Ramón Díaz narra su vida como si fueran varias, pero él la divide solo en dos: antes y después de la tragedia. “Para mí, la tragedia de Venezuela comenzó con el deslave de Vargas”, dice mientras nos sirve un papelón con limón helado.
Ramón es delgado, y tiene el pelo blanco sobre la piel dorada. Habla y gesticula con carisma; dos vidas ha dedicado a trabajar por su comunidad. Su voz me lleva a la infancia, al recuerdo de mi abuelo, en la sala, viendo las noticias en la década de los noventa.
A los 36 años, Ramón fue el primer alcalde de Vargas, en representación de Acción Democrática, el primero en asumir el cargo después de la descentralización, en 1990, años antes de que Vargas fuera convertido en estado. Su primera vida la dedicó a mejorar la calidad de vida de los varguenses. La segunda la dedicó a rechazar la destrucción y el declive.
Ramón nació en Naiguatá, en 1952, en un terreno que se extiende entre dos cementerios. A su madre le interesaba la relación con la comunidad. Su padre era un hombre analfabeta que creía en el poder del voto. Ramón creció aprendiendo acerca de las necesidades de su barrio y convenciendo a sus vecinos de apoyarse entre ellos mismos. “Vargas siempre ha sido un lugar de promesas rotas”, dice mientras enumera una larga lista de problemas no solucionados, obras mal planteadas y políticos que se acercaban a las comunidades más afectadas, a recibir regalos y halagos y desaparecer antes de la caída del sol.
El primer trabajo de Ramón, durante su adolescencia, fue prender la señal del canal 8 en La Guaira, todas las mañanas antes del amanecer. Después se dedicó a la política, no sin antes vivir su primera decepción laboral en el puerto de La Guaira, el primer símbolo de la fuerza económica de Vargas, mucho antes del aeropuerto. “Rapidito me di cuenta del desastre que había en ese puerto: la desorganización, la corrupción, los abusos”.
Su victoria en las elecciones regionales en 1990 fue, en parte, una cuestión de suerte. Varios puestos vacíos del partido se alinearon, como planetas, en momentos con hambre de cambio. Ramón quería hacer campaña para concejal, pero terminó ganando la alcaldía. “Con Ramón”, fue su eslogan, casi tan flemático que contrasta con la tropicalidad natural de la política varguense. Los grandes triunfos de su gestión fueron la electrificación de Chichiriviche y Carayaca, la construcción del cementerio La Esperanza —proyecto del Centro Simón Bolívar desarrollado por la recién creada municipalidad—, y el Hospital Materno Infantil de Macuto, que ofreció atención a las mujeres de la región que dependían del Seguro Social.
Pero todo eso se perdió después de la tragedia, y tuvo que ser replanteado durante la reconstrucción. “Llegó una nueva etapa, y nos convencimos de que la tragedia iba a significar un cambio. Que por fin íbamos a poder tener el Vargas que queríamos. Lo que teníamos en mente, es que aun en los momentos económicos más duros, a Vargas le iba a ir bien porque era una ciudad que podía ofrecer excelente servicio turístico a la capital del país. Pero la promesa de la reconstrucción también fue vana. Hoy en día Vargas sigue siendo un enorme pozo de aguas negras”.
No el mar: la montaña
Cuando empezó a llover a finales de 1999, Ramón era el secretario de Acción Democrática, y su esposa, Amelia Villadiego, trabajaba como gerente del Banco Caracas en Chacao. Valentina Sifontes Villadiego, la hija de Amelia, cursaba quinto año de bachillerato. “A principios de diciembre, mi esposa me ayudó cuando tuve que ir a Catia La Mar a orientar a las personas que estaban siendo afectadas por las lluvias. Así comenzamos, sin saber lo que venía”. Ramón explica que es fácil tenerle miedo al mar. Su temor, y el de muchos, siempre fue un tsunami, un maremoto. Antes de la tragedia nadie le tenía miedo a la montaña.
El 15 de diciembre, día del referendo constitucional, Ramón tenía la responsabilidad de coordinar la agenda del partido durante el proceso electoral. Poco después del mediodía, reunió a su equipo y lo mandó a la casa. Ya el río del casco de La Guaira estaba desbordado. Ramón fue a su casa en Cerro Grande y se acostó abrazado a su esposa. Cerca de medianoche, Amelia lo despertó. La lluvia no paraba. Recogieron las cosas, agarraron la camioneta y salieron a revisar la urbanización. “Había algo extraño en el ambiente. Se sentía en la piel”.
Poco después de salir, aun en Cerro Grande, se toparon con un grupo de vecinos. Ramón estaba enfocado en el color del agua, que ya tenía los hilos de arenilla que se ven cuando los ríos se salen de su cauce y se mezclan con la tierra. La lluvia había empeorado y ya no podían salir. Buscaron refugio en una platabanda, todos menos uno que se quedó petrificado del miedo sobre una mata de mango. Se resignaron a esperar.
A la una de la mañana, Ramón recibió una llamada de su secretaria: “Ramón, necesito que me ayudes. Mi hija está atrapada en Macuto por las lluvias y necesito que me ayudes a conseguir a los bomberos”. Antes de perder su teléfono en el agua, Ramón alcanzó a pedirle que le dijera a los bomberos que él también estaba atrapado con su familia. Al rato, escucharon a unos niños llorando, hijos de una vecina a la que se le había metido el agua en su casa. Lograron rescatarlos y unirlos al grupo, y se quedaron rezando, viendo cómo la tormenta eléctrica iluminaba la montaña.
Ramón, Amelia y Valentina vieron cómo su casa se disolvía en el agua y a Ramón le tocó consolar a su esposa por haber perdido su hogar. Cuando el río llegó hasta ellos, describe lo que se les vino encima con los ojos y no con palabras. Se quedaron los tres abrazados y agarrados de la mano, hasta que Amelia intentó quitarse el suéter. “Ahí nos separamos”.
Ramón recuerda el río como un remolino que se lo tragaba. Le rezó a su madre y perdió la consciencia una y otra vez, hasta que abrió los ojos. Estaba desnudo, cubierto en lodo, al lado de un pastor alemán, en la casa de Arturo Uslar Pietri en Tanaguarena. Ramón le tiene miedo a los animales, pero acarició al perro, entró a la casa y se tiró en una cama a llorar.
“Éramos un grupo de 18 personas y sobrevivimos dos”.
Un soldado, un centro de votación
Se despertó con el sonido de los helicópteros la noche del 16 de diciembre. Abrió la puerta y encontró a un grupo de vecinos cuadrando la salida. Todavía llovía. Salió con ellos a caminar, a ver el estado de las vías, y encontraron a un soldado. “Le gritamos que nos ayudara y nos dijo que él solo estaba cuidando el centro de votación. ¿Qué centro de votación, vale? No quedaba nada a nuestro alrededor, había muertos en las calles, pero el centro de votación seguía ahí. El soldado también seguía ahí”.
Los padres de Ramón vivían en Carmen de Uria. El río también se había llevado su casa, pero los empujó a una calle ciega. Quedaron vivos, pero enterrados. Los rescataron y evacuaron, ambos terminaron heridos en un hospital en Maracaibo. Las hermanas de Ramón los encontraron, después de buscarlos por casi una semana. Mientras tanto, Ramón lidiaba con su tragedia personal.
“Tanta gente me dijo que había visto a Amelia y a Valentina, que habían hablado con ellas. Yo siempre supe que estaban muertas. Me costó entender por qué la gente diría algo así”.
Cerro Grande quedó devastado por el deslave. “Desaparecieron 165 personas durante la noche del 15 al 16 de diciembre”. Luego Ramón conoció al otro sobreviviente, cuyo nombre no recuerda, del grupo de 18 vecinos a quienes agarró la crecida en Cerro Grande, quien había perdido a Laura, su esposa. Tiempo después, Beatriz, la hermana de Laura le preguntó furiosa a Ramón cómo había hecho para salvarse. Ramón no tenía respuesta para eso. Ahí se enteró de que el otro sobreviviente y su esposa estaban teniendo problemas y un día, en una pelea poco antes de todo, él había amenazado con matar a Laura. Beatriz pensaba que él había agarrado a su esposa y a los niños y los había lanzado al río, para asesinarlos. Estaba segura de eso y había cultivado la idea por años. “Sobrevivir es una situación muy compleja”, concluye Ramón.
Una historia sin fin
La tragedia no ha terminado para Ramón, ni para muchos otros.
Recuerda las tortuosas visitas a las oficinas del Ministerio para pedir los créditos bancarios para damnificados clase media. “Me reconocían como adeco, entonces me decían que no me iban a procesar el crédito por ladrón. Pero yo no tenía nada. Yo perdí todo en el deslave”. Y que la comisión que buscaba a los desaparecidos, desmantelada en 2001, nunca lo contactó para investigar o registrar a ninguna de las 16 personas desaparecidas de su grupo.
En octubre de este año, se reencontraron Ramón y Elio David Sifontes Villadiego, el hijo de Amelia y hermano de Valentina, que se salvó porque Ramón le pidió que no fuera a Vargas a votar. Elio David vive ahora en Colombia con su esposa. Juntos, empezaron a hacer las diligencias para buscar la declaratoria de ausencia de Amelia. Fueron al Saime de Maiquetía a llevar el documento redactado, para meterlo en tribunales y demostrar la desaparición. “Nos atendió un hombre grosero, gritón e incoherente, que decía que para meter estos papeles la persona debía estar acá. Yo le expliqué: esa señora era mi esposa, su madre. Es una desaparecida de la tragedia. Tenemos que declarar su ausencia. Han pasado 20 años. Pero no hubo manera de que entendiera”.
Hoy en día Cerro Grande es un depósito de gandolas y fábricas de bloques. La nueva casa de Ramón tiene vista a los campos de golf del Club Caraballeda y al fondo, el mar. En el centro de su hogar está el altar de la familia. Del lado izquierdo están Amelia y Valentina. Del derecho, los nietos que nacieron después de la tragedia, uno de quince años y otro de dos. “Esta fue la vida que nos tocó. Me consuela saber que igual siempre luchamos porque en el futuro se pueda vivir más, distinto, mejor”.