Mi cédula y mi pasaporte dicen que soy colombiano, pero la identidad suele ser un género de ficción. Esos documentos —plástico y papel sellados, fotografías de otro tiempo— no alcanzan a recoger todos los matices que me definen: mis viajes de ida y vuelta entre dos países, mi crianza en suelo prestado, mis nostalgias sucesivas, mi acento en mutación constante, la difícil adaptación, el equívoco de los demás cuando especulan sobre mi origen y, por encima de todo, la sensación de extranjero que siempre me ha acompañado.
Yo soy un hombre sin patria.
Pero mi biografía contiene algunos datos concretos. Nací en Valledupar, una pequeña ciudad ubicada al norte de Colombia, muy cerca de la frontera con Venezuela. A los pocos meses, junto a miles de paisanos empujados por la inequidad, la violencia y la escasez de oportunidades, crucé esa frontera con mi familia rumbo a Maracaibo, una ciudad próspera ubicada a pocas horas de viaje. Allí, en esa comunidad regionalista y orgullosa, empecé a construir algo parecido a la pertenencia.
Hasta que me fui.
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Colombia, se supone, es mi país; pero nunca había vivido aquí. Mientras crecía lejos, visitaba esta tierra solo en vacaciones, y en cada oportunidad encontraba un escenario que parecía una versión de Venezuela ligeramente alterada: muy parecida, pero sin duda distinta. Durante mucho tiempo percibí este lugar como un suelo extraño y ajeno; un espacio que no terminaba de ser el mío. Mis visitas fueron casi todas a ciudades de la costa atlántica, donde vivía mi familia. El resto del país era para mí tierra desconocida.
Solo había visitado Bogotá en un par de ocasiones, después de cruzar el país en largos viajes por carretera. En 2004, cuando decidí instalarme aquí, lo único familiar para mí eran las revistas para las que pretendía trabajar. Aquella apuesta temeraria —vivir de escribir— me trajo a este nuevo lugar y me abrió otra vida aquí.
Ahora Bogotá, una ciudad muy distinta a mi origen Caribe, montañosa y fría, es el lugar donde he pasado la mayor parte de mi vida adulta. Aquí, durante dos temporadas que empezaron en 2004 y suman trece años, he construido una vida en pareja. Aquí nació y crece mi hijo. Aquí he nutrido la inacabable colección de objetos y fetiches que muchos llamamos hogar.
Pero soy un bogotano en conflicto permanente. Odio la lluvia y cada tanto juro que no viviré mucho tiempo más entre estas montañas. Y al mismo tiempo amo esas montañas, que me retan y me hacen feliz cuando las subo en bicicleta tres veces por semana.
En esta ciudad, donde nadie me conocía cuando llegué hace quince años, me volví caminante: a pie la descubrí. Y caminando en solitario me conocí mucho más a mí mismo. Aquí he invertido miles de horas en recorridos que conducen siempre a la meditación silenciosa. La soledad del migrante lo empuja a la reflexión. En un intento por encontrar su espacio en un nuevo lugar, se revisa en busca de una definición que lo ayude a orientarse. El migrante es un viajero forzado a navegar sin brújula.
Sí, a ratos me canso de Bogotá, pero nunca dejaré de agradecerle todo lo que me ha dado. Fundamentalmente, la posibilidad de realizar mi gran objetivo: vivir de las palabras.
Casi toda mi carrera ha transcurrido en esta ciudad. Desde aquí viajo con frecuencia a distintos rincones de este país ancho e intrincado. Desde aquí, como periodista, he logrado contar decenas de historias que considero relevantes. He descubierto y he reconocido en el terreno la historia y la geografía de esta nación sufrida. He logrado, por fin, comprender las causas complejas que motivaron la migración de mi familia. En el espejo sucio de la realidad me he visto la cara y he identificado con mayor claridad el origen de mis cicatrices antiguas. Para entender, tuve que regresar.
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Vivir en dos países, al menos eso creo, me ha regalado un punto de vista más amplio para analizar mejor la realidad de ambos. En las similitudes y en las diferencias entre estas dos naciones yacen datos y fenómenos que enriquecen la mirada de cualquiera interesado en contarla. Al final, la libertad del migrante es un trampolín provechoso que permite mirar el mundo sin el antifaz estrecho de la nacionalidad.
Mi ciudad, de momento, es Bogotá. Pero mi verdadera casa por esta época ha sido Colombia toda. He hecho viajes largos y azarosos, como reportero, por zonas del país que muy pocos frecuentan. He descubierto una geografía vasta y disímil donde caben varios países posibles. He recorrido ríos extensos en mitad de la noche, la frontera en plena selva, mientras la orilla de Venezuela discurre junto al agua: mi antigua casa a pocos metros, y sin embargo tan lejos.
El mayor aporte que me ha dado este nuevo hogar es el descubrimiento, el asombro y la reflexión. Colombia, un país con una historia violenta y severa, es un reto personal y profesional para cualquier narrador. Pero el desafío crece y gana profundidad cuando esta historia es algo que habías conocido de forma parcial; y que luego te obliga a comprender. Aquí encontré la madurez como posibilidad. Aquí fue donde realmente me hice hombre.
De algún modo he encontrado otra casa lejos de Maracaibo. Esa ciudad es la única que aún identifico como mi lugar en este mundo. Si debo elegir un origen, yo soy maracucho. Pero, como migrante hijo de migrantes, crecí con una predisposición al movimiento. Sé que ningún lugar es definitivo, y que en cualquier momento puede ser necesario cambiar. Esa sensación se ha intensificado en Bogotá. Esta ciudad es mi base de acción, pero estoy dispuesto a cambiarla por otra en cualquier momento. Dijo Steinbeck: “Quien ha sido vagabundo, lo será el resto de su vida”.
Lo más valioso que me ha dado mi nuevo destino es una mayor conciencia individual y de las órbitas a las que debo ser fiel. Primero estoy yo: me debo a mí mismo y necesito estar bien. Enseguida viene mi familia: todos mis esfuerzos están dirigidos a sostener su bienestar. Y solo entonces viene lo demás: los amigos, los colegas, la comunidad, el país. El migrante es un ser egoísta que desarrolla lealtades dúctiles. Si mi país me falla, es hora de buscar otro.
Al final, creo, mi patria sí existe: está en mi mujer y en mi hijo; en mis libros y mis plantas; en mi bicicleta y en los lugares que con ella soy capaz de alcanzar. En cierta forma he confirmado mi vocación migrante con el desarrollo de mi vocación ciclista. Cualquier tierra que pueda alcanzar con mis piernas, es susceptible de llamarse hogar.