Vivo en un antiguo kibutz llamado Bror Hail, en el sur de Israel, desde hace unos dieciocho años. Llegué pensando que sería por un tiempo corto y heme aquí: instalada. Creo que esta es la historia de casi todo “viejo inmigrante” venezolano: este irse quedando porque de pronto nuestra casa, la de allá, se desdibuja o se desploma. Yo me he ido quedando en esta comunidad agrícola, a quince minutos de la Franja de Gaza, a una hora de Egipto y a veinte minutos del Mar Mediterráneo, a donde llegué porque mi esposo argentino-israelí vive aquí desde hace mucho más tiempo. Y sí, es una frontera complicada en la que muchas veces el paisaje apacible de sembradíos y colinas se estremece por un cohete que cruza el cielo límpido como una estrella fugaz que no otorga ningún deseo. Al menos no a mí. Cuando esto pasa, no es raro que nos preguntemos cómo es que nos hemos ido quedando aquí. Luego las aguas se calman y la vida sigue tranquila. Olvidamos y continuamos.
Llegué hace tanto tiempo a este lugar que ya puedo dar cuenta de muchos de sus cambios y transformaciones. En ese entonces, este sitio quedaba en el medio de la nada, rodeado de campos sembrados. Unos kilómetros más allá, tan solo había un pueblo de cuatro calles, y muchos otros kibbutzim esparcidos a lo ancho de este espacio verde, antes del desierto del Neguev. Todas las casitas del kibutz eran blancas y me recordaban a esos antiguos campos petroleros que quedan cerca de Maturín, la ciudad en la que crecí, en el oriente de Venezuela. A veces, sobre todo en verano, cuando me asomaba a la ventana de la cocina, me parecía que estaba allí, aunque el calor fuese más seco y los árboles fueran eucaliptos y olivos en lugar de tamarindos y mangos. Entonces la nostalgia se me diluía en esa cierta sensación de paisaje conocido.
Hoy hay también casas nuevas, o viejas casas remodeladas, que nada tienen que ver con el espíritu de trabajo, austeridad e igualdad que caracterizaba a los viejos kibbutzim, armados bajo preceptos fuertemente socialistas. De hecho, el kibutz ha dejado de ser una granja comunitaria y se ha privatizado. Desde ciertos lugares es posible ver los edificios nuevos de aquel pueblo cercano, aproximándose como esas ciudades devoradoras de la ciencia ficción, dispuesto a tragarse estas casas, tal vez. Aunque los sembradíos nos siguen rodeando igual que siempre. Eso sí: a veces trigo, otras veces patillas o melones, de vez en cuando girasoles o maíz. Nunca se siembra lo mismo, ya se sabe, para que la tierra no se canse. También nos rodean las hienas, los jabalíes, los zorros, las serpientes y todo tipo de animales salvajes, a pesar de los avances de la “civilización”.
A veces las explosiones a lo lejos no tienen nada que ver con guerras cercanas ni lejanas, sino con pistolas de aire que tratan de espantar a los jabalíes que pretenden darse banquete en los sembradíos de repollo. Hay quienes pueden distinguir estas explosiones de las otras. Yo no he llegado a tanto.
Este kibutz fue fundado un poco antes de que se estableciera el Estado de Israel, en el año 48, por un grupo de inmigrantes egipcios y brasileros. El martillo con el que el presidente de la ONU de ese entonces —el brasilero Oswaldo Aranha— cerró la decisión de crear este país descansa en un cuarto especial de este kibutz, abierto a quien quiera ver tan histórico instrumento. Él mismo pidió que así fuera, que aquel martillo de madera se entregara a un kibutz que apenas nacía y en el que la mayoría de sus habitantes eran coterráneos suyos. Sin imaginar que unos sesenta años después su nombre sería utilizado para nombrar un pequeño pub, cerca de la estación de servicio que está en la carretera de entrada, donde se presenta música en vivo y se bebe mucho arak, entre otras cosas.
La cultura traída por los egipcios seguramente ha dejado sus marcas en esta comunidad, pero para mí no son tan patentes. Incluso, diría que fue tragada por la apabullante cultura brasilera, cuyos vestigios hoy forman parte de la mitología de este lugar. Se descubre en el acento de los viejos, que se negaron a transmitir la lengua portuguesa a sus hijos por razones patrioteras, pero nunca pudieron abandonar la cadencia carioca, ni pronunciar bien, entre otras cosas, la letra ele. Está en la feijoada que no falta en ninguna festividad ni en ninguna casa —junto al cuscus y al hummus— pero hecha con un estilo propio: en vez de carne, lleva cavanos, que es una especie de salchicha marroquí y kosher. A mí, particularmente, este plato me hace sentir como en casa. También hay algunas palabras en portugués, como pipoca, brigadeiro, fofoca o saudade, que se niegan a morir y que hasta los nuevos habitantes sin raíces brasileñas han adoptado. En la lengua hablada por los pioneros hay muchas construcciones de frases en hebreo que siguen cierta sintaxis portuguesa y que los hijos de aquellos brasileños repetían tal cual y solo supieron que eran erradas cuando fueron a escuelas y a universidades, según me han contado. Mis hijos crecieron escuchando a los viejos del kibutz hablando en su lengua —porque con la edad, a muchos les dio por volver fervorosamente al portugués— y cuando eran más pequeños pensaban que se trataba de un español muy raro.
Por supuesto, tenemos una batucada con todas las de la ley, y la festividad judía de Purim se celebra con una especie de carnaval carioca, bañado en caipirinha. Y mejor no hablar de lo que ocurre en cada Mundial de fútbol.
Por si esto fuera poco, alguien levantó aquí un minimuseo dedicado al cantante popular brasilero Adoniran Barboza, cerca del cual hay un viejo vagón de tren pintado de verde y amarillo con una leyenda que dice en portugués Trem das Onze. Dicen las malas lenguas que este vagón pertenecía en realidad a un tren que iba y venía de Egipto en la época del Mandato británico de Palestina.
Todo este despliegue brasilero va a la par con lo israelí, por supuesto, y en especial, con lo típicamente kibbutznik, y también con los vestigios de las civilizaciones antiguas que recorrieron esta zona: junto al parque de los niños, hay un “jardín arqueológico” en el que descansan las distintas ruinas que han sido encontradas en los campos cercanos: columnas de todo tipo, piedras para moler aceitunas, cúpulas de iglesias bizantinas.
Un lugar en el que exista tal vagón estrafalario, un pub con el nombre del presidente de la ONU en 1948, todas estas ruinas arqueológicas y toda esta gente, me digo, está hecho realmente a mi medida. Yo, una venezolana que se ha ido quedando y se ha ido llenando de retazos de palabras y costumbres de todos lados.
Trabajo a una hora en tren desde aquí, doy clases de español y de Literatura en Tel-Aviv. Al final del día siempre estoy pendiente del horario del tren de regreso, como aquel personaje de la canción de Barboza, porque no, no me puedo quedar, “tenho minha casa pra olhar”. Y soy feliz cuando el tren abandona las estaciones de las ciudades próximas a Tel-Aviv y se adentra en ese trayecto largo en medio de dunas y campos arados, hasta que llega a la parada más cercana a mi nueva-vieja ¿ciudad?
Así, vivo en un kibutz tropical (y esto hay que cantarlo con el ritmo de aquella conocida canción brasileña), en medio de ruinas bizantinas y romanas, chacales y serpientes, brigadeiros y saudade, cuscús y hummus, explosiones de estas y explosiones de aquellas.