Ha pasado mes y medio desde que un grupo de estudiantes saltó los torniquetes del metro de Santiago, protestando contra un alza de 30 pesos en el pasaje, sí, pero también por los sueldos bajos y la vida cara, las pensiones insuficientes, los horarios extenuantes y por no sentirse escuchados. Quien diga que ese día imaginó todo lo que venía después, miente.
¿Cómo empezó?
El viernes 18 de octubre, las protestas pequeñas y la evasión del pasaje de metro —que tenían varios días ocurriendo— se volvieron masivas. Las evasiones y protestas en las estaciones terminaron, en muchos casos, en represión, enfrentamientos con la policía —el cuerpo de policía militarizada Carabineros destinó cerca del 90 % de su dotación para proteger las estaciones— y destrozos que obligaron a cerrar al metro por dos días. Sin el metro, que transporta a 2,8 millones de personas al día, Santiago de Chile colapsó.
Durante la noche se registraron los primeros saqueos e incendios, como el de la Torre ENEL, la empresa de distribución eléctrica. Una decena de estaciones del metro sufrieron destrozos, y en las redes sociales se publicó una foto del presidente Sebastián Piñera celebrando un cumpleaños en uno de los restaurantes más exclusivos de la ciudad, lo que indignó aún más a la población movilizada.
En la madrugada del domingo se instauró toque de queda en dos provincias del país, que con el paso de los días fue ampliándose hasta abarcar gran parte del territorio nacional. En una población todavía marcada por las secuelas de la dictadura, el simbolismo de la medida era fuerte: era la primera vez que se activaba un toque de queda por desorden civil desde el régimen de Pinochet. La ciudad se mantuvo así —días que empezaban en protestas y terminaban en toque de queda— hasta el sábado 26 de octubre, cuando la medida se levantó en todo el país.
El viernes 25 se marcó otro hito: la marcha del millón de personas. Como con el toque de queda, tampoco se registraba algo así desde las protestas contra la dictadura de Pinochet. Paralelo a las protestas pacíficas y multitudinarias, continuaban los enfrentamientos y alteraciones del orden. Para ese viernes se registraban 20 muertos (11 de ellas en contextos de saqueos), y, según cifras del Instituto Nacional de Derechos Humanos, 582 heridos y 2.840 detenidos. Para el último conteo, el del 25 de noviembre, la cifra de muertos era de 24 (según la Fiscalía), la de personas visitadas en comisarías 7.259 y la de heridos en hospitales 2.808. Entre los lesionados, 232 tenían heridas oculares, y dos personas, Gustavo Gatica y Fabiola Campillay, quedaron totalmente ciegas.
Sobre el uso indiscriminado de la fuerza hablaron Amnistía Internacional y Human Rights Watch. Amnistía aseguró que se usó “armamento militar para controlar la protesta”, y “de forma indiscriminada”, lo que provocó cinco de las muertes. José Miguel Vivanco, director para las Américas de HRW, dijo que la organización tiene evidencia de uso excesivo de fuerza, como palizas y abusos sexuales, y que una reforma policial es urgente.
Aunque todavía no hay cifras totales sobre el impacto de los saqueos en la economía, se sabe que las pérdidas superan los 300 millones de dólares. Solo en Walmart Chile hay 5 mil puestos de trabajo en riesgo: 35 locales fueron quemados; 18 completamente destruidos y 97 supermercados cerrados. Una de las industrias más afectadas ha sido la del turismo, que proyecta 37 mil desempleados y 938 millones de dólares en pérdidas.
La actividad económica en octubre cayó un 3,4 %, la mayor caída desde julio de 2009, y la estimación de crecimiento para 2019, que en agosto estaba en 2,8 %, bajó a un rango entre 1 y 1,5 %. El gobierno lanzó este 2 de diciembre un plan de reactivación económica de 5.500 millones de dólares, que se divide en un mayor gasto público para 2020 (3.025 millones), apoyos a las pequeñas y medianas empresas (1.950 millones) y otras iniciativas (525 millones).
¿Qué han logrado las protestas?
Una de las principales fortalezas de las manifestaciones es, a su vez, una de sus principales debilidades. No hay una figura al frente, política o social, y eso hace que las demandas, de por sí variadas, se vuelvan difusas. Eso sí, han logrado que el Gobierno ceda en algunos temas, como no aumentar el pasaje de metro o hacer cambios en el Gabinete.
Pero lo más importante, a la vista de todos, es el acuerdo para una nueva Constitución. En abril se hará un referéndum para ver si la gente quiere, en efecto, decirle adiós a la Constitución de 1980, promulgada durante la dictadura militar de Pinochet. Allí se decidirá también el mecanismo para cambiarla: si una convención mixta, con un 50 % de delegados escogidos para eso y un 50 % de parlamentarios, o una convención constitucional, con miembros nuevos, paralela al Congreso.
A pesar de lo que las palabras Asamblea Constituyente o democracia participativa y protagónica pueden evocar en la memoria colectiva venezolana, la realidad aquí es diametralmente distinta: el Partido Comunista, argumentando una invitación tardía, salió de las negociaciones, se negó a firmar el documento y dijo que no apoyaba el acuerdo. En sus últimas declaraciones, el presidente del partido aseguró que sí participarán en el plebiscito de abril, pero con reservas.
Por otra parte, el “Acuerdo por la paz y la nueva Constitución», hecho entre el gobierno y la oposición, es visto con buenos ojos: según la encuesta Cadem, el 67 % de la gente lo apoya. Y el 82 % dice sí a una nueva Constitución. ¿Cuáles son las demandas ciudadanas que buscan resolver? Reducir el costo de la vida, conseguir educación gratuita —quizá el tema más conocido de la política chilena—, mejorar el sistema de salud pública, cambiar el sistema de pensiones y un cambio en la legislación sobre el agua. Otro legado de la dictadura: la mayoría del agua en Chile está en manos de privados, quienes tienen los derechos de aprovechamiento ilimitados y a perpetuidad y la responsabilidad de asignarla. Algo especialmente grave en un país que vive la peor sequía de su historia.
Los problemas son muchos y son estructurales. Entre algunos sectores se vive un escepticismo sobre los alcances de un nuevo texto constitucional, aun cuando nazca de un pacto social. La Constitución actual ha vivido 40 reformas, pero sigue siendo insuficiente para una ciudadanía que se siente víctima de un sistema económico que no proporcionaba servicios básicos y que viene esperando esto, al menos, desde el gobierno pasado. Era un tema vigente que fue parte de las promesas electorales de un par de candidatos en las elecciones presidenciales de 2017. Aunque una nueva Constitución no soluciona el problema de raíz, sí flexibiliza las legislaciones que impiden resolver, de fondo, las demandas sociales.
Otra victoria del movimiento social fue la salida de Andrés Chadwick, que era el ministro de Interior y Seguridad Pública y a quien responsabilizan por las muertes y excesos en la represión de estos días. En su contra está corriendo una Acusación Constitucional, que podría terminar inhabilitándolo para cargos públicos por cinco años.
Además, a finales de noviembre se ingresó a la Cámara de Diputados una ley que debe ser discutida en máximo seis días, que permitirá en tramos incrementar las pensiones de más de 1,5 millones de personas, y la Cámara de Diputados aprobó por unanimidad —150 votos a favor—, rebajar los sueldos de parlamentarios y cargos de elección popular.
En medio de la inestabilidad del país, el dólar subió a niveles históricos; desde el inicio de las protestas el aumento fue del 16.7 %. Como respuesta, el Banco Central anunció una intervención de 20.000 millones de dólares en el mercado cambiario.
¿Qué está haciendo Piñera?
Para la magnitud de la crisis, las apariciones del Presidente han sido más bien escasas. La más recordada es la del 21 de octubre, cuando dijo que “estamos en guerra contra un enemigo poderoso, que está dispuesto a usar la violencia sin ningún límite”. Así, la consigna “No estamos en guerra” se convirtió en una de las frases más importantes del movimiento social.
En su alocución de nueve días después, desde el Palacio de La Moneda, anunció otro duro golpe a la economía del país: ni el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC) ni la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP25) se celebrarán en Chile.
Su postura es clara: respalda la actuación de Carabineros —incluso anunció que saldrían más funcionarios a la calle—, y quiere que el Congreso apruebe rápido cuatro proyectos de la agenda de seguridad para detener la violencia: la ley antiencapuchados, la ley antisaqueo, la ley antibarricadas y el resguardo de infraestructura crítica por parte de efectivos de las Fuerzas Armadas.
Su aprobación ha bajado rápidamente desde el inicio de la crisis, hasta llegar a un 10 %, la más baja que ha registrado en sus dos períodos. Aunque ha descartado en varias ocasiones renunciar al mandato, sin un cambio en sus políticas y en su manejo de la situación, solo seguirá perdiendo apoyo ciudadano —ya perdió, incluso, parte de su base electoral. La realidad es que la crisis ha superado a cualquier actor político, y hay consenso general en que una posible acusación constitucional que lo separe de su cargo solo traería más caos al país. El foco transversal es solucionar el conflicto.
Dos temas podrían salvar a Piñera de llegar a una aprobación de un dígito —o de una improbable salida anticipada del cargo: orden público y respeto a los derechos humanos. Y, casi igual de importante, un mejor manejo comunicacional para él y su equipo, que cada día indigna más a la gente con una declaración distinta.
Y, ¿cómo quedamos los migrantes?
“Sopaipilla, la arepa está contigo”, “basta de luchar con ellos, rut para todos los venezolanos que aportan en Chile”, “la inmigración es parte del problema”. Todos son graffitis o pancartas que han aparecido en Santiago en los últimos días. Aunque no se han registrado casos de saqueos o ataques por xenofobia, sí hay venezolanos que perdieron sus emprendimientos durante el último mes.
Lo que abunda son noticias falsas que vinculan a venezolanos o cubanos con los saqueos e incendios, aun cuando el mismo fiscal regional aseguró que no hay pruebas de eso. “La población migrante se siente representada por las demandas, lo que muestra que al final estaban siendo usados como un chivo expiatorio frente a una necesidad mucho mayor, la de justicia e igualdad”, dice José Tomás Vicuña, el director del Servicio Jesuita de Migrantes. “Que sean culpables no se ha corroborado, y decir algo así es muy irresponsable”.
La única deportación probada fue la de nueve venezolanos, que, según el Intendente de la región de O’Higgins, Juan Manuel Masferre, “se encontraban de forma clandestina en Chile o bien irregular, por ejemplo, con su visa vencida, y protagonizaron delitos, incluso en las últimas manifestaciones registradas”.
Chile ha sido uno de los principales receptores de la población venezolana, con 288.233 personas al comienzo de 2019. “Los venezolanos tenemos mucho que agradecerle a Chile, y rechazamos a todos aquellos adeptos de Maduro que buscan desestabilizar la democracia chilena”, dijo Guarequena Gutiérrez, la embajadora designada por Juan Guaidó, cuando empezaron a viralizarse las noticias falsas.