El brillo de esta ciudad ya se había ido antes de la llegada de la pandemia. Desde hace rato, Mérida es sólo un mosaico de escenas repetidas: calles vacías, edificios abandonados, filas de ancianos frente a los bancos, colas kilométricas por la gasolina y largas noches sin electricidad solo patrulladas por la Policía Nacional.
Mérida tomó la llegada del COVID-19 con resignación, como algo que se suma a la larga lista de tragedias por las que atravesamos. La rudeza de estos años nos ha endurecido: hay una especie de tolerancia al dolor y a la muerte.
A pesar de eso, quienes aún vivimos aquí habíamos comenzado a desarrollar pequeñas rutinas que nos mantenían unidos y a flote: redes sociales si hay Internet, encontrarnos en la misma cuadra para planificar reuniones o entrenamientos deportivos con antelación, por si fallan las líneas telefónicas. Cosas como salir de rumba, ir al cine, a un bar o a un restaurante ya eran impensables antes de la cuarentena. Vivir así no suena interesante pero era nuestra manera de hacerle frente a la desesperanza.
Ahora hasta eso es peligroso. Esos salvavidas están amenazados por la distancia social.
Nuestro elefante en la habitación
Los pocos jóvenes que quedamos acá sentimos una fuerte responsabilidad por cuidar a nuestros mayores que, desde hace tiempo, son mayoría en nuestras urbanizaciones, residencias y barrios. Pero muchos asumimos esa responsabilidad asumiendo que algún día podríamos salir del país. No importaba mucho ya si a donde fuéramos nos aceptaran o no; pasábamos mucho tiempo haciendo un montón de trámites imposibles porque teníamos claro que la salida era Maiquetía o los cientos de caminos que van desde Colombia hasta Chile. Ahora, con todos los países cerrando sus fronteras, ¿a dónde iremos los que contábamos con la idea de emigrar?
Conversando también con algunos de mis amigos fuera ha surgido otra pregunta: “Si el mundo se paraliza y no tengo cómo trabajar, ¿cómo podré ayudar a mi familia allá?”
No solo los que nos quedamos dentro somos vulnerables: la diáspora también está viviendo uno de sus momentos más críticos al derrumbarse la frágil estabilidad que algunos habían conseguido.
Víctor, de 29 años, quien se encuentra en Girardot, Colombia, me dice: “El 50 % de los venezolanos en esta zona tenemos empleos informales sin prestaciones, solo nos pagan por el turno. Yo tenía dos trabajos: uno en una cadena hotelera que se vio forzada a cerrar por dos meses y nos obligó a firmar una carta de despido; el otro en una pizzería que también cerró por el aislamiento obligatorio”. Víctor le dijo a su familia que ahora tendrá que esperar por su ayuda hasta que pueda volver a trabajar.
Enmanuel, de 23, quien trabajaba como bartender en Buenos Aires, me escribe: “En Argentina no hay diferencia entre extranjeros y nacionales en los centros médicos. Aquí lo que importa es si tienes plata o no, si tu obra social cubre el tratamiento, si eres de NorDelta y usas OSDE como cobertura o si eres de la Villa 11/14 y laburas en negro. Todo el que generé lo tengo guardado para sobrevivir. ¿Cómo le pido a mi padre paciencia cuando allá deben estar peor?”
A pesar del aislamiento al que quieren someternos, Venezuela parece más dependiente que nunca del resto del mundo. Sobre todo del comercio fronterizo con Colombia, la fuente de supervivencia de mucha gente en los Andes venezolanos.
Otro día dentro de una película apocalíptica
Entre tanto, en Venezuela hacemos tapabocas caseros con tela, improvisamos guantes o mezclamos alcohol y glicerina para hacer desinfectantes de manos, y trazamos nuevos planes. Mejor dicho, agregamos nuevos puntos a la lista de contingencia. Con el apagón de marzo del año pasado aprendimos que no es buena idea guardar demasiada comida, ni siquiera para la cuarentena, así que en casa de Julia dispusieron que, cada tres días un miembro de la familia debe salir a buscar carne o pollo. “Aunque parece peligroso, es lo más sensato. Nunca sabremos si viene otro apagón de esa magnitud y se nos vuelve a dañar todo”.
Reservar ahora también una parte del agua en las reservas para desinfectarse hace que se reorganicen los recursos. “Lo primero que hicimos en casa fue comprar comida y recolectar suficiente agua, como cuando las guarimbas”, dice José. “Mis padres ahora se turnan para trabajar. Al llegar, prácticamente se desvisten en la puerta y pasan directamente a desinfectarse”.
Las rutinas que ya teníamos para comunicarnos son esenciales ahora en un confinamiento compartido con el resto del mundo. “Me mantengo comunicada mediante la red, desde mis amigos aquí mismo hasta con mi novio en California”, dice Claudia, de 26 años. “Cuando no puedo hablar con nadie debido a las fallas de luz o internet, me da una angustia horrible. Pero cuando logro por fin hacer una videollamada, vuelvo a la vida. Acompañarnos nos mantiene vivos, aunque quizás esto suene ya como una película apocalíptica”.
Lo que sostiene a esta ciudad son las personas que siguen en ella. A pesar de saberse vulnerables por todos lados, aún intentan cuidarse los unos a los otros para aguantar esta nueva tormenta que ya está aquí.