“Para eso es para lo que sirven, para sacar fotos”, dice uno de los damnificados mientras nos retiramos del lugar. “En la noche están acostados en sus casas, comiendo tranquilos y nosotros aquí sufriendo”.
Aunque es el único que nos trata de manera hostil, son varios los que nos miran con indiferencia o se niegan a dar declaraciones. Ha pasado más de una semana desde que el jueves 4 de octubre las lluvias hicieron que se desbordara el río Kunana de la Sierra de Perijá, entre Venezuela y Colombia, lo que afectó a más de 1.800 personas, entre indígenas yukpa y campesinos criollos. El panorama es de casas arrasadas por el agua, árboles gigantescos arrancados de raíz, camiones hundidos en la tierra.
Ya se confirmó la muerte de un niño de tres años, a quien su mamá dejó solo en casa mientras iba a comprar comida sin sospechar que la tragedia estaba por venir. Hay al menos otros cinco desaparecidos y los bomberos, junto a Protección Civil, buscan cuerpos en medio de las aguas y el barro, especialmente donde se paran las aves carroñeras.
La cobertura de los medios de comunicación es limitada: pocos pueden llegar a esta zona aislada del municipio Machiques del Zulia, donde viven especialmente indígenas de las etnias yukpa y barí. Antes de la crecida, esas comunidades ya han sido mencionadas recientemente en las noticias: decenas de indígenas han fallecido por enfermedades como paludismo o diarrea, así como por desnutrición. Pero no hay cifras oficiales y los hospitales y ambulatorios se niegan a proporcionar información, por lo cual es imposible tener una cifra específica de cuántas personas han muerto por esta crisis.
Mucha retórica, poca práctica
En la Constitución de 1999 los indígenas fueron reconocidos por las leyes venezolanas en toda su amplitud: sus idiomas son oficiales, tienen la posibilidad de expresar libremente sus creencias y las comunidades tienen la propiedad nominal de sus territorios ancestrales.
Sin embargo, una cosa es la que está en el papel y otra la que efectivamente se ha hecho. Nunca se desarrolló el plan de demarcación de tierras, y hoy hay incluso conflictos y enfrentamientos violentos a causa esa situación; nunca se respetó la jurisdicción indígena; y hoy en general los indígenas son vistos como una amenaza tanto por el Estado como por la población, pues los prejuicios históricos han renacido ante el colapso económico y humanitario del país. En Maracaibo, por ejemplo, se los relaciona con grupos armados o “bachaqueros”, como se le dicen a las personas que venden productos regulados por el Gobierno o se dedican a la reventa de efectivo o combustible.
En estas tierras de Perijá, que siguen perteneciendo a los yukpas y los barí porque allí son mayoría demográfica, hoy el único derecho al que parecen tener acceso es al olvido. Allí también hay presencia de indígenas wayúu y campesinos criollos que se dedican a la siembra y el cultivo; y, como muchos territorios fronterizos del país, también de grupos guerrilleros, dada su ubicación estratégica: la guerrilla colombiana Ejército de Liberación Nacional (ELN) incluso ha comprando fincas en la región, que dedica a la siembra de coca y marihuana.
A pesar del contacto con personas que no pertenecen a su etnia —principalmente de Machiques de Perijá, una población ubicada a menos de una hora de la Sierra—, los yukpas y los barí han logrado conservar mucho de su tradición. Procuran siempre mantener oficios ancestrales como la artesanía y en las escuelas la mayoría de los profesores pertenecen a estos pueblos originarios, con la misión de que su cultura no se pierda. Pero el contacto con el mundo criollo ha traído las consecuencias comunes en todas las comunidades indígenas de Venezuela, que suman unas 300 mil personas. Algunos caciques han denunciado que sus jóvenes han caído bajo la influencia de criollos que los llevaron a tomar alcohol, consumir droga o incluso robar dentro de sus propias comunidades.
La resistencia dentro de la resistencia
Tras más de siete días de la crecida, los damnificados de la cuenca de Toromo empezaron a construir casas improvisadas a más de dos kilómetros de donde vivían para “al menos tener un techo”.
La alcaldía de Machiques repartió cajas de comida, pero fueron insuficiente para todas las familias y no incluían proteínas. También envió camiones cisterna, pero el agua que llevaban estaba sucia. “Esto fue lo que nos dieron y lo que estamos tomando y usando para comer porque no tenemos otra opción”, dijo Javier Romero, de la comunidad Centro Piloto Yukpa Awoja Yuatpi, al tiempo que cocinaba unas cuatro yucas que pudo “rescatar”.
Estos indígenas se dedican al cultivo de yuca, maíz, café, toronja, limón o topocho, y aunque no pueden contabilizar con exactitud cuánta cosecha perdieron tras la crecida del río, Romero dice que lo perdieron casi todo.
Ana Karina, una maestra de esta comunidad, afirmó que este 12 de octubre, anteriormente Día de la Raza, pero renombrado como Día de la Resistencia Indígena por el gobierno chavista, no había “nada que celebrar”.
“¿Qué vamos a celebrar nosotros el 12 de octubre? ¿Qué se murieron niños, que se murió un anciano, que aún tenemos niños muriéndose aquí?”, se preguntó. “Nosotros mantenemos una resistencia dentro de la resistencia”