Llegué a París en agosto de 1997, casada y con visa de estudiante. Mi proyecto era aprender francés, hacer una maestría y un doctorado. En aquel entonces no pensaba que no volvería a Venezuela. Se trataba de aprovechar al máximo la experiencia de vivir en Francia, mientras mi exesposo crecía profesionalmente, y luego volver a cosechar éxitos en Caracas.
Obviamente volver dejó de ser opción. Pero me he mantenido muy vinculada a Venezuela por los trabajos de campo necesarios para mis investigaciones. Cada vez que he vuelto, paso largos periodos en Caracas y también en La Guaira, Punto Fijo, Guatire y Margarita. Sigo tan de cerca la actualidad venezolana que he vivido muchas veces en realidades paralelas, con un reloj con la hora de Caracas y otro con la de París. No es una cuestión de nostalgia, sino la voluntad de involucrarme con una realidad de la que tengo que dar cuenta en mi trabajo.
Mi primera impresión al llegar fue que París no es una ciudad para indecisos. Por ejemplo, las panaderías son maravillosas, pero si uno se quiere “comer un dulcito” tiene que escogerlo rápido, ir pensando qué quiere antes de entrar y evitar entrar cuando haya cola para comprar pan porque, en ese caso, seguro que el cliente de atrás va a resoplar, impaciente, en tu nuca. En París el apuro es ley y los transeúntes que pasean son turistas. Los parisinos son inciviles para muchas cosas: en la cola del autobús, en la del cine… la única cola sagrada para los parisinos es la del pan. Y los vendedores en general pueden ser muy antipáticos, pero no hay que dejarse amilanar. Vivir aquí forja el carácter.
Los parisinos son inciviles para muchas cosas: en la cola del autobús, en la del cine… la única cola sagrada para los parisinos es la del pan.
Hasta el 2001 viví en los distritos noveno y décimo, cerca de las estaciones Gare du Nord y Gare de l’Est. En aquella época, eran zonas más tradicionales que hoy, con menos turistas y con comercios típicos como panaderías, carnicerías, pescaderías, flores y extraordinarios puestos de frutas y vegetales y tiendas de vino. Yo llegué antes del euro y hoy cuando veo los precios en francos me espanto, como los franceses de antes.
El Faubourg Saint Denis era entonces una calle de comerciantes kurdos y turcos y cuando había partido de fútbol y jugaba el Galatasaray se desataba la euforia. Todo un mundo convivía allí con bastante armonía: prostitutas profesionales de más de 40 años y muy conversadoras, tiendas de música africana, mi frutero tunecino que lloró cuando me mudé, algunos restaurantes de Reunión y las Mauricio, y residentes de la “tercera edad”. Esas zonas han cambiado mucho ahora por el flujo internacional que llega de Londres, Amsterdam y Bruselas a la Gare du Nord y por la extrema vigilancia policial y militar por la amenaza terrorista.
El norte de París se ha vuelto «bobó», abreviación de “bohemio-burgués”, por la gentrificación de la zona y la subida del precio del metro cuadrado, hoy alrededor de un promedio de 10 mil euros en casi toda la ciudad. Una cifra obscena que hace que las familias vivan como en casas de muñecas si se quieren quedar en París intramuros. Francia tiene una política de alquileres regulados y la ciudad tiene edificios de apartamentos que alquila a bajos precios, para garantizar la mezcla social, pero la demanda de esas residencias “sociales” es inmensa.
Después de que nació mi hija en 2001, decidimos irnos a vivir al distrito 15 al sur de París. Una zona familiar, con áreas verdes, menos diverso social y étnicamente y mucho más aburrido. Mi tiempo en el barrio de Beaugrenelle fue de trabajo arduo en el doctorado y estuvo marcado por el ritmo escolar. Durante diez años aproveché dos bibliotecas maravillosas: la Nacional de Francia, el edificio de la nueva sede, orgullo de Mitterrand, y la de la Maison de Sciences de l’homme en el boulevard Raspail. Vivir en el 15 fue perfecto para el recogimiento, la escritura de la tesis, los seminarios académicos y la vida familiar. Aunque cada vez hay más ciclistas, yo aquí me muevo a pie. Nunca he tenido carro. Mi único “mapa mental” confiable y permanente es el del metro.
Los atentados de 2015, el del 7 de enero contra el semanario satírico Charlie Hebdo y el del 13 de noviembre en la sala de conciertos el Bataclan y sus alrededores hirieron a la ciudad en el alma. Esa noche fue aterradora, sirenas toda la noche, horror y el dolor. En el Bataclan vi a Oscar D’Leon a comienzos de los 2000. Me devastaba imaginar una masacre en aquel lugar de fiesta. La recuperación ha sido difícil, evitar que el odio y el miedo se instalen en la atmósfera es una batalla cotidiana de los que creemos en los valores de fraternidad y tolerancia que hacen la magia de esta ciudad.
Es quizás eso lo más inquietante hoy en día: que el miedo al terrorismo se vuelva aliado de una corriente conservadora que enrarece el clima de París.
Los ataques a homosexuales y transexuales que han venido ocurriendo de unos años para acá pintan un porvenir aterrador si los parisinos no nos movilizamos por la tolerancia. Pienso que la irrupción en 2012 y 2013 de grandes manifestaciones contra la aprobación de la ley que permite el matrimonio homosexual abrió varias compuertas a los movimientos más conservadores de la sociedad francesa que, paradójicamente, se entienden bien con los integristas religiosos que ejercen el acoso hacia todo lo que signifique diversidad sexual. La homofobia descarada aparece en el paisaje nocturno parisino y nos deja atónitos.
Otro aspecto oscuro es el fracaso de la política urbana de acogida a los inmigrantes que vienen de países en guerra. Los campamentos bajo el viaducto de la línea 2 del metro, entre las estaciones La Chapelle y Jaurés, fueron una vergüenza por su inhumanidad y las “soluciones” brindadas por las autoridades locales dejan mucho que desear.
Contada en píldoras, mi vida en París parece una carrera de obstáculos: ser mamá mientras hacía un doctorado. Divorciarme y, el mismo año, ganar un concurso de investigadora titular del CNRS, prueba en la que más de uno deja la salud mental… creo que eso fue en gran parte pude responder a tantos desafíos porque París me permitió crearme y recrearme, gracias a los amigos, al humor, a la solidaridad, a la diversidad y a los mínimos gestos cotidianos. También gracias a poder bailar salsa y disfrutar de lugares de jazz como el New Morning o la nueva sala de la Filarmónica.
Dentro de pocos días me vuelvo a mudar. Con mucha emoción vuelvo al norte de París, al boulevard de Magenta. París es un universo con muchos mundos, para usar la fórmula de un vendedor de cerámicas de baño que me quería convencer de cambiar la ducha. Mundos que se abren una vez que uno descifra sus códigos, se despoja de prejuicios y sale de las imágenes convenidas de las tarjetas postales… y habla francés.
Aunque seguramente París no es la ciudad con mejor “calidad de vida” de Europa, siento que no podría vivir en otra. Tal vez porque soy demasiado parisina ya como para reconocer públicamente sus encantos infinitos y no reírme de mí misma.