Vivo en una de las calles más contaminadas del centro de la Ciudad de México. El smog de los autobuses, el solvente de los yonquis, los desechos orgánicos de los indigentes a la salida del metro, los gritos de los mariachis, las botellas rotas, las corrientes de aceite y jabón de los tianguis de comida, la polución visual —auditiva, olfativa— del sexoservicio de baja gama. Vivo en una zona que invoca el fin del mundo todos los días. Hay tapabocas, música desafinada y mucha hedentina. Cierro las persianas del cuarto para aislarme del ruido e intentar escribir este programa de catarsis. La emocionalidad colectiva está golpeada, el pánico no conoce social distancing, la crisis económica global se avecina como un huracán que nos va a coñacear a todos. Tiemblan las economías familiares. Tiembla la mía. El “vivir al día” no es solo andar a riesgo de contagio, sino de que acabe todo todos los días. La cuarentena es un privilegio insostenible. En pandemia cuesta más ser inmigrante.
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La respuesta ha sido el aislamiento social. Y dar libros gratis. Y asesorías gratis. Y actividades recreativas para los hogares estables. Para hacer “llevadera” la cuarentena. En esta pandemia se huye del padecimiento físico, pero también de las turbulencias en la psicología, en la renta y en la pax doméstica. Con muy pocas excepciones, el sustento del migrante se concentra en el autoempleo, la economía informal y el “laburo” ordinario. Trabajos sin seguridad social y vidas sin redes de apoyo. Puro esfuerzo en bruto y un echarle bolas que es el mantra aprendido de los años en Venezuela. En eso está bueno ser lo que somos. “Venimos de una economía de guerra”, nos decimos mi esposa y yo cada vez que se cae un encargo que estaba seguro. “Podemos con esto”, repetimos para consolarnos cuando, del otro lado, nos dicen que no hay pago de honorarios mientras esto dure. Y trato de pensar cómo ser útil, cómo reproducir mi trabajo en esta contingencia, pero el fantasma del capital me espanta y el tiempo alcanza no más que para escribir esto.
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Imagino un mundo posviral con libertad para el home office. O mejor: libertad para hacer nada. Para vencer, por fin, la autoexplotación voluntaria que tanto ha señalado Byung-Chul Han. Hay que leer, ejercitarse, emprender, “reinventarse”, ordena a gritos el timeline de LinkedIn. Todo para no dejar de producir. Todo para no transmutar esa ansiedad de sentirse útil y rentable. Quiero conquistar el ocio, el derecho al ocio, il dolce far niente de las vidas más cómodas. Pero no puedo. Soy inmigrante. Soy extranjero en un país implacable. Y creí que el veinte veinte era mi año. Inocencia de recién llegado. O de insomne fastidiado de imaginar.
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Digerir la realidad trastornada, distópica, confusa. Todo se mueve, todo se elimina, todo vuelve a levantarse con formas nuevas. Ese fue el contrato del exilio: nadie salió con certezas. No había letras pequeñas. La incertidumbre estaba en todas las cláusulas. 2020 era un año de establecimiento. O eso parecía. Después de cuatro años de emigración sostenida se podía aspirar a otras cosas: trámites de ciudadanía, retornos al país con más facilidades que antes, primeros frutos de autoempleos y microempresas, alguna estabilidad —o ascenso— laboral. La pandemia es una señal de retroceso en esos planes. Luego de saber que la editorial con la que trabajo va a entrar en una suspensión temporal de operaciones, que los proyectos que traía van a tener que esperar indefinidamente, que si quería continuar mi formación académica ahora hay otras prioridades, mi optimismo se pone del lado más elemental de la historia: el recorte del presupuesto doméstico y el cuidado de mi hija, el único cable amoroso y migratorio con este país. Todo en contingencia se reduce a lo básico. Aceptar eso supone una resistencia quizá más perdurable. La única estrategia de aguante.
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Repensar la condición migrante. Pronunciar una vez más las palabras que arden: inestabilidad, transitoriedad, caducidad. Saber que estamos de paso, que somos extranjeros, que podemos perder el suelo otra vez. Es el estar migrante, que cambia y se reinicia lo que no deja de manifestarse acá. Tal vez, con todo este torbellino demográfico, sanitario, fronterizo, digital, es momento de preguntarnos cuál es nuestro lugar como inmigrantes en esa sociedad donde vivimos, qué ocupamos simbólicamente, qué aportamos —o no— a las dinámicas del país de acogida. ¿En verdad estamos asimilados? ¿Nos hemos sabido integrar? ¿O más bien entramos y salimos de nuestro aislamiento social como si fuera un hotel? ¿Qué es ser migrante en esta pandemia? ¿Cómo se sobrevive?
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Me refugio en mi condición límbica. Veo a México y Venezuela desde un balcón intermedio. Supongo que eso puede servirme de algo. No para tomar ventaja, pues estoy demasiado lejos del lugar donde se distribuyen las posiciones, pero quizá sí para separar patrones de determinismos, revisar prácticas sin tanto compromiso emocional, ponerme pragmático en el asunto que importa: sobrevivir. Ser migrante suele dar una perspectiva oblicua sobre el origen y el lugar de acogida. Ahí tal vez haya algo que ayude. Una nueva tabla para resistir la ola.
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Pienso en el cierre de fronteras, en la vigilancia digital, en la imposición de cuarentena a punta de pistola. Sé que no pertenezco a ninguna de esas escenas. Si algo está golpeando esta pandemia son los arraigos. Y con ellos, los nacionalismos, las pertenencias, las soberanías. Quizá me he alejado dos pasos más en mi voluntad de enraizar con México y tres, veinte más, en mi proceso de reconciliación con Venezuela. No quiero irme a Europa, ni a Asia ni a Estados Unidos. Ni en mil sueños contagiados regresaría a mi país, aun cuando tengo dos viejos con asma encerrados en lo que queda de mi casa. La patria se está reduciendo cada vez más a mi cuerpo y a mi memoria. Es un asunto práctico. Una apatridia por economía emocional. Vivo la interlocalidad como la única alternativa que me sana. Ser de todas partes y de ninguna. Y este virus de mierda me está dando la razón.
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No sé si cuando todo esto termine estaré viviendo en un mundo desgentrificado, globalcomunista, con un nuevo orden planetario y human friendly, o más bien en una aceleración del capitalismo, como han vaticinado algunos: sueldos más precarios, más deudas, más Walmarts, más aislamientos no remunerados. Han pasado horas desde que comencé este texto y la calle sucia del centro sigue ahí, ruidosa, superpoblada, hedionda. Abro la persiana y el caos no ha cambiado. El muy latinoamericano “aquí no está pasando nada” se muestra en su esplendor agobiante. Estamos todos tan tranquilos. Debería estar trabajando, en vez de empeñarme en desarmar estas cosas. Ser más productivo. Ganar más.
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“Saldremos de esto”, dice la motivación en pánico. Los coaches sabrán darle el giro y convertir el desastre en paquete de consultoría. O en terapia online de grupo. O en ejercicio descargable de autoayuda. El COVID-19, con o sin síntomas, me vuelve a recordar que como migrantes solo se puede estar preparados para una cosa: hacer del limbo una forma de vida. El limbo: esa patria invisible donde hacemos cuarentena mientras el mundo se acomoda.