Uno de los rasgos más consistentes del chavismo en sus más de 20 años de poder es la opacidad, la ausencia de transparencia, mucho más cuando se trata de los datos que revelen su incompetencia. Pero como no se puede manejar un país ni hacerlo progresar sin tener los números de la realidad en la mano, y el Estado no solo no reporta los hechos como debe sino que persigue a quienes intentan hacerlo, la academia venezolana se tomó el trabajo de documentar los indicadores sobre cómo va cambiando la vida de los venezolanos. Una vida cada vez más difícil, radicalmente distinta de lo que hace 20 años queríamos que nos diera el petróleo.
El resultado de este esfuerzo es el proyecto Encovi, la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida, que tres universidades comenzaron a hacer en 2014: la Universidad Católica Andrés Bello, la Universidad Central de Venezuela y la Universidad Simón Bolívar. Su foco son las características de los hogares venezolanos y la salud física y mental de sus habitantes, por regiones, por edades y por estratos socioeconómicos. La Encuesta averigua cómo se alimentan, cómo nacen y cómo mueren, cómo trabajan o estudian, cómo resisten, los venezolanos.
La Encovi le da precisión y secuencia histórica a la sensación generalizada, innegable, de que el deterioro de Venezuela durante los últimos años es a escala catastrófica. La nueva edición de la Encovi, firmada solo por la UCAB esta vez y producida con la investigación hecha entre noviembre de 2019 y marzo de 2020 —coordinada por Anita Freitez, una experta en estudios demográficos— entrevistó a 9.932 hogares venezolanos; la meta era encuestar a 16.920 hogares pero la pandemia lo impidió.
Un profundo cambio demográfico
Venezuela es ahora parte de ese club de países de la antigua órbita soviética o de África donde la población se encoge a causa de la emigración. La Encovi estima que viven dentro del territorio 28,4 millones de personas, dado que 5 millones de nosotros estamos en el extranjero; para 2011, el año del último censo nacional, habíamos superado la barrera de los 30 millones. Pero esta disminución de stock poblacional también tiene que ver con el descenso en la natalidad y el aumento en la mortalidad.
La emigración no solo nos hizo un país más pequeño, sino también un país más viejo. El éxodo de gente joven empujó la proporción de mayores de 60 años del 10 % en 2015 al 12 % en 2020. Tenemos más ancianos en términos proporcionales, gente más frágil en cuanto a su salud y su productividad; nuestra sociedad es, por tanto, menos capaz de producir riqueza y más necesitada de distintas modalidades de ayuda.
Y está el asunto del bono demográfico, la ventana de oportunidad en la vida de una nación que se abre cuando la mayor proporción de su gente entra en su edad más productiva. Ese es justamente el momento que un país debe aprovechar para lanzar un empujón colectivo hacia el desarrollo. Entrábamos en esa ventana durante la segunda mitad del siglo XX, hacia el año 2000, tras décadas en las que tuvimos una población de niños y jóvenes demasiado abundante. Ese momento, el de nuestro bono demográfico, debía durar 40 años.
Hoy la Encovi revela que el cambio en nuestra población mató nuestro bono demográfico; la ventana se cerró en 2015.
El régimen chavista forzó a tantos jóvenes a migrar que se derrumbó el balance de edades que habíamos construido antes de que apareciera la emergencia humanitaria.
Luego de 20 años de chavismo, la sociedad venezolana luce así: los nacidos entre 2015 y 2020 tienen una esperanza de vida 3,7 años menor que la prevista por el Estado para esos años; la mortalidad infantil volvió a los niveles de los años ochenta (26 por cada 1.000 nacidos vivos); más de 500.000 hogares venezolanos viven en ranchos, con al menos tres personas por habitación (cuando hay habitaciones). Solo uno de cada cuatro hogares tiene agua corriente a diario. Solo uno de diez hogares tiene electricidad todos los días.
Somos una sociedad más pequeña y más pobre, con un poder adquisitivo ya tan ínfimo que reduce el mercado para cualquier cosa, y nuestro tejido social se está deshilachando, con más hogares monoparentales, a cargo de mujeres de mayor edad.
Sumemos a este panorama la combinación de medidas de confinamiento por la pandemia y la escasez de combustible. La tasa de desempleo creció en un 6,9 % gracias a esto, y el 43 % de los hogares encuestados en la Encovi reportaron pérdida de ingresos o de trabajos desde marzo de 2020.
Derechito al último puesto
La Encovi —que se terminó justo antes de que la pandemia pegara— muestra que el 79,3 % de las familias venezolanas no pueden cubrir la canasta alimentaria básica de 50 productos, y el 96,2 % no pueden cubrir la canasta básica (que a la lista de alimentos imprescindibles suma otros 312 bienes y servicios). El número de familias venezolanas que simplemente no pueden pagar un estándar de vida básico ha ido creciendo desde 2012, dos años antes de que el país entrara en recesión y mucho antes de que llegaran las sanciones internacionales.
Ser pobre no solo implica que tú y tu familia no tienen plata suficiente para comer, sino también que las condiciones en que viven no son las que deben ser. Y eso es lo que pasa con 6 de cada 10 familias venezolanas. Otro número que ha ido subiendo desde al menos 2014, y que hoy es parte de los indicadores que muestran a Venezuela como el país más pobre en América Latina y el Caribe.
Nada de esto nos puede sorprender, no solo porque lo que tenemos por gobierno hace todo lo que hay que hacer para que los venezolanos sean pobres, sino porque es evidente que quiere que dependan del Estado. Y para eso, es útil que permanezcan en la pobreza. Pero ahora que la escasez se junta con la hiperinflación y que la producción petrolera es la de misma de 1929, este gobierno ya no puede dar nada a cambio de la dependencia. Sin embargo, hasta ahora, la Encovi dice que para 2019 todavía las transferencias que no son salario representaban el 25,3 % del ingreso total familiar y que el 92 % de los hogares eran parte del programa CLAP y recibían la caja o la bolsa.
Para romper el ciclo de la pobreza, los hogares venezolanos necesitan medios para mantenerse y eso solo lo provee el empleo de calidad: formal, relativamente bien pagado, con buenas condiciones laborales. Parte del problema es que, según Encovi, los miembros de las familias pobres están en condiciones desfavorables para competir por los puestos de trabajo de calidad que quedan.
La edad promedio de las cabezas de familia está entre 46 y 54 años, y cuatro de cada diez tienen bachillerato o algún diploma de educación superior.
Aunque la Encovi muestra que la población económicamente activa permanece estable, es la más baja de la región, y casi la mitad de ella (45 %) trabaja por su cuenta (era un 31 % en 2014), sobre todo en el comercio. De aquí que sea tan poca la gente que recibe los beneficios que otorga el empleo formal, además del sueldo. Y cuando esta fuerza laboral informal debe detenerse por algo como una pandemia, el trabajador y su familia (de entre 2 y 4 miembros) se queda sin ningún ingreso.
La extensión de la (in)seguridad alimentaria
Este año, el análisis de la Encovi sobre la inseguridad alimentaria en Venezuela incluye dos nuevas secciones: los efectos de la pandemia, y el consumo de harinas, arroz, huevos y carne según la clase socioeconómica. La encuesta examina este problema desde una base conceptual que contempla la preocupación que reporta una familia por poder mantener el suministro de alimentos, la capacidad de ajustar su presupuesto y la necesidad de limitar la cantidad y calidad de las porciones en casa. También considera medidores antropométricos como las medidas de los niños de cinco años o menos, la desnutrición por género y estrato, y la comparación de datos con el resto de la región.
En general, la encuesta muestra mayores niveles de inseguridad alimentaria en los hogares respecto a la Encovi de 2018, el impacto de la dolarización de los bienes en una población paupérrima que no genera bolívares, no digamos dólares. El 79 % de los hogares reporta la ausencia de una dieta saludable (lo cual llega al 83 % con la pandemia, comparada con el 69 % reportado en 2018). El 49 % de los adultos reporta que no siempre tienen qué comer cuando tienen hambre (era un 43 % en 2018) y un 34 % de los adultos reporta comer solo una vez al día o pasar días enteros sin comer (era un 30 % en 2018). Actualmente, el 87 % de los adultos está preocupado por quedarse sin comida en casa (comparado con un 84 % en 2018) y el 57 % reporta haberse quedado sin nada (era un 54 % en 2018). Durante la pandemia, solo un 7 % de los hogares no reportó preocupaciones sobre el suministro de comida.
En 2018 había un 25 % de baja inseguridad alimentaria, un 31 % de inseguridad alimentaria moderada, y un 32 % de inseguridad alimentaria severa. En 2019-2020, los datos dicen que la moderada llegó al 36 % y la severa al 33 %.
Tres de cada cuatro hogares (69 %) reportan inseguridad alimentaria moderada o severa desde 2019.
El nuevo indicador de la encuesta, que analiza la comida que se consume según el estrato y el acceso a harinas, arroz, huevos y carne, muestra diferencias abismales en el consumo de proteínas entre el estrato más alto y el más bajo. Los venezolanos con mayores ingresos comen cinco veces más carne que los que menos tienen, y tres veces más huevos. Las familias con bajo ingreso tienen una dieta basada en carbohidratos, y el consumo nacional promedio de proteínas es del 34,3 % de lo que se requiere.
Más allá del nivel socioeconómico, el informe también revela que el acceso a la comida no está solo ligado al ingreso, pues los que tienen más dinero apenas están por encima del estándar de las 2.000 calorías diarias. Si la comida que hay en Venezuela se repartiera por igual entre todos sus habitantes, igual estos estarían desnutridos: hay un crecimiento generalizado y estructural de la pobreza y dificultades para obtener alimentos en todo el país.
En estas condiciones, el estado nutricional de los niños de cinco años o menos es preocupante, sobre todo en comparación con la región. 166.000 niños califican como desnutridos para su edad. Venezuela se parece en esto mucho más a Centroamérica que a sus vecinos, y el promedio del 8 % de desnutrición infantil en nuestro país empuja hacia abajo el promedio latinoamericano.
Pero el dato más alarmante de la encuesta, en lo que se refiere a la alimentación, es que 639.000 niños tienen desnutrición crónica, la que es tan prolongada que crea retrasos en el crecimiento de un niño.
En Venezuela eso es el 30,3 %, mientras que en Chile fue 1,8 % en 2014, en Colombia 12,7 % en 2016, y en Perú 13,1 % en 2016.
Cómo la migración extrae recurso humano
La Encovi muestra que 19 % de los hogares reportan que al menos un miembro de la familia dejó el país en el periodo 2014-2019. Ahí se amplía una brecha de género, porque las mujeres eran la mayoría de los migrantes hasta 2015, y en los últimos cinco años se revirtió esa tendencia; ya los hombres emigraban más que las mujeres según la Encovi de 2017. La de 2019-2020 dice que 54 % de los migrantes son hombres.
Por edad, la nueva encuesta muestra una caída en los migrantes de entre 15 y 29 años: siguen siendo el mayor grupo etario de la emigración venezolana (son el 49 % de los migrantes) pero un 9 % menos desde 2018, mientras que aumentaron los migrantes de entre 30 y 49 años, entre 2018 y 2019. Para nosotros esto significa que la presión por buscar ingresos fuera del país impulsa incluso a quienes pueden sentir más resistencia a hacerlo, porque tienen más edad: mientras más años tienes, más te cuesta decidirte a emigrar.
La mayoría de los migrantes venezolanos siguen yéndose para buscar trabajo, si es que no lo tienen ya asegurado en su destino; la necesidad de un mejor trabajo creció como motivación entre los que se van, del 67 % en 2017 al 82,8 % en 2019-2020. El segundo lugar se disputaba entre varios motivos diferentes en 2017, pero en 2019-2020 ya es claramente la reunificación familiar, algo natural si la emigración tiene tiempo pasando y hay más gente afuera pidiendo a sus cónyuges, hijos, padres o hermanos. Además, un 30 % de los hogares que tiene a un miembro en el exterior está recibiendo remesas, sobre todo los encabezados por mujeres pobres. En 2019, más venezolanos de 60 años y más viven de lo que les mandan desde el exterior.
Según el reporte, antes de la pandemia un 4 % de los migrantes recientes estaban pensando en volver al país. Este número puede haber crecido desde marzo, pero Encovi igual considera que la emigración podrá bajar el ritmo, aunque no interrumpirse, porque la mayoría seguirá imposibilitada de conseguir empleo de calidad dentro del país.
La educación, una sombra de lo que era
La Encovi estima que 1,7 millones de niños y jóvenes entre los 3 y los 24 años han dejado el país, lo cual reduce la presión de demanda de servicios educativos. La tasa de asistencia entre jóvenes de 18 a 24 años bajó a un 25 %, comparada con la de 47 % en 2014. Esa tasa empezó a caer en 2016. Unas 3.136.000 personas en el país están en ese rango etario: de ellas, 775.000 se están educando, y el resto, 2.282.000, no.
En los chamos de 12 a 17 años, la asistencia es un 85 %, aunque 7,8 millones de todos los menores de 17 años, el 40 % de ellos, tienen dificultades para ir a la escuela, por falta de agua (23 %), apagones (17 %), falta de comida en casa (16 %), escasez de transporte (7 %), o incluso porque no tienen docentes (18 %).
En conclusión, alrededor de la mitad de la población más vulnerable no puede completar su educación básica por una razón u otra, un factor que contribuye a que no puedan superar la pobreza. La situación descrita por estos indicadores se agrava con las medidas de confinamiento, que incrementan la desigualdad educativa entre quienes tienen electricidad, internet, comida en el estómago y servicios docentes para seguir educándose a distancia, y quienes no.
Las preguntas más difíciles
Ahí están los números, producidos a partir de las voces que salieron de más de nueve millones de hogares. El chavismo destruyó la economía, nuestra capacidad interna para producir comida y servicios básicos; desvalijó la industria petrolera hasta el punto en que no puede proveer gasolina al mercado interno y sus restos están siendo regalados a aliados políticos a cambio de favores al régimen, favores que solo contribuyen a empeorar las cosas para los venezolanos comunes.
El diagnóstico que muestra la Encuesta Nacional de Hogares 2019-2020 es sin duda no solo alarmante, sino descorazonador, no solo porque se suma a todo lo que podemos leer y reportar acerca de lo que le está ocurriendo a nuestro país, sino porque desnuda como pocas cosas la indefensión de los venezolanos, la medida en que fueron abandonados por el Estado; traduce en números y en comparaciones geográficas e históricas la magnitud del daño; y nos echa a la cara preguntas sobre el porvenir que no queremos hacernos, pero que no podemos evadir tampoco.
Si este es el presente, ¿cómo será el futuro de Venezuela? Esta es la pregunta que no pudimos sacarnos de la cabeza a medida que leemos toda la Encovi. Pero no es la única. ¿Se dará cuenta el resto del mundo de la urgencia que atraviesa Venezuela, y en que puede convertirse nuestro país? Son altos niveles de desnutrición, bajos niveles de educación, muertes de niños en crecimiento, ciudadanos que se van justo cuando entraban en sus años más productivos, una población local que se empobrece, envejece, se enferma.
No hay cómo endulzar el diagnóstico: nuestro país corre peligro mortal. También sabemos la causa del mal. Lo que no sabemos es si seremos capaces de encontrar la cura.