Detrás de esa costa de donde salen los migrantes desesperados hacia Trinidad y Tobago están los Caños del Delta del Orinoco. Esos ríos crean islotes que en el mapa de Venezuela se ven como pinceladas de un artista, hechas al azar por manos trémulas. Así, quizá, se sienten algunos de los habitantes de la zona. O así los hacen sentir: repartidos por alguien más en una remota dimensión paralela a la que llegan todos los problemas del resto del país, pero difícilmente las —escasas— soluciones.
Allí hay dos tipos de comunidades indígenas. Están aquellas en las que se instalaron misiones religiosas, algunas pioneras en la región en la instalación de antenas satelitales. Son poblados que “occidentalizaron” su modo de vida, con escuelas primarias y secundarias, servicios básicos y donde se usa el dinero. Luego, están las más tradicionales, que han mantenido la pesca y la siembra como medios para alimentarse y viven en su mundo: cocinan en fogón, alejan a las mujeres de la casa durante su primera menstruación y un pretendiente tiene que ir adonde el padre de su enamorada a pedirle la mano.
En las comunidades más occidentalizadas, el deterioro del último lustro es similar al del resto del país. Algunas ya no tienen energía eléctrica, han ido cerrando las escuelas y han tenido que retomar la siembra y la pesca ante la hambruna. Quienes pudieron, se fueron a Tucupita o migraron, los demás siguen allí: aguantando. Las comunidades más tradicionales han vivido menos cambios, pero son más vulnerables a las enfermedades, como el sarampión.
En una de esas comunidades, Araguaimujo, nació Diógenes Colina en 1991. En 2005 terminó sexto grado y sus padres lo inscribieron en el internado de Santa Catalina, donde estudió primer y segundo año. Para llegar, tenía que hacer un largo recorrido y era costoso. Diógenes pasaba seis horas del día en una lancha. Además, el internado empezó a tener problemas con el sistema de alimentación, hubo intoxicaciones y fiebres, así que cuando se abrió un liceo en su parroquia natal, sus padres lo inscribieron allí. En 2010, se graduó de bachiller.
Luego Diógenes estudió en el Instituto Universitario de Tecnología Doctor Delfín Mendoza, en Tucupita, Delta Amacuro. Allí no solo le tocó el choque de cualquier joven que se independiza, sino salir de su burbuja familiar para vivir lo que significa ser indígena en Venezuela.
Muchos compañeros lo veían con distancia. Su carácter introvertido —típico de quien pasa de la naturaleza a una ciudad— se acentuó. Muchos indígenas no aguantan esta tensión y dejan la universidad.
Lo más engorroso que le tocó a Diógenes fue mudarse a lo que en esa región llaman barraca, un sector popular con viviendas tan endebles como la economía nacional. Cuando llovía, el agua dentro de la casa les llegaba hasta las rodillas. Tenía que poner en alto sus cuadernos, libros y su poca ropa.
Al fin se graduó de administrador, pero se cansó de tocar puertas y nada que conseguía trabajo. Hasta que lo llamaron de Fe y Alegría, del IRFA: el programa que se encarga de alfabetizar a diversas comunidades indígenas de los Caños del Delta. Querían que sustituyera a Amador Medina, quien tras siete años trabajando como promotor de educación había renunciado para dedicarse full time al periodismo.
Era toda una ironía de la vida que le ofrecieran trabajo en educación a Diógenes; él no quería ser administrador, era la única opción que le ofreció la OPSU sin mudarse de estado. Su sueño justo era dedicarse a enseñar, pero solo había cupo en la Universidad de Oriente, a muchos kilómetros de distancia. Ya mudarse a la “ciudad” de Tucupita, que le quedaba más cerca, había sido toda una aventura.
Pero, para el cargo de promotor en Fe y Alegría, buscaban un profesional de lo que fuera, pero que dominara el warao y el español. Diógenes encajaba: el warao era su lengua materna, el español la que más usaba ahora en Tucupita. Hizo una prueba en 2014 y lo contrataron en febrero de 2015.
De Catia al Delta
Fe y Alegría empezó con el padre José María B, nacido en Chile pero destinado a Venezuela. Junto a un grupo de muchachos de la Universidad Católica Andrés Bello, comenzó a visitar sectores populares como 23 de Enero, La Vega y Catia. Dentro de las varias cosas que lo alarmaron destacó el analfabetismo de la mayoría de las personas. Realizaron, entonces, jornadas educativas. Un hombre llamado Abraham, que estaba construyendo su hogar en Catia, les donó la parte de arriba de su casa para que montaran una escuela. En 1955, terminó constituyéndose Fe y Alegría, un movimiento de educación popular y promocional cuyo radio de acción empezaba donde finalizaba el asfalto. Llegaron a sitios donde la presencia del Estado era casi nula.
Se registraron como una asociación civil e instalaron escuelas de educación primaria en sitios como Catia, La Vega, 23 de Enero, San Agustín del Sur, Los Valles del Tuy, Guarenas, Guatire… Maracaibo… así hasta la más reciente, que se abrió en 2019 en la Gran Sabana. Ahora son 170 escuelas que atienden alrededor de cien mil estudiantes. El sistema comprende preescolar, primaria y secundaria. Quienes lo transitan en su totalidad se gradúan como técnicos medios.
Resultó evidente que el problema de la alfabetización trascendía a los jóvenes. Por lo que el padre Castellá decidió fundar el Instituto Radiofónico de Fe y Alegría (IRFA), inspirado en un programa que había en España, mediante el cual se le daba clases a las personas por la radio. Adaptaron el modelo a Venezuela y lo estrenaron en 1970, con cuatro grandes emisoras de amplitud nacional ubicadas en Caracas, Maracaibo, El Tigre y Guasdualito. La cosa evolucionó y hoy día, mediante un sistema semipresencial a distancia, con tutorías mediadas, se atiende a nueve mil adultos en todo el país, quienes optan a títulos de técnico medio en informática, contaduría o tecnología gráfica: las menciones que ha autorizado el Ministerio de Educación.
Es justamente una rama de este sistema la que opera en los Caños del Delta, con una particularidad: como allí las escuelas poco a poco fueron cerrando, el IRFA se flexibilizó para atender también a niños y adolescentes. Construyeron pequeños centros en los que se dan clases. Luego, evalúan a los alumnos en las visitas que se hacen desde la sede central en Tucupita.
Enamorado de enseñar
En el Delta, la Fundación atiende a nueve comunidades repartidas en dos parroquias. Son 445 estudiantes: 231 alumnas y 214 alumnos. Diógenes se enamoró del trabajo de Fe y Alegría. Sus compañeros le contaron de casos como el de una señora de 70 años que se alfabetizó, era como ver a una persona ciega recibiendo la facultad de ver. Él sintió que era una oportunidad para trabajar por su gente.
Cuando Diógenes asumió el cargo de promotor, Pedro Martínez era el coordinador educativo. Y pasó lo que ahora pasa a cada rato: la salud, la crisis, el país. Una migración en el horizonte. Con la salida de Pedro, Diógenes asumió en mayo de 2018 la coordinación. Pero no había a quién contratar para el cargo que él dejaba vacante.
Desde entonces, hasta mediados de 2020, Diógenes hace el trabajo de dos personas, pues trece candidatos que encajaban en el perfil de promotor, a quienes entrevistaron y ofrecieron el cargo, lo rechazaron porque el trabajo era de mucha exigencia y la remuneración muy escueta.
Hoy conseguir gasolina, aceite de liga, repuestos para la lancha y el tráiler, es complicado. Sin mencionar la compra de materiales educativos: lápices, marcadores acrílicos, tizas y cuadernos. Viajar a los Caños ahora significa mucho dinero y, por ende, ha disminuido la frecuencia con la que lo hacen.
Siendo Delta Amacuro un estado fronterizo con Trinidad y Tobago y con la Guyana Esequiba, hay muchas restricciones por parte de las instituciones que deberían facilitar el combustible. Todas justifican las trabas diciendo que son para prevenir el contrabando.
En octubre de 2019, Diógenes comenzó los trámites para conseguir los 750 litros que necesitan para hacer el recorrido desde Puerto Volcán hasta todas las comunidades con las que trabajan. Es la cantidad mínima que requieren para ir y venir. Luego de cinco meses, en marzo de 2020, logró reunirlos y se embarcaron. Solo a eso, al parecer, pueden aspirar ahora: un par de viajes por año. Antes, hacían dos por mes.
Los destinos de Lina y Arnolia
Si se le pregunta a Diógenes por qué aguanta tantas dificultades, probablemente diga que porque le gusta cómo trabaja Fe y Alegría, que la paga —entendiendo el contexto del país— es útil, que cree en la labor que hacen. Y quizá, también, cuente la historia de dos mujeres.
La primera es Lina Acosta Eredia. Nació en los setenta. Hace unos años, le dieron el cargo gubernamental de cenifa, madre cuidadora. Lina era analfabeta, cosa que quedó al descubierto después de una visita de sus supervisores. Hasta entonces, otros escribían y firmaban por ella. El despido era cuestión de tiempo. En su comunidad había un centro de alfabetización, en el que maestros y voluntarios estaban dando clases. Por miedo a quedar desempleada, optó por la educación de Fe y Alegría. Aprendió a leer, escribir y a hacer operaciones matemáticas básicas.
Son varias las mujeres que han tenido un trabajo fijo, que han entrado a una nómina, y lo han perdido por no saber leer y escribir. No fue el caso de Lina.
Cuando volvió a ver a sus supervisores, ya había superado el analfabetismo.
La segunda es Arnolia Blanco Torres, quien siempre se mostró preocupada por la única escuela de su comunidad que se deterioraba con los años: se caían las paredes, faltaban maestros, desmejoraba la comida. Un día su esposo apareció muerto cerca de una laguna a la que había ido a pescar. No había rastros de violencia ni de picadura de algún animal en el cadáver. Nadie supo qué le pasó. Casi al mismo tiempo Arnolia supo que estaba embarazada.
Arnolia optó entonces por la educación de Fe y Alegría. Cuando tuviera su hijo, ella misma podría enseñarle lo aprendido. Por desgracia, tampoco fue posible. En 2019, brotó un virus en los Caños. Los síntomas eran fiebre, diarrea y vómito. Los niños que se contagiaban morían a los cinco días, los adultos, a los siete. Arnolia falleció luego de vencer el analfabetismo y de haber tenido a su hijo. Tenía 26 años. Para Diógenes, la mejor manera de honrar su memoria es seguir promoviendo la educación.
En Venezuela están su familia y amigos. Claro que cada tanto piensan en migrar, sobre todo cuando pasa uno o dos días sin llevarse comida a la boca. Él y su esposa se ven a los ojos y se preguntan si no sería lo mejor. De hacerlo, sería de modo legal. Hay conocidos que se han ido a Trinidad y Tobago, Guyana, a los refugios de Roraima y de Manaos. Lo han hecho por trochas, cruzando el corazón de la selva, nadando o en balsa; por caminos en los que se mueve el tráfico de drogas, niños, adolescentes, mujeres, armas, órganos… Por caminos en los que se puede morir tanto al luchar contra la naturaleza como al no esquivar una bala. O un machete.
En una ocasión Diógenes y su esposa trataron de obtener su pasaporte. El monto que les pidieron era tan alto que no siguieron con los trámites. Pero hay noches en las que se imagina a ella dando clases en el extranjero y a él haciendo algo parecido a lo que ya hace, feliz de no volver a ver nunca más la cuenta bancaria en cero ni la nevera vacía.
Mientras tanto, sigue enfocado con Fe y Alegría a continuar con la alfabetización en los Caños. Y piensa, con un dejo de frustración, en aquel proyecto de prevención y atención contra el sida que levantaron de la mano con Acnur, en el que se le enseñó a usar el condón a personas que ni sabían que eso existía, en el que lucharon contra entes gubernamentales y algunos religiosos que se tapan los ojos ante una epidemia que mata a demasiados indígenas. Le hubiese gustado conseguir datos oficiales que hubiesen permitido hacer un trabajo todavía más efectivo, aunque lo logrado ya resultó de gran ayuda. Diógenes hace lo que puede. Fe y Alegría le dio la posibilidad de lograr algo que sabe que es un privilegio: sentirse útil.