Un delicado misterio hecho de hongos, musgos y líquenes

Son inmensamente valiosos para la salud de los ecosistemas, para mostrar la presencia y los niveles de contaminación y también para atenuarla. Pero en Venezuela quedan solo unos diez científicos que investigan y protegen estos seres vivos

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La Fossombronia wondraczekii, presente en el estado Miranda, es una de las plantas cuyo estatus de vulnerabilidad se desconoce

Foto: Tropicos.org

Venezuela, uno de los diecisiete países megadiversos que hay en el mundo, puede albergar más de 40.000 especies de hongos. Como toda nuestra diversidad biológica, también estas especies están en riesgo, junto a muchas algas, musgos y líquenes. Su presencia es mucho más discreta que la de un jaguar, un oso frontino, un yagrumo o un samán, pero igual de valiosa para la salud de los ecosistemas terrestres y acuáticos, para que haya oxígeno y agua en los bosques, y peces en los ríos y en los mares.

La edición más reciente del Libro Rojo de la Flora Venezolana, de 2020, establece como uno de sus retos actualizar las estadísticas de especies botánicas vulnerables a la extinción por la intervención humana o el calentamiento global según los criterios de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN). De las 7.556 especies registradas dentro de este macrogrupo que une a reinos ya separados por la taxonomía —como el de las plantas sin semillas y al reino fungi—, solo 91 se pudieron catalogar con las etiquetas de Vulnerable, En Peligro y En Peligro Crítico. 

Y no porque no haya más especies amenazadas, sino porque no sabemos lo suficiente. En Venezuela ya no tenemos suficientes profesionales para documentar esos impactos, porque en esa rama de la biología, la botánica criptogámica, la que estudia los vegetales que no tienen semillas y los hongos, solo quedan unos diez científicos que unen sus esfuerzos para catalogar y preservar el conocimiento de esas especies.

“Los científicos que estudian botánica criptogámica en el país están más vulnerables a desaparecer que las propias especies”, advierte el botánico Efraín Moreno, profesor del Instituto Pedagógico de Caracas y colaborador del Libro rojo de la flora venezolana.

“En 2014, los especialistas en la flora no vascular y la micología no llegaban a las treinta personas. En 2022 no llegamos a los 15, más de la mitad especializado en macroalgas marinas, y no se percibe una generación de relevo dentro del país”. 

Si bien los estudios venezolanos de micología, la ciencia de los hongos, han avanzado en áreas como la medicina, la geoquímica y la agropecuaria, desde 2019 no tenemos un solo micólogo que busque y clasifique especies de hongos no microscópicos en los ecosistemas, al menos no dentro de las universidades públicas de Venezuela, tras la partida a EEUU de la investigadora Teresa Iturriaga. 

La comunidad científica no duda de que más de 300 especies de hongos y plantas sin semillas sean vulnerables al cambio climático, la deforestación, los incendios y la minería

Foto: briologiaenvenezuela.com.ve

“Más allá del financiamiento para investigar, un problema típico de la región, el problema principal es que los estudiantes que están interesados en la micología se van del país apenas se gradúan. Corremos el riesgo de no renovar nuestro conocimiento”, dice el liquenólogo Jesús Hernández, miembro del Herbario Nacional de Venezuela y profesor de la Universidad Central de Venezuela (UCV). “Las dos especies de hongos que están en el Libro Rojo están registradas porque los árboles que habitan también están vulnerables. Se sabe que hay más, pero no podemos cuantificar a corto plazo. Para dar una perspectiva, proyectos como el Libro rojo de la flora, la fauna o los ecosistemas terrestres venezolanos se deberían hacer una vez al año”. 

Otras especies que corren la misma suerte son las hepáticas (un eslabón entre las algas y los musgos) y los antoceros (plantas pequeñas emparentadas con los musgos porque no tienen flores, semillas ni tejidos para transportar nutrientes a largas distancias). Esos organismos hacen fotosíntesis, son el alimento de ciertos insectos y contribuyen a degradar rocas y crear suelos ricos en minerales para que otras plantas se desarrollen. 

El Libro Rojo de la Flora Venezolana enumera veinte hepáticas, con nueve especies en peligro crítico de extinción, pero botánicos como Moreno creen que lo más probable es que ya se hayan extinguido, pues su presencia se había documentado en zonas de alta intervención urbana como el Parque Nacional El Tamá, en el Táchira. La información sobre estas especies no se actualiza desde hace al menos cinco años.

Conservar lo que se conoce

Mientras tanto, nace un nuevo ecosistema al noroeste del pico Humboldt, donde a medida que retrocede el último glaciar de Venezuela avanzan bajo su estela musgos, líquenes y otras plantas pequeñas. 

Una de los pocos especialistas en el área que aún vive en el país es Cherry Rojas, bióloga y profesora del Instituto del Jardín Botánico de la Universidad de los Andes (ULA). Rojas, junto con un equipo de investigadores, subió a alrededor de 4.800 metros de altura en 2019, y catalogó 55 especies, incluyendo seis que nunca se habían reportado en el país y ocho endémicas de los páramos. 

En los Andes venezolanos —uno de los sistemas biológicos más ricos en variedad de musgos en el mundo— el cambio climático está permitiendo que ciertas especies prosperen en mayores altitudes, mientras que otras pierden poblaciones por la ganadería, la tala y el turismo. 

Al menos mil de esas especies ya están catalogadas en una base de datos  supervisada por Cherry Rojas y por el biólogo Jesús Delgado. Ellos son los únicos especialistas que quedan dentro de Venezuela. Para ambos, las instituciones no son capaces de medir la situación real. Los robos y las inundaciones en la Universidad de Los Andes, y las trabas legales para obtener muestras, complican las cosas. “Los musgos son poco tomados en cuenta, incluso entre especialistas como ingenieros forestales”, dice Rojas. “Son especies resilientes, pero los cambios repentinos en el clima y la deforestación perjudican sus ciclos de vida y nos pueden ayudar a señalar qué tan graves son esos cambios”.

De las 44 especies vulnerables de musgos que aparecen en el Libro Rojo, 17 están en el páramo andino.

Foto: briologiaenvenezuela.com.ve

Una gran amenaza sobre los musgos es su extracción para decorar pesebres navideños, un delito según la ley desde 2013. Tanto como la tala de árboles en los bosques nublados y la urbanización en áreas protegidas. Para los biólogos, urge mucha educación para que haya un cambio de consciencia.

Jesús Delgado, especialista en musgos y profesor de la Universidad Simón Bolívar, subraya que se debe retomar un proyecto de la doctora Yelitza León en Mérida: la campaña de conservación Musguito para que niños y adultos ayuden a identificar musgos, adquiriendo un sentido de documentación y conservación. La campaña no se ha reanudado desde 2017, cuando León emigró. Para Delgado, ese proyecto crearía una red de voluntarios, que es mejor que tener un solo investigador. “Al fin y al cabo, ¿cómo conservas lo que no conoces?”.

Líquenes y bosques amenazados

En los bosques del Parque Nacional Sierra Nevada de Mérida, el biólogo Vicente Marcano registró una nueva especie de líquen: Ramalina victoriana V. El espécimen, con una apariencia de hojas alargadas y pálidas de menos de un centímetro, estaba adherido exclusivamente a los troncos del copey o tampaco (Clusia multiflora).

Marcano es profesor e investigador de biología adaptativa, química evolutiva, microbiología ecológica y astrobiología en la ULA. Al liquen Ramalina victoriana V. lo consideró especie endémica por las condiciones específicas de su distribución y conservó varias muestras para su estudio. Este liquen llegó a la literatura científica en mayo de 2021, cuando se listaron en un libro las 53 especies de líquenes nuevas que Marcano y un equipo recopilaron en los Andes de Venezuela y Colombia. 

Un par de meses después de que se registrara la nueva especie en el libro, el biólogo regresó al bosque de copeyes para evaluar al liquen, pero solo los tocones de los árboles estaban allí.

Sin más nada que hacer, Marcano fue al Laboratorio de Biología Evolutiva y Organismos Extremos de la ULA y utilizó parte de las muestras que había recolectado para reanimarlas y colocarlas en un sustrato similar al de los árboles con la esperanza de reintegrar el liquen al ecosistema. Hasta ahora no se sabe si hay otra población de ese liquen endémico. 

Venezuela puede ser el país neotropical con más líquenes en el mundo. Se estima que hay más de 5.000 especies de hongos liquenizados, pero solo 1.627 se habían catalogado hasta 2020. 

Los líquenes son vulnerables a la alta deforestación que, según Global Watch Forest, ha desprovisto a Venezuela de alrededor de 2,29 millones de hectáreas de cobertura arbórea entre 2001 y 2021. El Libro Rojo de la Flora venezolana solo tiene solo una especie de liquen en la lista, pero para Marcano debe haber al menos cien en peligro, y solo tenemos tres liquenólogos activos en dos universidades públicas. 

Los líquenes como el Pseudocyphellaria Aurata, de la Cordillera de la Costa, indican la salud de un ecosistema

Foto: Jesús Hernández

Las actividades de conservación de los líquenes en el país se concentran en charlas informativas tanto en la ULA como en el Jardín Botánico de la UCV. Además hay proyectos de conservación para los bosques relictos (remanentes de otro más amplio que ha perdido gran parte de su superficie) dentro del parque nacional Sierra Nevada y del Jardín Botánico de la UCV. “Los biólogos deben ser también naturalistas capaces de explicar al público cómo los líquenes se relacionan con el mundo —piensa Marcano— por ejemplo, cómo contribuyeron a formar ópalos en el macizo de Chimantá, en Guayana”. 

Pequeños semáforos ambientales

Toda la flora criptógama (algas, musgos, hepáticas, antoceros, hongos y líquenes) es además medidora de impacto ambiental. Su corto rango de crecimiento geográfico y su capacidad de absorber metales pesados les permite registrar la contaminación en bosques, costas y ciudades, algo que no se ha explorado bien todavía. “Además del talado urbano, la presencia y diversidad de los líquenes también es indicio de la calidad del aire —dice Hernández—. Por su sensibilidad a los gases de los automóviles, las especies tienden a crecer en donde el aire está más puro.

Mientras menos variedad de líquenes hay en una zona, más contaminado está el aire. Hay zonas de Caracas en las cuales, debido a las carreteras y el tráfico, no hay líquenes.

Un mapa con las concentraciones de líquenes en la ciudad ayudaría a determinar qué partes tiene mayor contaminación y correlacionar esta información con la incidencia de enfermedades respiratorias”. 

Estas especies también tienen la capacidad de restaurar en un plazo relativamente corto los ecosistemas. Varias especies dentro del reino fungi han demostrado tener la capacidad de degradar hidrocarburos en cuerpos de agua y en la tierra, lo que puede ayudar a largo plazo a controlar los derrames de petróleo en los mares venezolanos.

Contra las olas migratorias

“En la Universidad de Carabobo ya no hay profesores en el área de investigación de la ficoflora regional (es decir, de las algas marinas). Quedan alrededor de seis investigadores del área que forman parte de las universidades públicas del país. Hay tres en la Universidad Central, uno en la Universidad de Oriente, uno en la isla de Margarita y otro en la Universidad del Zulia, que se dedican a registrar y monitorear las especies de macroalgas en las costas venezolanas”, dice la ficóloga Mayra García, profesora en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad Marítima del Caribe. 

Se estima que en las aguas marinas de Venezuela hay unas 900 especies de algas microscópicas y macroscópicas. El Libro Rojo de la Flora Venezolana califica 21 especies de macroalgas como vulnerables, cuatro «en peligro» y dos «en peligro crítico». Uno de los proyectos de clasificación y monitoreo de las especies de García es esta Base de Datos de la Ficoflora Venezolana, donde hay hasta el momento una lista de 695 especies de algas venezolanas. 

“Uno de los retos es el financiamiento para las investigaciones de campo más frecuentes y el atraso en la formación académica en biología molecular. En la región latinoamericana ya se está clasificando las especies según sus recursos genéticos y nosotros seguimos usando la taxonomía clásica. Como no tenemos los equipos adecuados, en algunas ocasiones las muestras se deben mandar al exterior para poder secuenciar el genoma de la especie y clasificarlas adecuadamente, y especificar cuáles son los puntos de atención para conservarla, dependiendo de ese estudio”. 

Para García, hay al menos cuatro problemas que vulneran las costas venezolanas: las intervenciones urbanísticas en las costas orientales y en las formaciones insulares como Los Roques, los derrames de petróleo en las costas venezolanas cerca de las refinerías —en Carabobo, Falcón y Zulia, donde casualmente ya no hay recursos para monitorear directamente su impacto en la ficoflora—, el turismo y la contaminación por aguas negras en las costas del centro del país. Además, los sistemas coralinos y los manglares, que son lugares de interés para la biodiversidad, necesitan mayor vigilancia constante por parte de autoridades e investigadores. 

El factor común de riesgo en todas las especies criptogámicas es la degradación de sus ecosistemas por la actividad humana.

Foto: Jesús Hernández

“El Libro Rojo presenta llamados de alerta, no da información concluyente. Las ficoflora descrita en el libro es endémica en regiones muy específicas. Por lo tanto, si los ecosistemas están vulnerables, las especies también lo estarán”, comenta García. “La idea de esta información es motivar a la comunidad científica a llevar monitoreos más frecuentes y a la sociedad civil y al Estado a reducir el impacto que hacen en esas zonas. Pero los esfuerzos institucionales para clasificar y conservar la biodiversidad son más lentos que los fenómenos que se producen”. 

Alertas y esperanzas

El Libro Rojo de los Ecosistemas Terrestres de Venezuela, publicado en el 2010, es uno de los esfuerzos sistemáticos más recientes hasta la fecha. El documento registra que alrededor del 36,12 por ciento del territorio nacional se encuentra bajo un nivel de vulnerabilidad para los estándares de la UICN para esa época. 

“Es indudable que se necesita actualizar el libro rojo de los ecosistemas, y estamos en camino a ello. Venezuela fue uno de los países piloto en hacer un texto en esa temática para la UICN, porque ciertas variables cambiaron y son más precisas”, comenta Irene Zager, directora de investigación de la ONG Provita, una de las instituciones encargada de editar los libros rojos de la biodiversidad de Venezuela. “Frente a todos los eventos que estamos presenciando en la última década, se puede decir con confianza que, a nivel cualitativo, la clasificación de estos ecosistemas será la misma o más cercana al Peligro Crítico”.

La pérdida de cobertura vegetal es evidente, pero la contaminación de suelos y el registro de especies también requieren investigación de campo, todo un reto ante la pérdida de biólogos y ecólogos que sufre Venezuela.

En este panorama, la mejor propuesta que se puede hacer a los ciudadanos no familiarizados con la biodiversidad es que apoyen las actividades de conservación y promuevan la educación ambiental que ofrecen las instituciones. 

“En este momento hay varias propuestas sobre ecoturismo y agricultura sustentable que han mostrado un gran resultado a corto plazo para la conservación de animales y sus ecosistemas. También están las actividades académicas de bajo costo que ofrecen algunas instituciones como los paseos guiados del Jardín Botánico de Caracas —dice Zager—. El ciudadano puede usar las redes sociales o sus propios recursos para registrar sus alrededores y llevar su propio inventario para contactar con los científicos. La clave es lograr redes de apoyo comunitarias con asesoría científica”. 

La directora de Provita llega entonces a la misma reflexión que los botánicos y los liquenólogos mencionados: en esta crisis humanitaria compleja, la población civil y la comunidad científica deben aumentar su interacción y unir sus fuerzas para mejorar el panorama ecológico del país en los próximos años.