Ayer voté por segunda vez en España. El centro estaba casi tan lleno como la primera vez, a pesar de que la gente estaba muy en desacuerdo con haber tenido que ir a elecciones de nuevo porque los partidos que participaron en las elecciones pasadas, en la que también ganó el PSOE, no llegaron a acuerdos para formar un gobierno con mayoría en el parlamento, como lo exige la constitución.
Que allí pasaba algo “normal”, me lo repitieron las apoderadas del PSOE y de VOX. Pero qué dice esta palabra en España, en este contexto.
No se referían a que todo transcurriera en paz, sin malandros presionando a nadie para votar por un régimen autocrático, ni gente arrastrada a los centros de votación mediante chantajes con cajas de CLAP o pensiones de vejez. Tampoco a que el material y los miembros las mesas hubieran llegado a tiempo, estuvieran en el centro apoderados (así llaman a los testigos) de todos los partidos y la votación hubiera empezado a la hora. Ni a que no se hubieran producido conflictos ni contratiempos mayores.
Repetir votaciones a cada rato tampoco es que sea muy normal. Ni lo que pasa en Cataluña. Ni muchas otras cosas en este país. Sin embargo, en mi centro no faltaba la emoción, ni el entusiasmo, ni el buen humor, ni la armonía. Si acaso algunos se mostraban “cabreados” por tener que votar de nuevo y esperaban que dentro de seis meses no tuvieran que hacerlo de nuevo. Los mayores sobre todo. Pero allí estaban: serios, responsables, comprometidos con la tarea que les exigía la democracia que tanto le ha costado a España. Y casi me atrevería a decir que si tuvieran que hacerlo otra vez en seis meses, cabreados y todo, lo harían.
Porque la situación es complicada. Avanza una derecha de miedo; el principal partido de centro se ha desdibujado y casi desaparece; el PSOE y el PP —los partidos tradicionales— han visto afectada su credibilidad por escándalos de corrupción, el narcisismo de sus líderes y politiquería; los nuevos partidos de izquierda son a veces demasiados hippies o críticos con las instituciones y la economía de mercado, o se parecen demasiado a la espantosa izquierda latinoamericana que ha hundido aquel continente en el desastre. Y de los separatistas y nacionalistas locales, ni hablar. Eso con una economía que crece pero se desacelera y una movilidad social bastante deficiente.
En la política española está bien representado el mundo de hoy, el panorama político al que ha dado lugar la globalización y el supuesto fin de la historia tras la caída del muro de Berlín.
Pero ayer yo voté como me correspondía, y me emocioné como seguramente cualquier venezolano que puede votar después de lo que nos ha pasado en nuestro país de origen. Quizás por eso quise escribir sobre ello, fotografiar y reseñar lo que vi ayer en ese centro. Así que le pregunté a la apoderada del PSOE, que estaba muy cerca de mi mesa, con su tarjeta de identificación colgando del cuello, si podía tomar unas fotos del lugar para ilustrar algo que iba a escribir para una publicación venezolana. Y hasta si podía montarme en un pupitre para tomar la foto desde lo alto.
“Pues claro. Hombre, que nadie te va a decir nada. Procura que no salgan niños solamente”. Porque el centro estaba lleno de niños también, los domingos la gente luego se va de paseo. Y creo que lo único que le pareció raro a la mujer es que yo le hiciera la pregunta. ¿Por qué no podría tomar fotos? Pero me sintió el acento. Y me preguntó de dónde era, y comenzó a conversar conmigo.
Le comenté que me llamaba la atención ver que uno elige la opción por la que votará delante de todo el mundo. Las papeletas de votación en España están sobre unos mesones enormes en las entradas de los centros electorales y la gente se las sirve como si fuera un bufé frío, aunque la opción de votar en secreto existe. Hay también una especie de vestidores con cortinas como de ducha, y adentro están los exhibidores con las mismas papeletas de votación, en un parapeto vertical en el que también están los sobres para introducirlas. Pero ni en las elecciones pasadas ni en esta he visto a nadie usar esas casetas para esconder su voto. Entran allí nada más que para apoyarse en el pequeño mostrador para marcar sus opciones y ni se toman el trabajo de cerrar las cortinas.
Cuando le comenté esto apareció la palabra por primera vez: “Sí, claro, normal”. Y la repitió de nuevo enseguida: “Y afuera estamos todos juntos, de todos los partidos, y conversamos entre nosotros, ¿habrás visto, no? Pues lo normal”.
Ya antes otras dos cosas normales me habían llamado la atención: el montón de abrigos, bolsos y envases plásticos con el desayuno de los miembros de mesa, apilados en el quicio de un ventanal delante del que pasaba todo el mundo, y los policías en el vestíbulo del centro conversando relajados, que ni nos miraban cuando entrábamos.
Me puse a pensar en esa normalidad que he oído declarar muchas veces en España. La misma a la que se refirió la representante de VOX cuando le pedí al grupo de apoderados de los partidos tomarles una foto juntos, en el pasillo donde está el bufé de las papeletas. Claro que todos me dijeron que sí, enseguida, y se acomodaron fraternos y encantados de la vida. Y a nadie le pareció raro ni chocante tampoco que yo venezolana, con acento intacto, estuviera allí votando como española que soy, ni me preguntaron nada.
Creo que ese “normal” tan madrileño expresa cierta ironía. Indica algo así como que lo que creías o hacías en el pasado —porque eras atrasado o prejuicioso o pacato— has dejado de creerlo o hacerlo ya. Y dice la normalidad de las dos cosas: de que antes creyeras y sintieras una cosa y de que ya no sea así. Además es Almodóvar total, esa es mi teoría.
Lo normal en España —al menos en la que veo en Madrid—, es que tengamos creencias y gustos distintos, pulsiones extrañas, gustos perversos, rarezas, desviaciones, caídas, desafueros y furias.
Como todo el mundo. Lo normal es que seamos como son los seres humanos y que nos demos cuenta de ello (o que no).
Lo ilustra esto: estoy un día en una gran tienda china de esas que venden lo que sea. Entra una pareja muy mayor tomada del brazo y el señor señala el mostrador de la entrada, donde se exhibe una gran bandera con un arcoíris. A todo gañote, le dice a la que imagino es su mujer: “Soledad, mira qué bonito, los chinos tienen la bandera de los maricones”. Y lo dice con sinceridad. A lo que Soledad le contesta igual de sincera: “Hombre, Antonio, pues lo normal”.
Ayer la única que no se sentía muy normal era yo. Cuando la representante de VOX, amabilísima, me preguntó de dónde venía y le dije que de Venezuela, se condolió de mi situación y me deseó que sacáramos pronto a ese tirano de allí y que mejoraran las cosas. Lo normal, pues, a lo que asintieron todos, hasta los de Podemos y Más País, preocupados. Lo que yo respondí, casi molesta, no lo era tanto: “Pero no soy de derecha, sabe, ni chavista”.