A lo largo de un estrecho sendero montañoso, aparecemos nosotros: sombras cuesta abajo después del atardecer. Estamos en Tiflis, capital de Georgia, un martes al final del verano 2020.
Regresamos del campo. Ni siquiera tuve tiempo para descansar de un largo viaje.
Unos amigos rusos me llevaron al parque Mtasminda (el Ávila de Tiflis), a un picnic. Escuchamos música, conversamos, brindamos por nuestro encuentro, por Georgia, por los buenos momentos que vendrán, fumamos algo muy fuerte, y descendimos de la montaña a oscuras, con el fondo hiperluminoso de la ciudad que crece sin medida.
Acababa de llegar de la región de Guria, una zona subtropical georgiana bañada por el Mar Negro y famosa por sus intelectuales, su lujosa producción de té, sus elegantes vinos exóticos, sus cantos polifónicos, sus junglas, sus ríos rápidos, sus montes llenos de aires y aguas curativas, su población llena de sentido del humor, relajada y trabajadora.
Dediqué mi verano a trabajar en Guria en el campo sin ganar dinero. Solo por comida, alojamiento, buenas amistades y nuevas lecciones. He sido adoptado. Cuando me preguntan de donde soy, con mi acento choreto respondo: “Soy cien por ciento de Guria”.
A veces me pregunto porqué nunca tuve una experiencia similar en los llanos venezolanos. Tres meses entre ganado y coplas llaneras, para luego decir con una mezcla de orgullo y picardía: soy llanero de pura cepa.
El guamachito florece y la soga se revienta… “Caballo viejo” resuena bajo un cielo subtropical, atravesado a medias por el pico de las montañas, frente a un viñedo, lejos de una luna llena enorme, de los demás planetas y estrellas. La música, como todas las artes, es una cuestión mental. Lo es también nuestra visión del mundo: estamos atrapados en nuestras ideas.
No soy un sentimental: no extraño Venezuela, no extraño Caracas, adoro poder cambiar de país, de ciudad, de ambiente cultural.
Mis dieciocho años en Venezuela fueron formativos, divertidos, amargos, dolorosos, desesperantes.
Tampoco soy un migrante en Georgia, estoy lejos de las penurias, de los infernales testimonios que leo. Estoy consciente de mi disonancia, de mi exceso de libertades. Esta burbuja no es muy distinta de la burbuja en la que vivía en Venezuela. En la peor de las hipótesis la he amplificado. Pero en Guria el recuerdo de Venezuela se me tornó potente.
II
Vivo en Tiflis desde hace casi dos años. En diciembre de 2019 concluí mi insípido trabajo para una ONG local, me lancé de inmediato a pasar mes y medio de aventura en Irán, regresé en febrero y, a pesar de la pandemia, en esta ciudad no lo he llevado nada mal. Vivo entre irresponsables borracheras clandestinas, maratones de lectura y largos paseos por una ciudad silente que florece con potencia en primavera.
Antes de mudarme vivía en la periferia, en una zona popular, gris, postsoviética. Imaginen llegar a una nueva ciudad, pasada la media noche, en invierno, y saber que el hogar será un apartamento en un edificio parecido a una Misión Vivienda en construcción. Recientemente me mudé a una zona más central. Vivo alquilado, sin contrato, de buena manera. Los compañeros de piso van y vienen: mi casa es un mixto de hostal y centro social. Está a pocos pasos de una avenida principal, entre los distritos históricos de Vake y Vera.
Georgia conoce la luz de una mutilada estabilidad política y social solo a partir del 2004. Después de la masacre del 9 de abril de 1989, estos (y los demás distritos) se convertirían en zonas controladas por las mafias locales. En Tiflis hubo toque de queda, metralleta y mortero. La guerra civil y el parlamento en llamas. Faltó agua, la luz, hubo largas colas para el pan y solo la universidad no se doblegó. La situación era análoga en otras regiones: peor y más dramática en Abkhazia y Osetia.
Hay reminiscencias del caos tropical venezolano, pero son gigantes las diferencias.
En Georgia se concluía un proceso de independencia y unidad varias veces fallido en el curso de los siglos. Independencia de la injerencia persiana, de la otomana, del engaño y conquista del imperio zarista a finales de siglo XIX y de la extorsión del soviético a inicios de siglo XX.
No era una lucha contra un sistema económico y político, el socialismo no era la causa principal de los malestares. Al colapsar el imperio colapsaron los servicios, la moneda, los empleos. Pero el conflicto era entre la prepotente injerencia soviética y rusa y el nacionalismo georgiano. Rusia se había convertido en el curso de dos siglos en la nueva espina de la rica historia de Georgia, un bastión de frontera entre Europa y el Medio Oriente, una encrucijada privilegiada de la ruta de la seda, la primera nación cristiana, la última gran realidad pagana, la madre patria del vino.
Dos particulares conquistan mis ojos: las calles y los balcones están cubiertos de vid, hay hasta túneles de vid, y las calles están repletas de sillas. Tiflis es una ciudad de sillas, dondequiera que haya un punto soleado o un muro umbroso habrá sillas donde reposar. Es de admirar la lentitud con que transcurre la vida en una ciudad que aparenta trabajar sin parar, con un ritmo frenético, pero adora sentarse.
Sin humus cultural no hay progreso posible, sin vino no hay pueblos felices y audaces.
III
Desde Tiflis, la globalización y Europa se perciben como plataforma de lanzamiento para promover la visión georgiana del mundo. Y desde el punto de vista de Tiflis, eso tiene que ver con una muy sofisticada escena musical.
El verbo clave de esta nueva trayectoria reposa en dos principios: tolerancia e intercambio. Disfrutar de lo que la vida ofrece en sus distintas formas y propuestas. Los placeres son innumerables, y no muy diversos a otros que encontramos en otros sitios del mundo, pero hablados, escritos, gesticulados en georgiano, un idioma onírico lleno de poesía.
En Tiflis la noche es un remolino: te succiona la escenografía que no muestra nada en las fachadas de sus paredes rajadas. Aquí toda la diversión nocturna es underground. Un fluir de pasos no secuenciales hacia las vísperas de la mañana o el completo surgir del sol. Una síntesis hipnótica: o terminas bailando como un pájaro o terminas durmiendo en un sofá en alguna discoteca o bar. Una experiencia comunitaria: nadie es juzgado y todo se reduce a diversión en sus términos más puros. Liberar demonios junto a los drogadictos, los amigos borrachos, las chicas atrevidas, los fastidiosos machos caucásicos, los queer, homosexuales, ausentes, los que son como tú, los que no…
Una interrogante me hago sin cesar desde que me mudé al Cáucaso: ¿Por qué estoy tan dispuesto a experimentar situaciones que ni loco habría hecho en Venezuela?
He vivido en un edificio en construcción, he ido de vacaciones a zonas de conflicto, he regresado en autobús y tren desde Ormuz hasta Tiflis, me he coleado en el mausoleo del General Suleimani, siento unas incorregibles ganas de planificar —en mi próximo viaje a Irán— una toccata et fuga a Afganistán, quiero visitar a un querido amigo en Bagdad cuando la pandemia termine, ir en carritos por puesto por largas y peligrosas horas hasta Armenia para ver a una novia, viajar a un lugar remoto de Georgia para pasar día y medio en un picnic, regresar a Europa en autobús siguiendo las rutas balcánicas…
¿Es una búsqueda estética? ¿Arrogancia? ¿Una gran confusión?
La realidad que observaba y percibía en Venezuela estaba lejos de los discursos, de las memorias, de la narrativa risueña que mis padres y mis abuelos me contaban sobre el país, sobre su gente y sus tradiciones. La realidad era más fuerte que cualquier memoria, discurso o idea. El país se desmoronaba, incubaba un malestar latente desde el sistema de castas coloniales hasta las gigantescas e irreparables fracturas socioeconómicas del siglo XX.
Venezuela hasta el día de hoy no logra autenticidad más allá de la arepa y las caraotas, la naturaleza, las telenovelas, un puñado de maravillosos y etéreos escritores y artistas. Es un país volcado a emular modelos capitalistas, ideologías y comportamientos foráneos sin tener consciencia de las realidades sobre la que estos versan, camuflando la imitación como integración y progreso.
Es un país que pasó ciento cincuenta años en una guerra civil tras el experimento de independencia de los blancos criollos frustrados por la corona española, veintisiete de dictadura gomecista y latifundio petrolero, otro tanto de transición militar, cuarenta años de una democracia frágil, veinte de horrorosa cleptocracia adornada de obsoletos eslóganes. Ha pasado gran parte de su historia luchando por el control de unos pocos feudos para hacerse de una rápida riqueza y un efímero poder, que dejan como legado ningún bienestar y gran cantidad de victimismo y resentimiento.
En Georgia hay una sociedad cuyas raíces son tradiciones agrícolas y enológicas, se hace un esfuerzo enorme para conservar valores del pasado, integrarlo a las novedades, y hay esas aspiraciones a la solidaridad, a la apertura, a la hospitalidad, a la seguridad, a la tranquilidad que escuché que había en la Venezuela del pasado.
No podemos vencer la realidad, pero podríamos hacerla más gustosa si tomáramos consciencia de las riquezas culturales que hemos recibido de tiempos mejores: transformar sin perturbar la armonía.
En Tiflis reside una ecléctica y secular diáspora: hebreos, asirios, persas, árabes, turcos, yazidíes, ucranios ortodoxos, rusos ortodoxos, protestantes anglicanos, griegos, un puñado de europeos, gentes de Asia central, armenios.
Venezuela vive su primer gran éxodo, pero su íntima tragedia colectiva no puede ni debe reducirse a la violencia del chavismo.
El éxodo venezolano hay que verlo desde la oficina de visado de Kerman junto a los prófugos afganos, desde el barrio armenio de Ablavari, desde los vecindarios judíos de Isfahan, en las casas de los refugiados chechenos en Pankisi, desde las ciudades georgianas en Feyrduyan, desde infinitas, horripilantes, e inhumanas colas fronterizas de migrantes de media Babel en Astara, desde los hostales baratos repletos de imigrantes ilegales pakistaníes en Baku, desde los campos de los desplazados internos de guerra en Abkhazia y Osetia.
La diáspora venezolana enfrenta un mal propio. Le robo las palabras a Czesław Miłosz: es “un fluido colectivo como resultado de la suma de los fluidos singulares y es malo; es un aura hecha de fuerza e infelicidad, de parálisis interior, de gran movilidad exterior: ninguna propaganda, ni a favor ni en contra, es capaz de recoger la esencia de este fenómeno, tan poco asimilable, tan poco conocido en el pasado, tanto que escapa a cualquier cálculo y no puede existir en el papel”.
IV
Mañana vendrán unos amigos georgianos a comer pizza en mi casa. Beberemos vino hasta tarde, nos volcaremos a la calle, bailaremos, cantaremos, no pensaremos en ningún mal de los que aquejan al mundo, a ninguno de nosotros le faltan malestares personales, secretos, profundas angustias.
La próxima semana regresaré al campo, justo a tiempo para la vendimia. No quiero más que seguir el lema persiano de Shota Rustaveli: “Todo lo que compartimos nos pertenece, todo lo que nos guardamos lo perderemos”.
La vida no es un deber, es un placer. Eso he aprendido en Tiflis, una sociedad muy pobre y sin embargo solidaria.