Esta mañana en Portland había lluvia y muchas nubes, algo muy común en Oregón y en la región del Pacific Northwest de Estados Unidos. Aunque las precipitaciones no alcanzan el volumen que pueden tener en una ciudad tropical como Caracas, en Portland llueve en promedio 164 días al año. De hecho, es imposible diferenciar la ciudad de la lluvia y la niebla que vuelven casi invisibles las figuras en el horizonte.
Vivo en las afueras, en una comunidad llamada McMinnville, donde queda el colegio de artes liberales en donde estudio Ciencias Políticas y Música. Pero tengo que viajar al área metropolitana con mucha frecuencia, en especial para asistir a conciertos de música clásica o algún evento relacionado con los estudios políticos. Y cuando lo hago, aprovecho para dedicarme a una de mis actividades favoritas: pasear por la ciudad, observar la diversidad de actividades que se desarrollan en ella e interactuar con la gente.
La negociación entre el concreto y el verde
En Portland, el espacio urbano intenta reconciliarse con la naturaleza circundante. Hay un compromiso real con la sostenibilidad, evidente en la abundancia de bicicletas públicas y opciones de reciclaje. Hay también una red amplia de trenes ligeros y autobuses que son muy usados por la población, con opciones de pago móvil y con rutas que cubren la mayor parte del área metropolitana.
Todavía no he usado las bicicletas porque me da miedo caerme, y me ha costado aprender a separar la basura en tres categorías. Todavía cometo errores, y tengo que pensar por un momento cuando en algún restaurante o lugar público me toca decidir en qué categoría va cada desperdicio. Pero poco a poco uno se acostumbra.
Los habitantes de esta ciudad, cuyo número está cerca de los 650.000, están muy orgullosos de todas las atracciones naturales en los alrededores. Por eso hay tantas tiendas de suministros para acampar y es muy normal ver personas con camisetas, accesorios y calcomanías que aluden a sitios como las cataratas en The Dalles, cuyas aguas cristalinas sirven de preludio para los rascacielos cuando se entra por la ciudad desde el lado oeste, o el Monte Hood, uno de los hitos naturales de la región. Portland es una ciudad que no huye de la naturaleza sino que trata de reconocerse como su extensión.
Descubrí esta yuxtaposición de lo urbano y lo natural característica de Portland en los jardines chinos de Lan Su, construidos a principios de este milenio mediante un convenio de colaboración con la ciudad china de Suzhou. Lan Su, en pleno downtown, está inspirado en una casa tradicional china, con los muebles de este estilo y señales que explican la simbología detrás de cada elemento. El jardín me resultó fascinante por su despliegue de una flora desconocida para mí y por sus aspectos culturales. Además, allí venden un té tradicional muy bueno en lo alto de una torre de observación. Desde la punta de esa torre, tomando té y mirando por la ventana, me sorprendió mucho la vista de los rascacielos que se levantaban justo detrás del verde del jardín.
Desde entonces me he dado cuenta de cómo ese mismo contraste aparece en toda Portland. Según The Trust for Public Land, una organización sin fines de lucro para crear y administrar parques, Portland tiene 9,46 hectáreas de parque por cada mil habitantes. No parece mucho, pero se puede ver la diferencia cuando se compara con Los Ángeles, que tiene 9,5 hectáreas de parque por cada mil habitantes, y con New York, que tiene la mitad de eso. Portland tiene además un jardín de rosas de fama mundial, con más de 650 variedades —por eso la llaman city of roses—, y el Forest Park, de 28,30 km², es una de las reservas de bosque urbano más extensa de Estados Unidos.
Por la abundancia de parques y de techos verdes, en los que Portland ha sido una pionera, esta ciudad es ejemplo de que es posible una intensa vida urbana sin darle la espalda al entorno natural.
Esto me parece tan diferente a Maturín, la pequeña ciudad donde vivía en Venezuela, donde hay pocas, si es que hay, consideraciones en materia de planificación urbana de las áreas verdes. En la capital de Monagas hay espacio verde, pero sin infraestructura que permita su mantenimiento ni por parte de los residentes ni por parte del Estado.
Keep Portland Weird
Cuando uno sale del jardín chino y empieza a caminar por el centro, la estética de la ciudad se empieza a revelar. En medio de la lluvia o la niebla, uno puede ver un sinfín de gente con estilos de vida drásticamente distintos. Los colores de pelo parecen darse en todas las combinaciones posibles. Los tatuajes en muchos casos son verdaderas obras de arte que representan un evento único e inolvidable en la vida de las personas. Al principio esto me parecía muy extraño, porque no era normal en Venezuela.
También me llamó mucho la atención que la mayoría camine con vasos desechables de café en la mano. El café es muy popular y hay un desarrollo importante de cafeterías artesanales, donde todo el proceso de selección y procesamiento del café se realiza de manera minuciosa, para lograr la mejor calidad del producto. Hay por lo menos 2.500 cafeterías en la ciudad.
Toda esa cafeína debe ayudar a que Portland sea tan creativa. El arte crece como una planta trepadora por los muros de los edificios y hasta en los pipotes de basura, y se expande para crear galerías en las calles. Me gusta referirme a Portland como una ciudad de artistas, no solo por la cantidad de creadores que hay en la ciudad, sino también por una tendencia que descubro en sus habitantes de no hacer caso de las expectativas externas respecto a lo que deben ser sus realizaciones o su comportamiento.
Este espíritu creativo se ve hasta en las finanzas, pues compañías innovadoras como Nike y Columbia están basadas en el área, y eso no entra en contradicción con una larga historia de organización ciudadana sobre los derechos sociales y civiles.
Todos estos “artistas” defienden un lema que se ha convertido en casi en una religión para la ciudad: Keep Portland Weird. Lo ves pintado en letras amarillas sobre fondo negro en múltiples puntos de la ciudad. El movimiento fue inspirado por uno similar en la ciudad de Austin, en Texas, y comenzó como una iniciativa para defender al comercio local de la presión de las cadenas transnacionales y evitar que tomaran control del panorama económico.
Luego se volvió un mantra que encapsula la búsqueda de singularidad de la ciudad, que se refleja en eventos como la movilización anual de ciclistas nudistas; en personajes como el Unipiper, un monociclista que toca una gaita escocesa vestido de Darth Vader; o en lugares como la ciudad de libros de Powell’s, una librería independiente del tamaño de una cuadra en la cual se consiguen tesoros en papel de cualquier época y de temas fascinantes. Así es como Portland se presenta a sí misma, sin miedo, de manera valiente y única.
Los puentes en la niebla
Creo que cada sitio en el mundo ofrece una oportunidad para aprender cosas. ¿Qué se puede aprender de Portland? La respuesta no es simple. Al menos no para alguien que forma parte de una diáspora llena de incertidumbre sobre su identidad y sobre el futuro de su país de origen.
Eso lo pienso mientras anoto mis ideas frente al parque Waterfront, a las orillas del río Willamette. Desde el banco en el que estoy sentado se ven los seis puentes que conectan el este y el oeste de la ciudad, pero la niebla de la lluvia no deja ver la otra ribera.
Quienes vivimos fuera de Venezuela debemos confrontar la dualidad entre el país que llevamos por dentro y la diferente realidad que nos confronta a diario. Tal vez encontremos un equilibrio entre ambas cosas, así como Portland ha encontrado una armonía entre lo natural y lo urbano. Pienso hoy que podría estar en seguir siendo auténticos en cualquier rincón del mundo y a la vez dar lo mejor de nosotros para comprender y colaborar en ese lugar que nos ha brindado la oportunidad de seguir adelante.