En marzo de 2019 me diagnosticaron hiperplasia glandular simple del endometrio. Después de leer el pequeño papel donde estaba escrito el resultado de la biopsia, mi ginecóloga tomó uno de sus récipes y me explicó con un escueto bosquejo que la hiperplasia era algo así como un paso previo al cáncer de útero. Aún me pregunto por qué no me recomendó, en ese momento, hacerme una histerectomía, tomando en cuenta los muchos antecedentes de muertes por cáncer en mi familia. Además, ella misma me había diagnosticado un mioma uterino, una de las causas que propician este tipo de intervención.
Ese día me recetó Depo Provera en ampollas o progesterona en cápsulas, lo primero que encontrara. Al cabo de tres meses debía realizarme otra biopsia para verificar si el tratamiento había detenido la lesión. Así lo hice y el resultado fue: endometrio de tipo proliferativo muy activo (es decir, estaba funcionando normal). En noviembre mi regla duró 16 días seguidos, cosa que para mí era normal. En diciembre, 16 días más. Pero en enero de 2020, cuando el sangrado superó ese tiempo, me preocupé en serio. Fui a la consulta de mi doctora, quien me mandó un tratamiento para detener el derrame, hierro para subir la hemoglobina, y me dijo: “Estás igual que antes, tienes que sacarte ese útero, no puedes seguir así”. Había pasado 23 días sangrando.
Después de cumplir el engorroso proceso para hacerme crear la historia médica en uno de los hospitales de Margarita y obtener la cita con el cirujano, este leyó mis exámenes preoperatorios y puso fecha a la cirugía: 31 de marzo. Pero el 16 empezó la cuarentena por el covid-19 y todo se paralizó. Mi operación, y la de decenas de personas, quedó en suspenso. Mientras tanto yo no paraba de sangrar y tenía la hemoglobina en 8.5.
Otras como yo
Acudí a otra ginecóloga buscando otra opinión u otro tratamiento, pero me dijo lo mismo: no había más alternativa, debía operarme. También me recetó Cyklokapron y Depo Provera, los mismos medicamentos que antes no me hicieron efecto, rogando porque ahora sí. A la par yo tomaba infusiones de cuanta hierba me recomendaban en mi pueblo, sin éxito, por cierto. Algo tenía que hacer.
En mayo se reanudaron las cirugías, en un plan quirúrgico para algunos pacientes y que duró poco ante el aumento de casos de covid. Por fortuna me dieron una nueva fecha. A pesar de las inyecciones, pastillas y guarapos, entre febrero y julio (mes en que me operaron) solo dejé de sangrar por diez días, gracias a un legrado (un curetaje).
Durante mis visitas a los hospitales de la isla conocí varias historias de mujeres que vivían situaciones similares. Observé que muchas no cumplen con los protocolos de prevención de enfermedades femeninas, quizá por la pobreza que no les permite costear los honorarios de un ginecólogo privado o pagar los exámenes que en su mayoría no se hacen en instituciones públicas.
A eso se le suma la poca educación que tiene la mujer venezolana sobre su salud y la falta de campañas públicas para mejorar eso, pero ya eso es como mucho pedir, ¿verdad?
Mis dos hijos no querían que me operara. El menor, de 11 años, me dijo que estaba muy nervioso por mí, que tenía miedo de que me pasara algo. Eso me movió.
No era solo mi vida la que estaba en juego, porque mi importancia como ser humano se incrementa por el hecho de ser madre. Mucho más en este país.
Mientras esperaba mi turno para la consulta con el cirujano (en el segundo y último intento), también estaba en la sala una mujer de 40 años, pero se veía avejentada. Era imposible no fijarse en su seno izquierdo, del triple del tamaño de su seno derecho. Le ofrecí mi silla porque la vi muy cansada. Ella aceptó suspirando con alivio, y comenzó a contar su historia. Se levantó la blusa para mostrarnos su pecho sin pudor. Era sorprendente su tamaño y su aspecto turgente e inflamado. Nos contó cómo llegó a ese estado en solo seis meses, que era un tumor benigno pero que el dolor no la dejaba dormir, que en un tiempo se redujo tomando infusiones de la planta de mapurite, pero este remedio natural casi la mata porque bajó sus defensas. Antes la había escuchado hablar por teléfono con su hijo mayor, de 10 años, y le decía que no dejara solos a sus hermanitos mientras llegaba su papá en la tarde. Nunca se había hecho una mamografía y solo se descubrió el tumor cuando empezó a crecer. En sus intentos por operarse, acudió a una clínica privada en Porlamar, donde le cobraban 1.500 dólares. Consiguió que el director le exonerara el uso del quirófano pero el cirujano no quiso renunciar a cobrar sus honorarios de 500 dólares, que ella no tenía.
Ella estaba ahí, como todos, anhelando que el cirujano del hospital le asignara un cupo para quitarle ese suplicio. La operaron el mismo día que a mí me dieron de alta.
Entre la alimentación y la salud
Mi madre murió a los 79 años de cáncer de hígado, después de un largo sufrimiento. Casi 20 años atrás había enfrentado y superado un cáncer de mama. Pero esa historia se remonta a cuando ella tenía menos de 40 años. Se palpó una “pelotica” en el mismo seno que luego enfermó. Su médico recomendó extirparlo aun cuando era benigno, sin embargo mi papá le pidió que no lo hiciera por temor a que le pasara algo en la operación. Eran otros tiempos, como se dice. No puedo asegurar que la historia hubiera sido diferente si ella se hubiera operado en ese entonces. Quizá. Pero es una lección para analizar.
—Este año me toca hacerme la mamografía. Si no me siento mal no me la voy a hacer, porque ¿cómo la pago?
Eso me lo dijo una prima de 52 años, a quien también le hicieron una histerectomía hace siete años y además le extirparon un nódulo en un seno. Si ya ha pasado por todo eso, ¿por qué arriesgarse a sufrir otra enfermedad que puede ser mortal si no la detecta a tiempo? Pues porque hay otras prioridades, como reunir el dinero diario para comer, por ejemplo.
En un país con una emergencia humanitaria compleja no es fácil acudir al control ginecológico habitual, que permitiría el diagnóstico temprano y el consecuente tratamiento oportuno, como sugieren los especialistas. Sin embargo, hay que intentarlo.
Salvo casos especiales, hoy no hay consultas públicas en ginecología, por lo que se deben pagar consultas privadas cuyos precios oscilan entre 15 y 35 dólares, dependiendo de la clínica o el médico.
En todo caso, la prevención puede hacer la diferencia, y los ginecólogos recomiendan, en las condiciones de Venezuela:
- Mantener aseada el área genital con agua y jabón.
- Evitar el uso de toallas diarias, lociones, cremas y talco.
- No usar pantalones ajustados ni ropa interior de seda o nailon, sino preferiblemente de algodón.
- Usar preservativo en un encuentro sexual con una nueva pareja (el VPH es uno de los mayores factores de riesgo para el cáncer de útero).
- Una alimentación balanceada (la obesidad es una de las causas de las hiperplasias) y tomar abundante agua a diario.
- Consultar inmediatamente al ginecólogo ante cualquier síntoma.
- Hacerse una citología y una ecografía anualmente.
- Después de los 35 años, hacerse una mamografía y un eco mamario anualmente.
Cada mujer debe también aprender a escuchar su cuerpo. Si algo sale del patrón hay que prestarle atención: un bultito que apareció de repente en un seno, una regla que dura más de cinco o siete días, que es más abundante de lo acostumbrado y presenta coágulos (o que no es roja sino negra, como fue mi caso antes del tratamiento inicial), un dolor menstrual que no te permite ir a trabajar, una tristeza profunda que anticipe cada regla (que puede ser síntoma de la depresión propia del síndrome disfórico premenstrual).
No tenemos que soportar como si fuéramos mártires. Hay que buscar ayuda, hablar, hacerse escuchar y hacer que respeten nuestro malestar.
Cuando le haces caso a lo que sientes, no eres menos fuerte, eres más inteligente, estarás un paso adelante para salvar tu vida y seguir cuidando y educando a tus hijos, si los tienes.
Sufrir por años
Jennifer Hrastroviak es una amiga periodista a quien le hicieron una histerectomía también este año. Por mis temores antes de mi operación hablé con ella para conocer su experiencia. Ella me animó.
—La operación es rápida —me dijo—. Te recuperas en poco tiempo y ahora yo me siento mejor que nunca porque ya no tengo dolor.
Jennifer casi muere después de la cirugía. Debían ponerle dos plasmas de sangre pero solo le pusieron uno porque llegó una emergencia de una mujer embarazada y en el banco de sangre de la clínica no había más.
—Si esto me hubiera pasado en esta época del coronavirus, no lo cuento.
Por años sufrió de intensos dolores menstruales; en 2014 tuvo un embarazo ectópico que también puso en riesgo su vida. Nunca pudo concebir —supuestamente porque era obesa—, y sus médicos le recomendaban que bajara de peso para poder quedar embarazada.
—Yo sabía que tenía endometriosis pero nadie me diagnosticó —me dijo.
El 2 de marzo de este año ingresó por emergencia a una clínica debido a un embarazo ectópico que reventó la trompa de Falopio que le quedaba. El médico la abrió y la encontró llena de tumores, por lo que decidió hacerle una histerectomía total.
—En 2012 estuve sangrando durante dos meses —me dice—, me hicieron un legrado biópsico pero como no arrojó nada me trataron con Cyklokapron y otro medicamento. En ese momento debieron programarme la histerectomía, pero nadie me hacía caso. Ahora tengo meses sin saber lo que es el dolor de vientre, que para mí era fatal. Sufrí por años y ahorita ando feliz.
Para muchas mujeres, como lo era para mí, la regla es algo que debemos padecer, como la menopausia. Por eso una mujer que conocí en el banco de sangre, antes de mi cirugía, pensó que era normal tener la regla por más de un año. Como yo, ella esperaba a sus donantes. Tenía 45 años y la operaron un día después que a mí, por un mioma en el cuello del útero.
—¿Por qué no fuiste al médico antes? —le pregunté.
—Yo creía que era la menopausia —me dijo.
Solo buscó ayuda porque sintió mareos y mucha debilidad. Solo entonces el médico entonces le recomendó operarse.
¿Por qué una mujer soportaría con tanto estoicismo desangrarse a diario durante más de 12 meses seguidos? A lo mejor lo aprendió de su madre o de otras mujeres de su familia.
Nadie le enseñó que no es normal, que no está bien, sufrir por ser mujer. Hay algo terrible en esa idea, es un síntoma de carencias básicas en nuestra educación.
Tan joven y tan pálida
Un mes antes de mi histerectomía me hicieron un legrado en un hospital. Es un procedimiento ambulatorio que se puede hacer con varios propósitos. En mi caso fue un tratamiento paliativo para detener la hemorragia hasta que retomaran las cirugías en los centros de salud. El efecto debía durar por lo menos tres meses. Solo me duró diez días.
Me llevaron a una habitación mientras esperaba mi turno. Ahí estaba una mujer de 24 años a quien también le harían un legrado, pero porque había sufrido un aborto espontáneo. Ella entró antes que yo. Al cabo de una media hora más o menos, la trajeron, la anestesióloga la despertó y casi de inmediato me llevaron a mí. Cuando me regresaron a la habitación ella estaba ahí. Se retorcía un poco, decía que sentía dolores como de parto, pero no se quejaba. Me contó que ya tenía tres hijos, el mayor nació cuando ella tenía 16 años, el menor tenía solo tres años. Estaba muy pálida y delgada.
—Ay, señora, es que uno prefiere no comer para que coman los hijos de uno.
Me pidió una pastilla para el dolor, que por fortuna yo tenía en mi cartera por previsión. Ese día le habían puesto un DIU. No todo es tan malo.
La circunstancia que condujo mi histerectomía comenzó a mis cuarenta años, con un período irregular que duraba 21 días o que no paraba en todo el mes, aunque tuviera solo manchas. Pero quizás el problema estaba allí desde hacía mucho tiempo. A los once años me hospitalizaron varias veces por terribles dolores abdominales que parecían una apendicitis, pero el diagnóstico fue ovarios poliquísticos. Solo hace poco supe que hay ginecólogos infantojuveniles, que cuidan la salud sexual y reproductiva de las niñas. Por ahí se debería empezar.
Darnos la oportunidad de aprender a cuidarnos a nosotras mismas de una manera integral, que incluya nuestra salud y nuestro bienestar íntimos, así como aprender a mantener un peso adecuado —y no por estética sino por la salud de nuestros órganos reproductivos—, es también parte del derecho más fundamental que tenemos: el derecho a la vida.