Una mañana de 1996 yo estaba en mi oficina como Presidente del Centro de Estudiantes de Medicina de la Universidad de Carabobo, cuando veo a un sujeto leyendo la cartelera informativa que teníamos allí. Nunca lo había visto en ya mi tercer año en la Escuela, así que me acerqué a saludarlo y preguntarle si lo podía ayudar con información.
Era de poco pelo ya y se veía mayor que todos nosotros, con lentes. Mi primer pensamiento, debo decirlo, fue que quizás era uno de esos repitientes crónicos que uno no sabía en cuál universo estaban, pues tenían materias en todos los años —Histología, Bioquímica, Farmacología o la temible “fisiopato”— y era un desafío cuántico establecer a qué año pertenecían. Me dijo que venía por un traslado desde la Universidad Experimental Francisco de Miranda en Coro, y que cursaría tercer año, como yo.
Al iniciar clases supe su nombre, Teófilo Ortega, lo que significaba que lo vería por el resto de mis días en mis rotaciones clínicas: Noguera, Ochoa, Oliveros, Ortega, Paredes, Párraga, Peralta. Todos tenemos una secuencia de apellidos en la memoria cuando pasamos por el sistema educativo. Allí estuvo el compañero de los lentes.
En menos de un mes todos nos dimos cuenta que el recién llegado no era ningún gato de Schrödinger tratando de sobrevivir a Medicina, sino alguien de gran nivel de inteligencia y retentiva. Respondía las preguntas de los profesores con profundidad. Se notaba que dedicaba mucho tiempo al estudio y de varias fuentes. De inmediato se ganó el respeto del grupo, y, poco después, nos dimos cuenta de su calidad humana con sus acciones. Siempre dado a explicar y a ayudar. Eso hizo que también se ganara el afecto de los demás.
A medida que avanzamos en la carrera fui conociendo su historia. Teófilo (que en Latín quiere decir hijo de dios) provenía de un hogar sin holguras económicas. Había trabajado como lanchero y pescador en su pueblo, en paralelo con sus estudios.
Una vez nos dijo que organizaríamos un viaje VIP a los cayos, gratis, con sus amigos lancheros de infancia, para llevarnos a los sitios a donde no llevan a los turistas. Nunca nos organizamos.
Teofilina (una molécula familia de las Xantinas), como yo le decía, había estudiado bachillerato y luego se fue a Coro a estudiar Electromedicina, y después de titularse logró el cupo para estudiar Medicina, su meta principal. Teofilina estudiaba y trabajaba a la vez, y sacaba puros notones. Su historia me gustaba, porque demostraba que no importa de dónde vienes, con trabajo y estudio se logran las cosas. El sistema público educativo, con sus imperfecciones, había logrado su objetivo: brindarle una oportunidad acorde a su intelecto. La Universidad es la gran democratizadora, y él, como muchos de los miembros de esa promoción, provenía del sistema público y estaba en plena escalera del ascenso social. Al final fuimos compañeros de tesis, y pasamos largas jornadas en casa de Gregorio Riera trabajando en eso junto con María La Paz Manzo. Esa tesis, presentada en un congreso internacional de osteoporosis, fue una gran alegría.
El día 27 de marzo del 2000 nos graduamos, y Teofilina ocupó uno de los primeros puestos en la promoción, nada mal ¿eh? Al terminar la rural se fue al Hospital Domingo Luciani para especializarse en medicina interna y regresó a Valencia para hacer una subespecialidad en terapia intensiva en el Hospital Angel Larralde. Acá en Valencia se casó con Angélica, su novia de largo tiempo, y tuvo tres hijas. A pesar del tiempo, y la separación de los caminos, vi como Teo se compraba un carro, un apartamento en una buena zona de la ciudad. Cosas buenas que nos pasaron a todos los de esa generación de médicos.
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Cuando volví a Venezuela de mis años de posgrado en Inglaterra, lo encontré dedicado a cuidados intensivos. Cuando la debacle se instauró, Téofilo trabajaba en las terapias intensivas del Hospital Angel Larralde, del Hospital de Mariara, y en la Clínica Guerra Méndez. Allí estaba en su elemento. Ya los sueldos del sistema público se estaban pulverizando y le dije que por qué no iniciaba una consulta privada de medicina interna y me respondió que no le gustaba, que lo suyo era la terapia intensiva.
En Venezuela siempre hubo pocos intensivistas, y cuando arrancó el éxodo masivo, muchos de ellos emigraron, por lo que aquellos que se quedaron eran altamente demandados y tenían que trabajar en muchos sitios porque no había personal. Teo podía hacer tres a cuatro guardias de 24 horas cada una a la semana, y eso es un esfuerzo enorme y desgastante en una especialidad de tal complejidad. Al final se quedó trabajando en la terapia intensiva de la Maternidad de la CHET y en el área de COVID de la Guerra Méndez. Esto da una idea de todos los sitios donde dejó huella: prácticamente atendió las terapias intensivas de gran parte de la región. Adicionalmente se especializó en ecografía, lo que aumentaba enormemente su capacidad diagnóstica. Teófilo era una máquina para estudiar y trabajar, hecho para las complejidades.
¿Cuántos favores llegó a hacer? ¿Cuántos pacientes salvó en todas esas guardias en esos sitios? ¿Cuántos trabajadores de la salud entrenó? ¿Cómo medir todo eso?
Me pregunto a esta hora de la madrugada del 7 de marzo.
El 10 de febrero, después de días sintiéndose mal, lo ingresaron a terapia intensiva en la Guerra Méndez por COVID. Lo tenían con mascarilla CPAC para darle oxígeno. Al enterarnos le empezamos a escribir mensajes de aliento por los grupos. El 11 de febrero en la noche escribió un mensaje:
“Buenas noches amigos, por mi condición me voy a comunicar poco para poner todas mis fuerzas en salir de esto. Estoy enormemente agradecido por sus oraciones y buenos deseos, Dios mediante seguiremos luchando; por los momentos sus buenos sentimientos y apoyo los recibo y me alientan. Gracias amigos, amigas, familia”.
El aluvión de mensajes y llamadas que su familia y sus médicos recibieron no me sorprendieron. Era la mera cosecha de lo sembrado.
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El 20 de febrero lo intubaron. Desde entonces, el parte del día siempre iniciaba con que el estado de Teofilina era estacionario. Ni mejoraba ni empeoraba. Pero todos sabemos que a medida que se pasan los días conectado a ventilación mecánica con parámetros ventilatorios altos, van aumentando las complicaciones. Apenas trataban de bajar los parámetros de ventilación, nuestro amigo se descompensaba. Tenía todos los equipos necesarios, sus medicamentos completos, personal abnegado y entrenado trabajando 24/7 dedicado a él, la Guerra Méndez costeando todo. Nada le faltaba a Teofilina. Muchísima gente en cadenas de oración, muchísima gente preguntando cómo ayudar.
Acaban de anunciar que falleció, el día 6 de marzo de 2021, con 51 años.
De inmediato me vinieron los recuerdos de ese día de la cartelera, de las rotaciones, de la tesis, de fiestas; recordé al tipo de los cayos, al intensivista, al electromédico, al esposo, al padre de tres adolescentes, al médico que nunca dejó el sistema público, al médico en eterna guardia. La vacuna llegó tarde para él.
Ante la devastación y la depresión colectiva cada quién está reaccionando a su manera. Yo decidí que quería contar la historia de Téofilo, porque siempre me inspiró su esfuerzo por superarse y ser de los mejores, por su vocación hacia el servicio atendiendo durante toda la pandemia a los pacientes más críticos. Es muy posible que se haya contagiado ayudando a sus pacientes.
Llené un vaso con whisky, me puse los audífonos y puse “Suspirium” de Thom Yorke, la melodía que se me vino a la cabeza al enterarme de su partida, la melodía con la que se debe leer este obituario.
El Dr. Teófilo Ortega se va a quedar estacionario, pero no en un ventilador, si no en el hipocampo –el centro de la memoria- de todo el personal de terapia intensiva de la región, de sus pacientes y los que lo conocimos.
No, el bachiller Teofilina no va a ser un numerito más, un doctor anónimo que se murió en Valencia. Él tiene una historia.