Noche del sábado 12 de diciembre de 2020: mientras países como Estados Unidos y Canadá inician la distribución de la vacuna Pfizer-BioNTech para el covid-19, Nicolás Maduro manda un video desde ese nuevo símbolo de la desigualdad que es el hotel Humboldt, la oposición anuncia unos resultados de la consulta popular que no se corresponde con la información que tenemos en algunos medios, y por las redes sociales corren las fotos de los cuerpos, rescatados cerca de Güiria por una patrullera de la Armada venezolana, de 11 migrantes ahogados en el golfo de Paria, entre ellos niños pequeños.
El bote, con 19 pasajeros, había sido reportado desaparecido. Según el coordinador para la crisis migratoria nombrado por la Asamblea Nacional legítima, David Smolansky, pudo haber sido devuelto por Trinidad, como pasó hace poco con otro bote lleno de menores que terminaron volviendo a la isla para ser confinados.
Otra desgracia que ejemplifica, en sí misma, las dimensiones del colapso de nuestro país. Otra desgracia que se repite y que sabemos que será repitiéndose.
Otra desgracia que muestra cómo muchos venezolanos sucumben ante una ecuación de vulnerabilidades creada por la desaparición del Estado y su reemplazo por redes criminales.
¿Desde cuándo está pasando esto?
Los accidentes en botes de migrantes hacia las islas vecinas a Venezuela comenzaron con el estallido de la crisis migratoria venezolana en 2018. Mientras más razones para emigrar, más riesgos deciden correr los migrantes, y más demanda tienen los traficantes de personas, los coyotes (término que importamos desde el norte de México), que como en las trochas de la frontera con Colombia te cobran por pasarte ilegalmente de Venezuela a Trinidad o las Antillas holandesas: Curazao, Aruba y Bonaire. Mientras más demanda de los servicios de los coyotes, más dinero involucrado, más oficiales participando del negocio, y menos medidas de seguridad. Migrantes ya establecidos en los países de destino pagan por traerse a sus familias, o los tratantes reclutan muchachas en comunidades pobres de Venezuela, ofreciéndoles trabajo lícito en Trinidad, que en realidad terminan forzadas a trabajar en prostíbulos.
En este contexto ocurren, cada vez con más frecuencia, los naufragios: en mar abierto, un peñero sobrecargado, sin salvavidas ni defensas, es muy peligroso. Decenas de niños, mujeres y hombres venezolanos han sucumbido en ellos desde el comienzo de la explosión migratoria. Como muchos están desaparecidos, no hay cómo establecer una cifra sólida. Otro misterio más de la oscuridad de nuestra tragedia, como la de los desaparecidos en las minas o entre los grupos irregulares colombianos.
¿De quién es la responsabilidad?
Un país funcional tiene cuerpos de seguridad en sus fronteras marítimas, fluviales o lacustres que ejercen controles sobre las mercancías y los pasajeros que embarcan o desembarcan en sus puertos. No solo deben impedir el contrabando o el tráfico de mercancías ilegales, sino también que zarpen embarcaciones de pasajeros que no cumplen con las medidas de seguridad. Si continuamente están saliendo botes de Venezuela que pueden zozobrar en el mar y causar estas desgracias, es porque los controles de seguridad no se aplican, porque las autoridades a cargo de hacerlo no están presentes o son sobornadas. Los militares y policías venezolanos, con todas sus limitaciones, simplemente están permitiendo que esto pase, y además cobrando por eso. La primera responsabilidad entonces es de la Armada y los cuerpos de seguridad civiles, que no están resguardando las fronteras marítimas como lo establece la ley y que están participando no solo del tráfico de migrantes, sino de fauna, armas, oro y combustible, entre otras cosas.
La segunda responsabilidad es la de resguardar los derechos humanos de los migrantes, por parte de los países receptores, más allá de su prerrogativa a darles acceso legal o no a su territorio. Que cumplan con ella depende de factores políticos y capacidades operacionales. Si para países más grandes y organizados como Colombia y Brasil ha sido un reto mayúsculo manejar el influjo de migrantes venezolanos por cientos de miles, mucho más lo es para las pequeñas Antillas holandesas, con presiones de seguridad y de falta de agua, y para la república de Trinidad y Tobago, que no está acostumbrada a recibir inmigración y donde el gobierno, aliado de Maduro, ha optado por responder con medidas xenofóbicas y con abusos que contribuyen a causar estas desgracias. Para estas islas, la crisis venezolana es un problema importante: es recibir miles de personas hambrientas y enfermas, es tener a piratas venezolanos asaltando embarcaciones en su aguas, es ver sus situaciones de inseguridad empeorar por el ingreso de drogas, armas y contrabando desde Venezuela.
En esos lugares, como hemos visto en Colombia, Panamá, Perú y Ecuador, muchos políticos y ciudadanos reaccionan como muchos venezolanos lo hacían en los 70 y 80 cuando culpaban a los inmigrantes suramericanos por la inseguridad: con xenofobia.
Tal como pasa hoy en Europa y Estados Unidos. Como lo demuestran Trump, Vox y muchos otros movimientos políticos, la xenofobia acrecentada por la inmigración ilegal te puede ayudar a llegar al congreso o a la presidencia.
¿Cuál es el origen del problema?
Lo primero a considerar aquí es que la economía de las costas venezolanas, y del país entero, se ha derrumbado. Regiones históricamente muy pobres como Sucre y Delta Amacuro están reaccionando desde hace años a la devastación productiva al cabo de dos décadas de gestión chavista. En el oriente de Sucre, más allá de Cumaná, ya casi no hay turismo ni interno ni externo; playas como San Juan de las Galdonas son hoy territorio de narcotraficantes. Desapareció la industria pesquera atlántica que tenía atuneras que generaban mucho empleo, y en su lugar han prosperado las economías ilegales. Millones de venezolanos en el oriente del país se han encontrado sin ingresos: no tienen insumos ni tierras para la agricultura, no tienen gasolina para salir a pescar ni para hacer transporte de mercancías o de personas por tierra, no pueden ya trabajar en la industria petrolera o en el turismo o en una atunera. Muchos de ellos han contraído el sida o la malaria que sube desde las minas. Otros han sido expulsados de sus caseríos por las bandas, que se han ido cogiendo la región para exportar droga hacia el Atlántico y el Caribe, junto con los policías y los militares.
Es fácil verlo en esta tremenda serie de reportajes de 2018, hecha desde el terreno por Isayen Herrera y Valentina Lares para Armando.Info: a los adultos en edad productiva de Sucre, Monagas y el Delta, casi no les queda otra que tratar de colarse en Trinidad, a 45 minutos en bote desde Macuro, el sitio donde Colón creyó haber encontrado el paraíso. Es riesgoso y no hay ninguna garantía de éxito, pero para esta gente de la costa luce incluso más difícil atravesar todo el país para intentar meterse en los países andinos, o bajar al infierno de las minas de Guayana. Tus hijos, tus nietos tienen hambre, lo del CLAP, cuando llega, no basta para alimentar una familia. Tu gente necesita medicinas, ropa.
O te metes a trabajar con el narco, o te conviertes en coyote tú también, o intentas a irte a Trinidad. ¿Qué harías tú?
Algo similar ocurre con Falcón. Aruba, Curazao y Bonaire están muy cerca de Paraguaná en bote: igual que con Trinidad, siglos de relación han dejado un fuerte conocimiento sobre cómo ir y venir de esas islas. En esa región, el derrumbe de la economía petrolera y del Puerto Libre ha creado desempleo y desesperación. Igual que lo han hecho muchos disidentes políticos, muchos venezolanos optan por emigrar a través de esas playas. Desafiar al mar para ser ilegal en Aruba parece mejor escenario que quedarse en un pueblo de Falcón viendo días tras día que no tienes comida para tu familia.
Las autoridades a cargo de cuidar todas esas costas conocen esas desesperación y comercian con ella, igual que el resto del Estado comercia con todas las necesidades de los venezolanos. Así como hay guardias cobrando por dejarte echar gasolina o por poder llevarle comida a un familiar preso, hay militares y policías cobrando por dejarte sacar un bote lleno de migrantes aunque no tenga las medidas de seguridad. No hay coyotes sin migrantes desesperados ni sin guardias de frontera que sean parte del negocio. Eso pasa en el norte de África, en el norte de México y en las fronteras venezolanas. Emigrar ilegalmente por mar incluye por tanto el riesgo de morir ahogado: lleva décadas pasando en el Mediterráneo con gente de muchas nacionalidades, y en el Caribe con cubanos, haitianos, dominicanos y ahora venezolanos.
¿Cómo se soluciona esto?
Mientras no se atiendan los factores que obligan a tantos venezolanos a intentar emigrar como sea, solo implementar protocolos de seguridad y respeto a los derechos humanos, por parte de las autoridades marítimas en los Estados involucrados, puede reducir la ocurrencia de estas tragedias. Para eso, todos estos Estados deben asumir la responsabilidad política de cumplir con su deber, y deben garantizar que los oficiales y efectivos militares y policiales tengan más razones para hacer su trabajo que para ganar dinero por dejar de hacerlo.
Explica Provea que cuando siete organismos de Naciones Unidas exigieron respuestas a los gobiernos de Venezuela, Trinidad y las Antillas holandesas sobre la desaparición de al menos 73 migrantes en tres botes, solo Holanda contestó para contar qué está haciendo al respecto. La presión internacional puede ayudar para que cambie la política hacia estos migrantes, pero sobre todo la presión de los ciudadanos de esos territorios. De nada servirá que la prensa en Estados Unidos o Europa hable del asunto, si esto no les importa a los venezolanos, los trinitarios o los curazoleños.