El 6 de enero del 2021 será un día que jamás olvidaré. Fue el día en el que vi con mis propios ojos la peor humillación jamás vista a lo que alguna gente solía llamar la democracia más consolidada del mundo. Una expresión que parece ya obsoleta, debido a las ambiciones de un líder autoritario, dispuesto a preservar su poder a cualquier costo.
La violencia, el terror y el vandalismo inundaron las inmediaciones de Capitol Hill y todavía me cuesta creer que lo que voy a contar pasó en Washington D.C. y no en una capital latinoamericana. Especialmente porque cada ventana rota, cada ladrillo destruido, cada curul usurpada por los manifestantes es un golpe no solo a la democracia estadounidense, sino a la democracia en todas partes.
Llegué a la marcha a favor de Trump poco antes de mediodía, cuando el presidente todavía hablaba en el Elipse de la Casa Blanca. Sin embargo no fui por él, sino para tratar de entender por qué había gente parada ahí, a cinco grados centígrados, para escuchar sus acusaciones sobre que le robaron las elecciones. Cuando me puse a conversar con la gente, casi todas las personas con las que hablé me decían qué grande y qué fuerte era Trump al desafiar al “comunismo global”.
Que esta gente sintiera esa fascinación por un hombre, y que depositara en él todas sus esperanzas por considerarlo un salvador, me recordó de inmediato al chavismo, en especial porque todos parecían estadounidenses de clase trabajadora que sentían que los gobiernos anteriores les habían fallado. No obstante, pese a la naturaleza ultranacionalista de la protesta, y a que casi todos llevaban vestimenta militar y protección antimotines, en ese momento la manifestación no era violenta.
Cuando Trump dijo que nunca aceptaría su derrota, la muchedumbre estalló eufórica y empezó a marchar hacia el Capitolio con una actitud combativa.
Tuve el presentimiento de que el asunto iba a terminar muy mal, pero todavía pensaba: “esto es EEUU, no Venezuela, están molestos pero no se van a atrever a atacar su propio Capitolio”.
Apenas llegué a los escalones de Capitol Hill, escuché detonaciones desde el otro lado del Capitolio. Era la policía enfrentándose a los manifestantes que trataban de ingresar a las oficinas del edificio, ya había varios heridos. Vi docenas de patrullas llegando al lugar y ambulancias llevándose a los lesionados con la ropa llena de sangre. Fue entonces que empezaron a llegarme los mensajes de texto de familiares y amigos rogándome que tuviera cuidado y que me alejara de la protesta. Todavía entonces, aunque me recordaba un poco a las protestas de 2017 en Venezuela, pensaba que eso no podría pasar en un sitio tan solemne como el Capitolio de EEUU.
Subí Capitol Hill y encontré a varios miembros del grupo radical Proud Boys reclutando gente para derribar las cercas que mantenían a la gente fuera del edificio. Decían por los megáfonos que había que luchar contra la tiranía y que no podíamos acobardarnos. Cuando me acerqué a la reja que protegía el Senado, vi cómo las vallas cedían y los manifestantes atacaban a los policías. El caos se extendió y la situación se parecía mucho más a una guarimba que a una protesta pacífica. Aunque me sorprendió que los votantes del partido de “la ley y el orden” estuvieran haciendo algo así, estaba seguro de que no pasarían de ahí, porque seguir adelante es un golpe, o mínimo una rebelión.
Y entonces vino el horror. La gente empezó a empujar a la policía del Capitolio hacia el interior del edificio y a agarrar objetos puntiagudos o cualquier cosa que les sirviera para romper las ventanas. Cascos, banderas, toda suerte de cosas volaban por los aires. Había un pandemonio ahí, en ese templo que es símbolo de la democracia ante el mundo. Mientras reúno estas notas todavía me cuesta describirlo. La policía respondía con cartuchos sonoros, gas pimienta y algo de gas lacrimógeno, que empezó a llegar desde el otro lado del Capitolio, pero la fuerza pública estaba en severa inferioridad numérica. Me quedé ahí, estupefacto, sin saber qué decir, viendo cómo el poder legislativo del país más poderoso del planeta era arrasado.
Media hora después de que los manifestantes ingresaron a la institución, empezaron a cantar con euforia el himno, The Star Spangled Banner, por supuesto que sin máscaras. Ahí fue cuando pensé que la democracia de Estados Unidos se estaba desmoronando, como lo había hecho la de Venezuela.
La ciudad se militarizó en las horas siguientes. En contraste con el discreto despliegue policial de la mañana, empecé a ver tanta policía y militares de la Guardia Nacional como en un día de protesta violenta en Caracas. Las ambulancias corrían de un lado a otro recogiendo heridos (han reportado cuatro muertes mientras escribo), y se imponía toque de queda a partir de las seis de la tarde en Washington D.C. y en las ciudades adyacentes. Empezó a llegar gente con armas largas y a amenazar con que las usaría. Traté de tomarle una foto a un tipo con un rifle, pero me enseñó la culata del arma como amenaza, levanté las manos y me alejé. A mí me pareció que se avecinaba una matanza tipo Puente Llaguno y arranqué para mi casa antes de que me agarrara el toque de queda.
Cuando llegué, mi familia estaba viendo las terribles imágenes en la televisión.
Nos miramos y comentamos algo que nunca habíamos hecho desde que nos exiliamos en Estados Unidos: presenciábamos un ataque contra la democracia.
Los eventos del miércoles serán recordados por siempre en la historia de este país. Desde la ocupación británica durante la guerra de 1812, el congreso nunca había sido asaltado. En ese momento fue un ejército invasor extranjero, pero esta vez fue el propio comandante en jefe de Estados Unidos quien llevó a su gente a hacer esto, y su guerra es contra la soberanía popular.
Ayer, Trump hizo todo lo posible para que los venezolanos exiliados en EEUU nos sintiéramos de nuevo en casa. Solo espero que no se le ocurra ahora decir que “los objetivos no han sido alcanzados, por ahora”.