Pasar un día en Sao Paulo es como ir a una gigantesca tienda por departamentos: te encuentras de todo, mucho de todo, y casi nunca es lo mismo. Tienes que tomar lo que quieres al momento porque si no, cuando regresas más tarde, es muy probable que ya no esté.
Sao Paulo es ella, y ella es una mujer antigua, firme y fuerte al mismo tiempo. Una mezcla de nostalgia y vanguardismo tan dispar como el cuadro de un pintor que usa ambas manos al mismo tiempo. Para mí es como un cubo de Rubik sin terminar.
Sao Paulo es arrogante, rígida y discordante. Hasta hace poco vivía en la Zona Este, que al contrario que en Caracas, no es la parte más agraciada de la ciudad. Cuando llegué, a finales del 2017 era un jueves en la mañana, lo cual fue genial porque aún Sao Paulo huele a jueves para mí. Huele a aquel día de la semana que extrañamente me encanta, no sé si por la suerte que Júpiter le otorgó en su nombre o porque ese viernes chiquito desde niño se me parece un poco a la felicidad.
Y a pesar de todos sus sinsabores, mi nueva ciudad me ha hecho extrañamente feliz.
Debe ser porque he aprendido a no dar nada por sentado por estos lares. Nada es estático, y esto es más evidente cuando vas del este de Sao Paulo hacia el centro: sea cual sea tu medio de transporte vas pasando por un paisaje duro, de miseria y marginalidad que queda relegado a medida que te adentras en la urbe y le das la espalda, como a tantas otras cosas en esta ciudad. Cuando vas llegando al centro urbano la modernidad y el progreso parecen emerger del suelo, igual que estalagmitas acristaladas que dominan el espacio, o al menos eso creen hacer, porque en Sao Paulo nada es tan permanente como se cree. Cada día hay algo nuevo que crece en algún rincón de esta ciudad sin que te enteres, y mientras cada día vas en el metro, corriendo de aquí para allá, recorriendo sus más de cien kilómetros de extensión intestinal, no percibes el nuevo edificio que crece sobre tu cabeza o el viejo que muda de color ni siquiera el más antiguo que se resiste a la muerte y el olvido, como todos lo hacemos.
Muchos se olvidan de que aquí también la arquitectura es protagonista. Brasilia y su arquitectura pueden regodearse de ser una maqueta al aire libre, pero mi nueva ciudad es un joyero arquitectónico variadísimo, una metrópolis rebelde que no quiere nada con nada ni con nadie sino lo que a ella misma le dé la gana proponerse.
El dolorcito dentro de la samba
Aquí todo muda. El discurso nunca es el mismo. La visual de la ciudad es mutable e incompleta. así como su idioma, porque en Brasil la lengua oficial es el portugués pero en Sao Paulo se habla paulistano y bien rajado. Si vienes por aquí te sugiero que lo aprendas rápido porque la ciudad no te da mucho tiempo para adaptarte, tá ligado meu? Aquí tienes que aprender a hablar con esa señora paulistana, fundamentalista, que sirve los panes, la mantequilla y el café a las cuatro de la tarde para reunirse con las amigas, y con el muchacho de veintitantos años que te trajo la comida al trabajo en bicicleta. Aquí tu jefe puede ser la persona más formal en la oficina pero al mismo tiempo burlarse de tu ropa en una rueda de samba un viernes en la tarde mientras se beben una cerveza esperando que pase el tránsito para poder volver a casa. Puede que el Caribe no bañe las costas de estas tierras, pero la samba, el fútbol y la caipirinha le han dado todo el caribeñismo que le hace falta y podría decir que hasta con ñapa.
Hablando de samba, es común engañarse con la idea de que Río de Janeiro es la cuna de este género y quizás esto se debe a la fama del carnaval o de sus playas, pero nada más lejos de la realidad.
Río tiene su música, es cierto, y su estilo bien marcado, pero la samba paulistana cuenta con una estructura muy distinta porque duele distinto y samba buena es aquella que te hace recordar el dolor.
Adoniran Barbosa, por ejemplo, canta sobre dejar a su amada para tomar el último tren que lo llevará a casa o sobre tres desamparados que ven el refugio que habitaban desmoronarse ante ellos solo porque el dueño así lo quiso. Y como él, hay otros que le cantan a las calles de Sampa —el apodo de Sao Paulo— con un son más lento, y el llanto de un pueblo que se levanta y se acuesta con la oscuridad sobre sus hombros, porque solo así sobrevive un pobre en esta enorme ciudad: trabajando mucho y sambando un poco más.
De filiaciones y tradiciones
De fútbol si es verdad que no sabía mucho. Lo veía cada cuatro años y eso si la luna estaba en Leo con conjunción de Júpiter en domicilio, pero a los pocos días de llegar a mi nueva ciudad descubrí que aquí puedes salvarte de un resfriado pero no de hablar de fútbol. He visto chicas de veintipocos años gritar en contra de la madre de un árbitro y un par de horas después ponerse su mejor vestido y sus zapatos más agresivos para salir a conmemorar la victoria del time con los amigos en el Samba, que es música y lugar al mismo tiempo.
Es que hay dos cosas de las que no puedes escapar en Sao Paulo: del clima y de elegir un equipo de fútbol. Yo soy corinthiano tanto por simpatía como por locación. Vivir en la Zona Este, casa de la segunda mayor fanaticada del país, y ser hincha de otro equipo sería un suicidio social. Las mejores fiestas, los mejores churrascos, las más grandes conversas, los grandes encuentros y los buenos romances nacen en estas celebraciones de fútbol, y cuando el Corinthians gana, la fiesta es mucho más grande.
En fin, que no hay salida del fútbol. Está en el ADN de la ciudad. Igual que el clima y el plato del día, una tradición que se respeta hasta en la casa más noble. En efecto, hay un menú general en la ciudad, una especie de acuerdo social que nadie sabe en qué momento se hizo, pero que se respeta hasta hoy.
Los lunes, por ejemplo, se come Virado ao Paulista, un plato que desde 2018 es patrimonio inmaterial de la ciudad: una chuleta de cerdo con arroz blanco y hojas de couve (una especie de repollo con esteroides en clorofila) salteadas con ajo que se acompaña con puré de frijoles, chicharrones bien tostados y un cambur empanado frito (¡Sí, un cambur empanado frito!) y la farinha nossa de cada dia. Esta última nunca falta, es una especie de casabe amarillo molido que desde el norte hasta la frontera argentina acompaña siempre, pero absolutamente siempre, los platos de la culinaria brasileña. Los martes se come mondongo guisado; los miércoles y sábado feijoada (caraotas negras, arroz, couve y pedazos de naranja); los jueves, spaghetti boloñesa y los viernes un buen filet de pescado. Los domingos en casa seguro hay parrilla, hay samba y hay fútbol, además de cerveza y una buena caipirinha. Y el lunes todo vuelve a empezar.
La verdad es que yo he terminado por enamorarme de Sao Paulo, absoluta y completamente. Hoy trabajo en la Avenida Paulista, símbolo tácito de la ciudad, donde viene la gente si quiere gritar contra un presidente, recibir el año nuevo o celebrar el amor universal en comunidad. La Avenida Paulista reúne todo lo que la ciudad te puede dar en un solo lugar: desde piezas arquitectónicas decimonónicas hasta emblemas de la cultura japonesa que tan fuertemente se arraigó en todos lados. Los domingos se convierte en una gran feria con música al vivo, gente vendiendo artesanías, artistas mostrando sus obras y comida de calle, mucha y de la buena.
Entre uno y otro batuque de samba, uno de esos domingos me paré en un puesto a comerme un lanche (una hamburguesa según los paulistas), y no sé si fue por el gentío, el calor o lo sabrosa que estaba, pero me sentí de pronto en alguna esquina de la Plaza Venezuela comiéndome un buen asquerosito.
Tal vez Sao Paulo me jugó una de las suyas y me colocó en ese preciso cuadrito del destartalado e inconcluso cubo de Rubik que es mi nueva ciudad.