepina. Ese día lo decidí. Nos iríamos de Venezuela”.
Su esposo y ella son técnicos dentales, y tenían un laboratorio, trabajo. Pero el dinero no rendía. “Además me asfixiaba el desasosiego con el que se vive en un país donde la gente solo habla de inflación, de inseguridad, de impotencia. Es como si todos lamentáramos un fracaso colectivo que nos mantuviera siempre tristes y angustiados”. Decidida, compró los pasajes para ella y su madre y se fue, en principio, a casa de una pareja de amigos que las recibió en Madrid. Una vez allí solicitó asilo. De la capital española se trasladó a Galicia. Su esposo, un colombiano con más de 30 años en Venezuela, se quedó evaluando el impacto de volver a migrar.
Según Acnur 760.000 venezolanos han pedido asilo en varios países del mundo. Durante 2019 las autoridades españolas recibieron 38.000 solicitudes de asilo de personas oriundas de Venezuela, lo que implica 320 peticiones por día, el doble de lo computado en 2018.
“Cuando me dieron los papeles que nos permitían quedarnos legalmente mientras se decide si me otorgan la medida, me vine a Santiago de Compostela por recomendación de unos amigos. Aquí contacté a una trabajadora social, fui al Ayuntamiento y expuse mi situación. Nos refirieron a la seguridad social, a mi mamá la comenzaron a atender de inmediato y así siguió hasta el día de su muerte”, dice.
España otorga a los venezolanos “protección por razones humanitarias”, una figura diferente al refugiado o asilado, que permite la posibilidad de tener el permiso de residencia, asistencia médica y cuando es aprobada, trabajo.
Anais califica la muerte de su madre como el trance más difícil que ha atravesado. “Hubo veces en que dudé. Pero se me quitaban las dudas cuando me imaginaba ruleteando a mi mamá de hospital en hospital, porque ya no podía pagar un seguro y menos una clínica privada. Cuando me imaginaba como loca buscando medicamentos o insumos. En esos momentos me daba cuenta de que, por duro que fuera, esta había sido la mejor decisión”.
Los últimos días la madre de Anais estuvo en hospitalización domiciliaria. A diario era visitada por un médico y una enfermera. Cuando murió, Anais llamó al 061, el número de Ambulancia y Servicio Médico, y llegaron de inmediato. A los 15 minutos también llegaron los de la funeraria. El ayuntamiento pagó la cremación. “Yo no habría podido. Un sepelio normal cuesta aquí unos 3.000 euros, la cremación 1.500 euros”.
Un viaje sin retorno
Begoña Jiménez no pudo cuidar ni despedirse de Ramón, su sobrino, quien murió en Colombia luego de siete meses de haber emigrado buscando una mejor calidad de vida para él, su esposa, su hijo de 8 años y sus padres, a quienes quería sacar de Venezuela.
Ramón Querales, de 31 años, se había ido a Sogamoso, un municipio a unas tres horas de Bogotá, junto a un amigo que le aseguró que encontrarían trabajo porque tenía conocidos allá. A los pocos meses consiguió empleo en un mercado vendiendo frutas y hortalizas. “A los seis meses su papá también se fue”, cuenta Begoña. Ramón le había conseguido trabajo. “El 19 de enero mi sobrino y mi cuñado debían levantarse a las 3:00 de la madrugada para cargar un camión de papas. Pero mi cuñado se quedó dormido y se despertó a las 5:00 am y se dio cuenta de que el muchacho se había ido a trabajar. Al rato de haberse levantado, un vecino le tocó la puerta y le dijo que Ramón estaba muerto” .
La mujer asegura que aún no cree lo que está narrando. “Mi cuñado no sabía qué hacer, no entendía nada. Los vecinos lo llevaron al hospital adonde habían llevado a Ramón, a quien habían encontrado en la calle, muerto. Mi cuñado me contó que preguntaba y preguntaba qué le había pasado al muchacho que la noche anterior, sólo horas antes, estaba bien”. En el hospital a donde habían trasladado el cadáver le dijeron que vomitó, bronco-aspiró y eso le provocó un paro respiratorio. Muerte natural, dice el certificado de defunción.
Los dos días siguientes transcurrieron entre diligencias en torno a cómo repatriar a Ramón. Murió el domingo; el lunes lo llevaron de Sogamoso al Arauca y desde allí partió el martes a Barquisimeto. La jefa de Ramón habló con el Alcalde de Sogamoso y logró que los trámites legales fueran un proceso expedito. Sus compañeros reunieron para pagar los gastos funerarios. Con el acta de defunción le permitieron repatriarlo y se tramitó un permiso de entierro en Venezuela.
La repatriación del cuerpo a Barquisimeto, de donde era oriundo Ramón, costó 400 dólares. “Pedimos prestado. Ahora mi cuñado debe regresar a Colombia a trabajar para pagar esa deuda. Se sale con la expectativa de una mejor calidad de vida, de enviar dinero a la familia y uno nunca se imagina que tendrá un viaje sin retorno”, lamenta Begoña.
Violencia e infortunio
Para Magally Huggins, psicóloga social, criminóloga, el duelo es una experiencia que requiere de ayuda psicológica para procesarla y superarla, más cuando el fallecido es alguien que está fuera. “Cada duelo es único y no tiene comparación para la persona que lo vive. Hay que ayudar a la persona, que acuda a donde puedan brindarle ayuda profesional. Es un derecho”, señala Huggins. “El tener un familiar fuera del país ya produce tristeza. Si además muere quien viajó, los sentimientos encontrados de rabia, culpa e impotencia pueden llevar a una depresión”.
Huggins reseña que la mujer, en especial, sufre un fuerte impacto con la muerte de familiares en exterior porque le ha tocado asumir nuevos roles y responsabilidades. Madres, abuelas que se han quedado con hijos, nietos, sobrinos mientras sus allegados viajan en búsqueda de mejores condiciones de vida. “¿Cómo decirle a un nieto que su mamá, que su papá murió? ¿Cómo hacer para la repatriación, cómo obtener los recursos, cómo recuperar el cuerpo del allegado? Estas son angustias para los familiares. Para los católicos es muy importante la cristiana sepultura para tener un cierre y los procesos para trasladar un cadáver de otros país son costosos, engorrosos”.
Las enfermedades no han sido las únicas responsables de la muerte de venezolanos en el exterior. La violencia —de la que muchos huyen de Venezuela— y el infortunio también han sentenciado a muchos. Medios internacionales reseñaron que en enero de este año 2020 doce venezolanos fueron víctimas de crímenes ocurridos en Colombia, Perú, Panamá y República Dominicana. Varias de estas víctimas eran mujeres. El 23 de noviembre de 2019 cinco miembros de una familia venezolana murieron en un accidente de tránsito en México.
Huggins recomienda acudir espacios como el Centro en Servicio de la Acción Popular —Cesap— donde se lleva a cabo el programa Acompañando en el dolor, que presta atención psicológica y ayuda a quienes atraviesan estas situaciones. También a la ONG Médicos sin Fronteras.
Sin un adiós
Mientras escribo esta nota recibo una llamada en la que me informan que Jorge, un buen amigo, el padrino de mi hijo menor, murió. Vivía en los Estados Unidos. Había emigrado para huir de la represión por participar en marchas contra del gobierno.
Le habían otorgado el asilo. Trabajaba en una distribuidora de alimentos y estudiaba inglés. Vivía solo. Dos años atrás, cuando decidió emigrar, a Arianna, su pareja desde hacía seis años, le habían negado la visa. La estaban tramitando nuevamente.
Estaba solo cuando, intempestivamente, una oleada de sangre bañó su cerebro. El Accidente Cerebro Vascular fue devastador. Falleció a pocas horas del evento. Tenía 51 años.