Viviendo en la calle, dice Teresa, las personas se convierten en palos: secas, sin sentimientos. Si sales vivo de allí, sobrevives a cualquier otra cosa. Las posibilidades son mínimas; la muerte es una constante que acecha, pero no preocupa. A más de uno vio morir. Algunos por sobredosis de drogas, a otros tantos los asesinó el hampa o la policía. Nunca le dio mayor importancia. “¿Mataron a uno? Bueno, quién lo manda de güevón, pues”. En la selva de cemento —como la llama—, pasó 19 de los 56 años de su vida.
Una vez vio cómo un grupo de delincuentes atacaron sin piedad a cuatro mujeres. Las desvistieron, las violaron y las golpearon hasta desfigurarlas. “Eso fue horrible”, dice. Fue en el mirador del 23 de Enero, una parroquia populosa del oeste caraqueño.
Pero a Teresa —cabello gris, ojos claros– nunca nadie la llegó a tocar. Es la ley de la calle: si vendes drogas, tienes “padrinos” que te cuidan. Ella trabajaba para una de las mafias de la zona. Una parte de las ganancias se quedaban en sus bolsillos, y el resto era para los dueños del negocio.
Después de años de experiencia, hasta llegó a ser la catadora: como si fuese pan, dice, sabía distinguir las drogas de buena y de mala calidad.
Durante ese tiempo, le llamaban “la tía”.
—Me decían así porque muchos me pedían que les regalara o fiara la droga. Trabajé hasta de gratis para poder pagar lo que debían los otros. Yo era una de las que tenía más edad.
Y es que antes de ser “la tía”, Teresa también fue madre. Ahora es abuela.
***
A Teresa siempre le llamó la atención la actitud de Rómulo, el novio de una amiga suya. Todos estudiaban en el liceo Juan Landaeta, en Catia, Caracas. “Yo veía que él era como raro. Como malandroso, mala conducta”, suelta ahora entre risas. A Rómulo siempre lo vio fumando con un grupo. Un día le pidió de aquello: le decían bazuco, una de las drogas más tóxicas y adictivas. Era la moda. Tenía 14 años. Lo hizo, explica, para llenar un vacío que hasta hoy la acompaña: Reina, su madre, acababa de morir a causa de un infarto de miocardio. Era 1981.
—A raíz de que mi mamá murió fue que vino todo, como que el mundo se me derrumbó. A mí nadie me obligó a consumir, porque fue la curiosidad, te voy a hablar claro. A lo mejor hasta falta de orientación, de tener a alguien que te guíe.
Teresa era la penúltima de seis hermanos. Era una familia clase media. Luego del fallecimiento de Reina, cada quien hizo su vida: dos entraron a la milicia, otro se metió a policía, y las otras dos se casaron. Quedó ella con su papá, Oswaldo. Mientras él trabajaba todo el día, Teresa fumaba bazuco en su cuarto. Cuando lo descubrió ya era muy tarde: era adicta y había dejado los estudios.
—¿Has llegado a perdonar a tu papá por su ausencia?
—¿A mi papá? No, él no tuvo la culpa de nada de eso, porque todo es decisión de cada uno de nosotros. Más bien yo le hice daño. No, yo no tengo nada que perdonarle a mi papá. Más bien espero que él me perdonara a mí.
—¿Y él te perdonó?
—No lo sé. Murió hace ya ocho años. La última vez que lo vi él estaba en el hospital. Cuando murió, yo estaba en la calle. Estaba de indigente, en un estado denigrante físicamente. Eso era horrible.
De quien sí ha recibido perdón es de sus hijas. A ellas también las abandonó por las drogas. A una la tuvo a los 22 años. Durante el embarazo todavía fumaba bazuco. A la segunda, a los 28. Ya para entonces había dejado las drogas: tuvo trabajos estables y una larga relación con el padre de sus hijas.
La mala vida parecía haber quedado atrás. Pero luego volvió el vacío. Cambió el bazuco, ya una moda superada, por la piedra.
Su pareja, que tenía problemas de alcoholismo, intentó pegarle. No lo toleró y se fue a la calle. La fecha todavía la recuerda con exactitud. Fue el año en el que todo cambió: 1999.
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Teresa pone las manos sobre el costado izquierdo de su barriga. “Justo aquí me dieron un tiro”, señala. Todo ocurrió durante una emboscada en la parroquia 23 de Enero. Ella y el resto del “gremio” —así llama al resto de traficantes— estaban vendiendo drogas en un callejón cuando un operativo de la entonces Policía Técnico Judicial (PTJ), hoy Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc), vestidos de civiles, dispararon contra todos. Mataron a uno; a otro lo hirieron.
Desde 1999 a 2001, año en que se disuelve la PTJ, en Venezuela ocurrieron 512 homicidios a manos del Estado, de acuerdo con la ONG Provea. De ellos, más de 37 fueron responsabilidad de efectivos de ese organismo. El gobierno los justificó diciendo que fueron en “enfrentamientos”.
Cuando le dieron el disparo ni lo notó. Tampoco le dio miedo. No solo porque no le temía a la muerte, sino porque los efectos de la droga no se lo permitieron. La llevaron al Hospital Periférico de Catia y allí se congregaron al menos una decena de personas. Que hirieran a “la tía” fue todo un suceso. Al centro médico acudieron sus colegas del “gremio”, sus jefes y, sobre todo, su familia. Sus hermanas, sus amigos, sus hijas. Ellos nunca dejaron de buscarla. Cualquier intento de retenerla en casa no duraba más de dos días. Aquella vez no fue la excepción. Luego de unas semanas, volvió a la calle.
Cuando no vivía en uno de los bloques del 23 de Enero, en el apartamento de los dueños del negocio de las drogas, estaba en antros con otros drogadictos. Cualquier otra cosa le servía de refugio. Durmió en montes, entre cartones, en viejas construcciones inconclusas o a orillas del Río Guaire, que atraviesa la capital.
El dinero pocas veces era para comer. En los peores momentos, saciaba el hambre con la basura. No era la única. La manera de obtener el dinero era a través de la prostitución. En la calle, dice, no existe eso del amor, aunque tuvo dos novios: Darío y Enrique, quienes estaban allí por lo mismo que ella: “Por sinvergüenzas”, dice. Esas relaciones duraron poco. Si uno no quería seguir fumando, el otro buscaba la forma para hacerlo. Generalmente ella se iba con otros. Era su forma de conseguir más drogas.
La venta de drogas la llevó a la cárcel tres veces; no recuerda los años. En ninguna pasó más de dos días.
No cree en más justicia que la divina. Mucho menos en Venezuela.
—La justicia del hombre se compra. Ellos hacen justicia con quienes quieren. Pero las leyes… eso es más horrible que todo. Se dejan comprar. Tú caías preso, tú pagabas y dale pa’ afuera, ¿me entiendes? Todos se compran. Los gobiernos también se compran y sabemos todos que es así. Ellos son pura carátula. Si se preocupan, lo hacen un poquito y ya, con tal de sacar algún provecho. Hoy te ayudo, pero mañana te estoy quitando. O te ayudo con una condición, con un propósito, con un interés.
Si encuentras, eso sí, alguna que otra buena persona en las calles. Dice que son, como ella, los que salieron de la buena vida buscando llenar un vacío. Ella nunca atracó ni mató, y también conoció la otra cara de la sociedad, la que pocos ven.
—Las drogas no respetan ni edad, ni posición social. Conocí doctores, abogados, pilotos que consumían igualito. La droga cuando te agarra, te agarra. Pero no es imposible dejarlas, y aquí estoy yo como ejemplo.
* * *
La decisión la tomó una noche de diciembre de 2016. A sus 49 años de edad, se cansó de vivir en la calle. Así, sin más explicación, sin avisar a nadie, a la mañana siguiente fue a pedir ayuda.
Se dirigió a la Fundación Negra Hipólita, en la avenida Andrés Bello, en el centro de Caracas. Esta misión fue creada durante el gobierno de Hugo Chávez con el fin de rehabilitar a las personas en situación de calle y problemas de adicción de drogas o alcoholismo. Luego de doce días en otra sede de la Misión, en la que compartió con indigentes, pacientes psiquiátricos y adultos mayores, la trasladaron a un centro asistencial en El Junquito. Jamás pensó en escaparse. Siempre tuvo la mente en volver con su familia.
Allí se produjo el encuentro que tanto esperaba. Las únicas veces que se permite llorar es cuando habla de sus hijas.
El recuerdo reaviva su elocuencia. Su hija mayor fue a visitarla. Estaba junto con su primer hijo; ahora tiene dos. También estaba su yerno. Al tiempo fue su hija menor. Hoy, más de cinco años después de su rehabilitación, es abuela de cuatro nietos. Son, sin dudarlo, lo que tapa su vacío. Si por ella fuera, jamás les contaría su historia. De una u otra forma, se avergüenza de ella. Prefiere que guarden de ella la imagen honrada que se está labrando.
Su reinserción en la sociedad no ha sido, sin embargo, un tema fácil de llevar. Aunque trabaja limpiando casas, teme que algún día, si se enteran de su pasado, decidan despedirla. De hecho, Teresa no es su verdadero nombre; pide que se refieran a ella de esa forma para que no la identifiquen. Entiende que todavía hay tabúes que se deben romper. Dice que cuanto antes, mejor.
—Cada quien tiene su vida. Esta ha sido la mía y pagué lo que tenía que pagar. Me perdí a mi familia. Pero tenemos que romper con los prejuicios. Sí se puede, sí se puede.