Esta situación extraña sucedió así: en una frutería, cuyos vendedores son marroquíes, encontramos una hoja tamaño carta pegada en una pared, en la que anunciaban que los interesados en participar como público en un programa de televisión podían comunicarse con Paqui. Y pagaban y todo. Había dos números telefónicos.
En vista de que no habíamos podido conseguir trabajo, decidimos llamar.
Paqui, con la voz de tía abuela rezongona, nos atendió con esa sequedad de los madrileños y nos citó para el día siguiente, a mediodía, en una plazoleta cercana a la estación de Metro de Aluche, un barrio popular. Dijo que fuéramos “arreglados”.
⎯ ¿Con traje y corbata? —pregunté.
⎯ Si tenéis —fue su respuesta.
Ese día nos esperaba una llovizna pertinaz y un viento frío, que nos hizo llegar con unos cinco minutos de retraso al sitio convenido. Vimos a un grupo de unas veinte personas en la plazoleta, entre ellas dos señoras que parecían las tías abuelas pasando lista.
Paqui, muy parecida a su voz, nos dijo que habíamos llegado tarde y que el autobús, estacionado al otro lado de la calle, ya estaba lleno.
⎯ Sólo entra uno —dijo Paqui.
⎯ Pero somos dos —me opuse. No podía dejar a Andrea, mi compañera de unos cuantos años en esta circunvalación de la vida.
⎯ Pues si no queréis, no pasa nada.
Inmediatamente llamó a una persona, la anotó en una lista y la envió al vehículo que esperaba.
⎯ Si os interesa —agregó Paqui—, a la una y treinta hay otro grupo que va a un programa en vivo. Hablad con Conchi.
Y nos señaló a la otra señora de similar estampa, que resultó ser su hermana. Con el mismo tono de perdonavidas, la Conchi nos preguntó nuestros nombres, nos pidió la identificación y nos dijo que vendría un auto a buscarnos a la hora establecida, a nosotros y a otra persona que aún no había llegado. Como era temprano, decidimos entrar a un centro comercial y meternos una bala fría, porque no sabíamos qué nos depararía aquella aventura.
Cinco minutos antes de la hora regresamos a la plazoleta. Allí nos encontramos con otra señora similar a las anteriores, nuestra compañera de viaje: Ana Mari. A los pocos minutos se detuvo frente a nosotros un Mazda negro no muy nuevo, y una mujer de pelo rubio teñido nos hizo señas.
Subimos al auto y, medio apretujados, arrancamos, con Manolo de piloto y Concep, su mujer, de copiloto.
Todos contra el Maestro Joao
Luego de una hora de trayectoria llegamos a Mediaset, la propietaria de varios canales de televisión, entre ellos Telecinco, por el cual saldría el programa al que nos asignaron: Sálvame.
Por el camino, Manolo nos explicó que el programa era de comentarios mordaces, sobre todo, en torno a la gente que participa en otro programa de la misma cadena, Gran Hermano, la franquicia española del famoso reality Big Brother. También nos contó que había varios equipos de presentadores y de colaboradores.
Debimos esperar unos minutos que se hicieron largos por el viento frío en el portón de acceso, hasta que, después de chequearnos en una lista, nos pasaron a un salón, donde había una máquina expendedora de café a la que recurrimos de inmediato para calentarnos un poco. Las instalaciones eran mucho más grandes que cualquier televisora venezolana. Era como juntar los estudios de Venevisión, Televen, RCTV y Venezolana de Televisión y todavía quedarse corto.
Nos unimos a los demás miembros del público pagado: unas 60 personas. Concep y otras dos personas más sacaron sobres blancos y los repartieron a cada uno de nosotros. Era el pago: nueve euros por persona.
Ya nos habían dicho a Andrea y a mí que más de la mitad del público era gente como nosotros, que estaba ahí por esos nueve euros; los demás venían en su mayoría de otras ciudades y habían escrito para pedir pases. Ese día había un grupo de Valencia y otro de Valladolid. Esos tienen que pagarse su traslado, pero también les toca su bocadillo de chorizo. Ana Mari dijo que hoy en día, en los públicos de los programas, hay más inmigrantes que españoles. Según ella, es gracias a la economía: los españoles ya no necesitan tanto pasar por esto, a diferencia de nosotros.
De inmediato, casi en fila india, pasamos al estudio, nos ubicamos en gradas en las que cabían unas 25 personas, y simultáneamente entraron la presentadora, Paz Padilla, y los colaboradores, Belén Esteban, Kiko Hernández, María Patiño, Mila Ximénez y Andrés Caparrós Araújo. El director, David Vallperas, estaba a un costado, con sus audífonos puestos.
En efecto, como habían comentado nuestros compañeros de auto, el programa fue como un espejo donde se reflejaba Gran Hermano. El primero del elenco de Gran Hermano en ser mencionado por los comentaristas fue el Maestro Joao, de quien dijeron cosas —para ser comedidos— poco edificantes.
Ocurre que el Maestro Joao inició sus andares de celebrity intentando imitar a “la más grande”, como la llaman por estos lares: Rocío Jurado. Hay que reconocer que esta gente tiene muy buen archivo de imágenes, porque de seguidas aparecieron imágenes del tal Maestro en esa faceta, e inmediatamente unas declaraciones de algunos de sus compañeros de aquel tiempo, quienes calificaron a su colega de fracasado, tramposo, intrigante, etc.
En el estudio, un sujeto equipado de audífono y micrófono gritaba y aplaudía para que el público le imitase.
⎯ ¿Qué aplauden? —pregunté a Ana Mari, que estaba en el asiento contiguo.
⎯ Pues, cualquier cosa, cuando ese chaval aplauda o grite, todos debemos hacer lo mismo.
A cada uno le tocó su momento para despotricar del Maestro Joao, quien de acuerdo con los colaboradores, de travesti había pasado a desempeñarse como adivino, lector de cartas y hechicero, razón por la cual de total desconocido se convirtió en celebridad. Entre los panelistas tenía actuación destacada Belén Esteban, una rubia con reparaciones en la nariz que según algunos de los del público eran producto de sus excesos con la coca, y abultados labios que le daban apariencia de un mero. Fue ella quien señaló que muchas personas del mundo del espectáculo habían consultado o pedido consejo al Maestro Joao y este les había cobrado importantes sumas de dinero, sin que sus clientes lograsen ningún resultado. Los otros colaboradores respaldaron su señalamiento.
También contaron que el Maestro Joao tenía un novio, de nombre Jon, pero que ambos se eran infieles, y al final del programa se presentó una jovencita que aseguró que ella había tenido relaciones sexuales con Jon, cuando este estaba aún de pareja del cartomántico.
Hubo un lapso de diez minutos para la publicidad, y nos indicaron que podíamos salir del estudio, “a fumar, a comer, a ir al baño”. Nuestros compañeros de público, ya experimentados en aquellas lides, habían llevado bolsas con sus respectivos almuerzos, que fueron engullidos con celeridad. Mientras tanto, los conductores del espacio televisivo compartían conversaciones y el humo de sus respectivos cigarrillos, hasta que el coordinador llamó a regresar al plató.
La búsqueda de la Pepicienta y la curación de Andrés
Una de las secciones del maratónico espacio televisivo estuvo dedicado a una mujer de cuerpo visiblemente desarrollado por el trabajo con pesas, que fue sometida a un tratamiento maxilofacial gratuito por un odontólogo que apareció ante las cámaras para explicar brevemente la intervención.
La dama estaba en busca de una pareja de su gusto, ahora que su físico había mejorado —aunque no sus maneras, puesto que en otra escena aparecía en un restaurante emitiendo un estruendoso eructo.
La “Pepicienta” fue conducida a que esperara detrás de una cortina. Del otro lado había cinco hombres de diferentes tamaños y colores que dijeron sus nombres y edades, tras lo cual salió la dama con un vendaje sobre los ojos para palpar la humanidad de cada uno de aquellos candidatos. Debía rechazar uno en ese momento para continuar con la selección en posteriores programas.
Paz Padilla, de figura tan triste y delgada como el Quijote, inició entonces una tanda de comentarios sobre Andrés Caparrós Araújo, uno de sus compañeros de programa, quien reconoció que gracias a Sálvame había podido recuperar muchas cosas perdidas por su adicción a la droga.
Hubo una llamada telefónica del padre de Caparrós, periodista de vieja data, que le manifestó a su hijo su cariño y su orgullo por verlo encaminado en su vida y lejos de la coca. Caparrós Araújo, con lágrimas en las mejillas pobladas de barba, agradeció a sus contertulios por el respaldo brindado. Todos se acercaron a compartir lagrimones y abrazos.
Al fin terminó el programa. Al subir al automóvil que nos llevaría de regreso al lugar de partida, Manolo, Ana Mari y Concep se interesaron por saber si podían seguir contando con nosotros para ocupar sillas en esas tribunas. Para ellos es un pequeño negocio, cobran por cada invitado que llevan y a Manolo le pagan por trasladarlos en su automóvil.
⎯El sábado tengo el programa de la Pantoja, ¿os gustaría venir? —nos preguntó entusiasmada.
Andrea y yo estábamos hartos. Esa pesadilla tóxica por nueve euros y un bocadillo de chorizo para cada uno. Y un día perdido para buscar trabajo. No lo dudamos:
⎯ ¡No, gracias!