El lunes 16 de marzo de 2020 el Gobierno suspendió las clases presenciales en Venezuela. Hoy, según la Unesco, Venezuela es uno de los seis países del continente americano y de los treinta y tres en el mundo, con las escuelas totalmente cerradas. Y lo que sucede en vez de las clases, como supuesta acción educativa, ni de lejos reemplaza el aprendizaje en el aula.
El año escolar 2019-2020 culminó bajo las instrucciones del plan Cada Familia, Una Escuela del Ministerio de Educación (MPPE). Llamaron a los hogares a convertirse en escuelas, sin familias ni maestros capacitados, sin equipos pedagógicos ni tecnológicos para emprender una nueva modalidad de enseñanza-aprendizaje distinta a la presencial. Se inició una combinación improvisada de educación a distancia y de educación en casa que, en el mejor de los casos, acabó siendo “tareísmo”.
El plan ministerial se repitió con el nuevo año escolar, sin evaluar la experiencia pasada para ajustarla, considerando la realidad del país (64,8% de hogares pobres). “Veremos si en enero regresamos”, dijo Maduro en septiembre de 2020 a propósito de un retorno semipresencial a las escuelas. En enero de 2021, la posibilidad del retorno parcial a las escuelas se postergó para febrero. En febrero, para marzo y en marzo, para abril. Y ahora quién sabe hasta cuándo, con la variante brasileña del covid-19 propagándose en Venezuela.
La suspensión indefinida de las clases semipresenciales es una medida necesaria si consideramos que las comunidades educativas, además de exponerse al contagio, se exponen al deterioro del sistema de salud público y a los altos costos del sistema privado. Pero también es consecuencia del desacierto del mismo gobierno que desconfinó al país durante todo diciembre y toda la semana del carnaval.
Lo cierto es que, tras un año de coronavirus en Venezuela, las escuelas están como en marzo de 2020: sin saber el plan para el retorno y sus posibles ajustes.
La pandemia es uno entre miles de problemas
Hubo unos días en que las escuelas sí estuvieron abiertas. El 25 de octubre y el 15 de noviembre se abrieron para los simulacros de votación de las elecciones del 6 de diciembre, día en el cual las volvieron a abrir. Las tres jornadas contaron con protocolos de bioseguridad y fueron posibles tras una inversión de alrededor de sesenta millones de dólares para la compra de las 29.662 nuevas máquinas de votación.
Así que hubo millones para usar las escuelas en las elecciones, pero no para que los estudiantes logren sentarse en sus pupitres como debe ser, en algún momento del año escolar, y no que pierdan el tiempo en jornadas que poco contribuyen a la construcción de aprendizajes. Con esos recursos se hubieran podido comprar cincuenta mil tanques de agua con capacidad de diez mil litros, para que cincuenta mil escuelas tuvieran agua cuatro días por semana —de lunes a viernes y con consumo racionado para trescientos estudiantes.
Excepto por esos tres días, el gobierno ha insistido en mantener las escuelas cerradas, mientras que la mayoría de los países de América Latina avanzaron con retornos escalonados y progresivos en zonas urbanas y rurales y —cómo no—, con aciertos, fallas, replanteamientos, temores, esperanzas y la exigencia de construir más baños. Pero Venezuela no avanzó ni con el anuncio de una fecha posible. A fin de cuentas, con las escuelas cerradas se ahorran millones y problemas.
Para que maestros, niños y padres puedan llegar una que otra mañana, el gobierno debería resolver, entre tantas emergencias, que haya gasolina y gasoil para reactivar el sistema de transporte y que circulen billetes para poder pagarlo. Si abren las escuelas, el gobierno debería garantizar el servicio de agua para que por lo menos se cumpla la medida universal del lavado de manos, y también gestionar la compra y preparación de alimentos acordes con los requerimientos nutricionales del Programa de Alimentación Escolar, que ahora debería seguir en la modalidad de comida para llevar, pero no se hace. Los equipos de higiene, bioprotección y limpieza deben de estar disponibles. Y para que se dé el acto educativo más básico, urge que los maestros públicos tengan condiciones laborales dignas, esas que una vez más exigieron en la protesta del 15 de enero, Día del Maestro en Venezuela.
Las exigencias de los maestros tienen que cumplirse, incluso la entrega del bono humanitario para el sector educativo por parte de Guaidó. Aunque no salve a los maestros de la pobreza, es necesario.
Un 40 % de los maestros públicos renunció en 2019, para irse del país o dedicarse a otros oficios, según señaló la Federación Venezolana de Maestros. Y las deserciones seguirán si no mejoran las condiciones.
No es fácil y el Gobierno vuelve todo más difícil. Un ejemplo: en marzo, el MPPE anunció que, a través del Monedero del Sistema Patria, se pagarían los salarios de los docentes de los 831 centros educativos suscritos en el convenio entre el Ministerio y la Asociación Venezolana de Educación Católica (AVEC). Una decisión unilateral e ineficaz, pues no todos los maestros están registrados en dicho Sistema. Y de estarlo, no todos podrían acceder a la plataforma para transferir el pago desde el Monedero a sus cuentas bancarias y, de lograrlo, el pago tardaría entre uno a tres días hábiles para hacerse efectivo, si es si no hubiera retraso en la emisión del pago y si este alguna vez se hiciese efectivo.
Maduro al final revirtió la decisión ministerial y se establecieron nuevas condiciones en el convenio MPPE-AVEC. Por mencionar algunas: los maestros jubilados dejarán de percibir los beneficios de Ley y tendrán un máximo de horas de trabajo a la semana y los asesores pedagógicos y rectores no recibirán pago alguno, pues son cargos no contemplados en la estructura ministerial. Así se borraron de la pizarra 31 años de convenio y la vocación de muchos docentes que han seguido educando con un pago de menos cuatro dólares por mes.
Es demasiado lo que hay que resolver para que, en abril o en cualquier mes de este año, las 24.411 instituciones educativas públicas, que son el 83 % de los centros educativos en Venezuela, puedan recibir a sus 6.442.297 estudiantes. Y, luego, para que las 5.001 instituciones privadas puedan recibir a sus 1.222.572. En ese orden: primero las públicas y luego las privadas, porque si las públicas no abren, las privadas tampoco pueden hacerlo, para evitar el aumento de la brecha educativa en este país. La solución para el problema ha sido establecer políticas que entorpecen el desarrollo de los centros privados sin mejorar los públicos.
El año que arrasó con la rutina educativa
Hace unas semanas, el diputado Juan Díaz fue noticia en materia de educación, tras anunciar que “la juventud que ha salido de Venezuela por alguna razón y que ha volvido…” Un error menor, si se presta atención a lo que justo antes había informado con orgullo: “más de 1.700.000 jóvenes están recibiendo clases online gracias a los mecanismos tecnológicos que la revolución bolivariana, en veinte años, ha construido”. En realidad, son muy pocos. Al menos, 4.742.297 estudiantes de las instituciones oficiales faltan en esa cuenta y también muchísimas mini laptops Canaiminitas. Para el 2018, apenas se habían entregado a los estudiantes 978.310.
La Asociación Nacional de Instituciones Educativas Privadas (Andiep) ha planteado descentralizar la medida ministerial para lograr un retorno semipresencial, escalonado y progresivo, que permita decidir a cada escuela su reapertura según el comportamiento del virus en su contexto y los posibles protocolos sanitarios. Esta propuesta contempla, además, articular el proceso con la información epidemiológica oficial y con los entes públicos regionales y vecinales.
Por su parte, la Red de Madres, Padres y Representantes ha diseñado un protocolo base para la reapertura segura de las escuelas y charlas con información epidemiológica y pediátrica actualizada, así como recomendaciones para que, desde ya, los esfuerzos de las comunidades educativas sean eficientes. No menos relevante ha sido la idea para adaptar el modelo burbuja español, de la U.E. Mariano Picón Salas en Nueva Esparta, como una experiencia probada y replicable en escuelas pequeñas y en los estados con incidencia baja en la propagación del virus.
Pero se fue el año y en muchos hogares ya se ha perdido la rutina educativa, o nunca pudo lograrse. Además, el preescolar, la educación especial y las comunidades indígenas requieren la atención personalizada que solo es posible con la observación constante del maestro. Y en nuestras regiones más distantes y aisladas, educar solo es posible en el pupitre.
Es preciso recordar que Venezuela es un país con el 79,3 % de pobreza extrema cuyas escuelas, pese a todas sus fallas infraestructurales, siguen siendo espacios de protección, que garantizan el derecho humano y constitucional a la educación, y contribuyen a mejorar la condición básica para erradicar la pobreza.
Las medidas sanitarias tampoco responden a la realidad epidemiológica: «Si estamos todos vacunados, sí podemos regresar (a las clases presenciales)”, dijo Maduro a principios de marzo, contemplando el regreso para abril. Pero “todos” somos veintiocho millones de habitantes y, por ahora, se sabe que solo cien mil maestros serían vacunados. Lo cierto es que sin un plan de inmunización nacional —no se sabe cuántos vacunados van, ni cuántos serán, ni para cuándo lo estarán— no abrirán las escuelas.
Mientras tanto, la catástrofe educativa se propaga: treinta semanas sin clases presenciales equivalen a la pérdida de todo el año escolar. Llevamos 39: dieciséis del año pasado y veintitrés del año en curso.