Son las 7 de la noche de un martes cualquiera y reviso uno de los incontables grupos en Facebook para residentes de Tel Aviv. Aunque no suelo andar de mirona, analizando cada detalle de los perfiles de usuarios, me gusta enterarme de lo que sucede en mi nueva ciudad. Estoy pendiente de la agenda de conciertos, exposiciones o cualquier otro evento cultural, y las redes sociales suelen ser el canal más rápido para informarse.
Sin embargo, este martes una foto que vi publicada en uno de esos grupos en Internet me puso a reflexionar. Se trata de una imagen de la costa de Tel Aviv junto al conjunto de edificios que la rodean y con un atardecer detrás. Allí, muchas personas al año van con sus cámaras o celulares, retratan el lugar y comparten el contenido después. Me pregunté cuántas veces había visto una imagen así. La multiplicación de atardeceres en Facebook se debía quizás a que los residentes compartimos una idea muy específica de la ciudad: es un sitio para ser feliz. Ir a la playa. Disfrutar. Incluso creo que a algunos habitantes de Tel Aviv no nos interesa tanto los hechos concretos —las estadísticas, las noticias, etc— y preferimos la generalidades.
Voy a explicarlo lo mejor que puedo: decir que algo es feo nos hace sentir feos.
Pero me niego a darle un like a la foto. Prefiero cerrar los ojos para recordar lo bueno, lo malo y lo ameno de esta ciudad.
La división de una ciudad (norte-sur, este-oeste) que tanto nos suena a los latinoamericanos aquí es también digna de estudio. A mí, como a tantos inmigrantes, me toca salir de mi zona en el sur, La Guardia, para ir hasta el norte a trabajar. En efecto, mi barrio es diferente a los del norte, y no dejan de asombrarme sus matices. Vivo cerca de la estación de tren de Hagana y del Terminal Central de Autobuses de Tel Aviv; los acentos, las vestimentas y las nacionalidades —porque aquí vivimos personas de África, Asia o América Latina— me hacen sentir que soy parte de un conjunto, el de los inmigrantes en Israel, pero al mismo tiempo alguien foráneo: un punto minúsculo entre miles de sabores culinarios.
Un ejemplo claro de esta particularidad de la ciudad es la creciente presencia de ciudadanos de Etiopía —más de 140 mil según la prensa— y de la India que viven en los alrededores del tren. Los miembros de estas comunidades celebran las fiestas nacionales de sus países de origen reunidos en sus casas o en locales públicos que reservan para la ocasión. Viven de negocios de comida, ropa o peluquería ubicados en el área comercial que rodea a la estación, lo cual le da una enorme vitalidad al lugar, en el cual deambulan también por las tardes y noches personas sin techo a la espera de que algún nativo o turista que vaya a la estación les ayude con algunos shekels.
En los últimos años, también se ha visto en Tel Aviv cómo ciertas zonas que antes estaban en condiciones de abandono han sido convertidas en barrios que antes llamaríamos bohemios y hoy llamamos hipsters. Este fenómeno es más propio de una urbe cosmopolita que se ha consolidado con los años como el motor económico del país, en contraposición con ciudades como Jerusalén, que permanece como el principal símbolo religioso. Florentin, un vecindario en dirección a la costa, a 15 minutos a pie de la Estación Central de Autobuses, a partir de los noventa se terminó de revalorizar cuando diferentes artistas se mudaron para allá y transformaron esta zona pobre y deteriorada en el centro de la movida cultural con galerías, conciertos y moda. Este cambio ha hecho que en esos lugares los jóvenes israelíes nativos compartan habitaciones con inmigrantes o se crucen cada día con nosotros, incluso con los sin techo, rumbo a la estación central. Parece un océano inmenso, con muchos peces que a veces nadan en grupo y a veces solos, y que se mueven rápidamente por el agua.
Pienso en todo esto mientras regreso de otra jornada laboral en un complejo de oficinas, viendo cómo cambia el paisaje cuando entro en el sur, deseosa de llegar a casa para preparar mi comida, a la que aún me aferro, como tantos otros se aferran a las suyas.
En esta época del año, Tel Aviv te enseña que quizás debas llevar el paraguas al salir de casa hoy, porque no sabes si el aguacero durará, si ponerte sandalias o zapatos cerrados, si llevar también el suéter que usas en la oficina. El cielo por estos días puede amanecer nublado y gris, con apenas un rayo de sol que se asoma entre las nubes con timidez. Pero unos minutos más tarde, ese mismo rayo logra salir y se impone con mucha fuerza, como indicando que todavía no dará paso al invierno. Y en los últimos años, el clima ha demostrado que puede ensañarse con nosotros incluso con granizo, algo que suena muy improbable en un país del Medio Oriente.
Tel Aviv también te enseña rápidamente a desconfiar de la tecnología, a entender que esta todavía no puede saberlo todo, pues no puede mostrarte un pronóstico del tiempo totalmente acertado o el minuto exacto en que un autobús pasará por la parada o te dejará varado, esperando por él, tanto en una hora pico como en un día feriado, el peor de todos los casos.
En el sur, el Shabbat se vive muy distinto que en otras áreas de la ciudad. De hecho, la mejor zona para disfrutar del día sagrado —que suele empezar el viernes en la tarde y terminar el sábado en la noche dependiendo de la estación del año— está al norte, en el puerto, donde los comercios están abiertos, lo cual ha hecho que la ciudad adopte un cliché como lema, “la ciudad que nunca duerme”, aunque desde el viernes en la noche hasta la salida del Shabbat se nota considerablemente la disminución de las actividades comerciales con respecto al resto de la semana.
Este puerto consiste en un paseo de madera de aproximadamente veinte mil metros cuadrados con tiendas de ropa, restaurantes, una ciclovía y lugares para practicar yoga y pesca. En un día cualquiera de la semana, quienes disfrutan de esta última actividad forman una hilera de personas silenciosas que miran al mar. Marcan el contraste con el flujo constante de peatones que pasan a su lado trotando, hablando por teléfono o con sus mascotas. Pero de viernes a sábado la situación cambia porque la gente menos religiosa, la que le ha dado esa fama de liberalidad a la ciudad, no va precisamente de pesca sino a los cafés, busca un poco de ruido, un oasis para el consumismo en el que no se sienta esa sensación de pausa que se apodera no solo de otras partes de Tel Aviv sino de todo el país.
Tel Aviv para mucha gente seguirá siendo la ciudad cosmopolita del Medio Oriente, la única que celebra el “día del orgullo gay” a lo grande en esta región y la del disfrute en la playa durante el verano. Para mí, es un sitio que me da alegría por las cosas que descubro, como alguna librería en español, y que me causa extrañeza porque he tenido que mejorar un idioma, el inglés, y aprender otro, el hebreo.
Trato de registrar lo que puedo, con los sentidos y la palabra, pero también con la tecnología. Con esa herramienta busco datos, testimonios y lugares que visitar, algunos por su historia y otros por atractivo visual.
Es que después todo, admito, esta ciudad bien puede valer una foto en Facebook. O mejor aún, en Instagram.