Era 20 de agosto de 2022 y en el Centro Cultural de España, una casa de estilo colonial en Santo Domingo, República Dominicana, tres imágenes de San Juan Bautista compartían una mesa. Una la trajo Confesor González, líder de la agrupación dominicana La Sarandunga de Baní; la otra pertenecía a Lilliam, cantante y líder de La Parranda venezolana que lleva su nombre. La tercera era de Lenin, uno de los percusionistas de La Parranda de Liliam Frías.
Las dos agrupaciones musicales estaban contentas porque ese día se cantaba y se bailaba en honor al santo patrón más fiestero del santoral. La tradición de San Juan Bautista —una adaptación cristiana de la fiesta pagana del solsticio de verano—, celebra cada 24 de junio al santo patrón de muchas ciudades y pueblos de América Latina y el Caribe que llevan su nombre.
Confesor González estaba emocionado por reencontrarse con esta tradición que le une a Venezuela. Durante diez años consecutivos La Sarandunga de Baní visitó Naguanagua, al norte de la Valencia venezolana, para celebrar a San Juan. Pero en la fiesta de 2022 era La Parranda la que se presentaba por primera vez en Santo Domingo: “Es un orgullo compartir con una agrupación de Venezuela, recibimos a nuestros hermanos”, comentó.
La relación histórica entre República Dominicana y Venezuela data de la época colonial, aunque el contacto entre las dos geografías se remonta a tiempos precolombinos. Solo en el siglo XX, estima la antropóloga Amanda Castillo, más de 60.000 dominicanos emigraron a Venezuela para escapar de dictaduras o perseguir el “sueño venezolano”. Hoy, la Plataforma R4V calcula que más de 121.000 venezolanos viven en este país.
“Mi papá decía que yo era La Lupe”
Lilliam Coromoto del Valle Frías Acosta es una de esas personas. Vivió hasta los seis años en La Pastora, en Caracas, y luego se mudó a Tacarigua de Mamporal, en Miranda, donde siempre estuvo vinculada a los grupos de tradiciones culturales del folklore afro-venezolano. Entre muchos, perteneció al conjunto de aguinaldos del pueblo, famosos por organizar las parrandas navideñas, el género de las fiestas decembrinas en que músicos y cantantes van por la calle entonando canciones sobre vivencias cotidianas o que aluden a la religiosidad católica.
“Mi mamá era trabajadora social en el hospital de niños”, contó Liliam. “Mi papá trabajó en el Ministerio de Obras Públicas, además de ser promotor deportivo y cultural. Entre otros talentos, descubrió a Dámaso Blanco. A mi papá y a mi mamá siempre les gustó la música. Mi mamá cantaba, yo admiraba a La Lupe. Mi papá me decía que yo era La Lupe”.
Para ella fue natural volver a Caracas para estudiar teatro después de haber participado en actividades culturales en la escuela y el liceo de Tacarigua. Consiguió un cupo en la Escuela de Teatro de Petare gracias al apoyo de la actriz Eva Gutiérrez y su esposo, que conocían al papá de Lilliam.
Sin embargo, el plan del teatro duró poco. En esa época se gestaba un movimiento musical nacido en el Ateneo Infantil de La Florida, en Caracas. Los fundadores fueron los hermanos Querales: Jesús, Florentino e Ismael. Ellos querían rescatar la variedad de manifestaciones populares de la música venezolana, distinta al vals, al joropo y al merengue urbano que predominaba en el país a mediados de la década de los setenta. Los jóvenes de aquel lineup inicial tomaron la decisión de hacer investigación de campo en la provincia, pasando tiempo y aprendiendo esas tradiciones musicales con los maestros cultores del folklore venezolano.
Ese grupo se llamaba Un Solo Pueblo.
Lilliam se unió a ellos a los dieciséis años.
Temas como «Córrela«, «La Matica», «Viva Venezuela» y «El Cocuy» se bailan desde entonces y pertenecen al acervo de memoria musical de Venezuela. Lilliam Frías fue la líder vocal de muchas de ellas.
“En Venezuela llegaron a decir que Un Solo Pueblo era como Los Beatles”, afirma Lilliam. “Una vez en Valencia tuvimos que correr (al salir de un espectáculo) porque la gente se volvió loca, no sé cómo llegamos al autobús”.
Ensayos que atraen los recuerdos
La víspera del concierto que preparaba en Santo Domingo, Lilliam convocó a su agrupación para el ensayo general en su casa en Los Mameyes, un barrio popular de la capital dominicana. Era la primera vez en casi seis años que La Parranda de Lilliam podía rendir tributo a San Juan luego de su mudanza a Santo Domingo.
El evento, organizado por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) en República Dominicana, esperaba enviar un mensaje positivo sobre la convivencia con la comunidad venezolana en la isla.
A las ocho de la noche, los músicos volvieron un hervidero la casa de Lilliam. Había llovido toda la semana y el cielo seguía tronando, lo que les preocupaba porque el concierto ya había sido pospuesto hacía un mes por las lluvias. La Parranda decidió encomendar la fiesta al santo. “Los vecinos son muy atentos con nosotras. Ya se acostumbraron al sonido de los tambores, antes no les gustaba. Me lo dejaban saber porque al día siguiente no me hablaban. Ahora la vecina dice ‘ay, qué bonito cantan ustedes’. Por eso hacemos el ensayo temprano, porque abajo viven ellos”, dice Lilliam.
Justo antes de empezar el ensayo se fue la luz. Percusionistas, bailarines y cantantes se sobrepusieron y siguieron las instrucciones de Lilliam y Verónica, su hija mayor, quien aligeraba la tensión con sus chistes y ocurrencias.
“Quien lleva a Wilfrido Vargas a ver a Un Solo Pueblo soy yo”, contó Lilliam. “Cualquier artista que llegaba a Venezuela yo lo iba a ver, entraba gratis a donde yo quisiera. Y me propuse que esa gente conociera la música venezolana”.
Lilliam se refiere a la época de oro de los espectáculos en Venezuela durante la década de los ochenta y buena parte de los noventa, cuando muchos artistas internacionales tenían plaza fija en conciertos y shows para televisión, entre ellos dominicanos como Wilfrido Vargas, Las Chicas del Can, Juan Luis Guerra, Rubby Pérez, Bonny Cepeda y Sergio Vargas. Con ellos viajaba Un Solo Pueblo, cuyo ascenso en el gusto local los ponía en el mismo avión o autobús con destino a las principales ferias y plazas de Venezuela.
“Yo le empiezo a hablar a Wilfrido Vargas de Un Solo Pueblo. Él siempre quedó muy impresionado, de hecho es quien propone la grabación”, recordaba Lilliam. Ella hizo la conexión con Jesús Querales y después grabó las voces que usaron como referencia en las adaptaciones al merengue de La Burra, El Cocuy y Gallo Pinto.
Cuando la luz regresó, a mitad del ensayo, hubo gritos y aplausos en Los Mameyes.
Volver al escenario
El día del concierto en el Centro Cultural de España, Lilliam llegó antes de iniciar la prueba de sonido. Bajó del taxi cargando su imagen de San Juan Bautista, que presentó a Confesor y al resto de los integrantes de La Sarandunga después de conocerlos en el camerino. Ella estaba impresionada por el tamaño del San Juan de Baní, una figura de un San Juan niño, de piel oscura y nariz fina, con una capa roja que le llegaba a los tobillos y las manos llenas de los rosarios que ha ganado por cumplir favores.
Siguiendo el ritual, uno a uno los percusionistas de La Sarandunga sirvieron un poco de ron en pequeñas botellas de plástico que apoyaron en el piso. Luego golpearon los bordes de sus tambores con el fondo de la botella, justo donde la soga aprieta al cuero contra la madera. Los percusionistas y el músico a cargo de la güira (la charrasca, en Venezuela) alinearon sus sillas y una doña que estaba de pie apoyó su brazo derecho sobre uno de ellos para cantar. La pareja restante empezó a bailar.
Las paredes del camerino comenzaron a temblar con el estruendo de los tambores banilejos. Los integrantes de La Parranda —que todos excepto Lilliam, tienen menos de 35 años—, miraron con atención la performance. Algunos grabaron e hicieron fotos con sus celulares. Ninguno se atrevió a bailar.
La prueba de sonido continuó con el turno de los tambores venezolanos. Los cuatro percusionistas se sentaron alrededor de los cumacos para tocar Uben, un golpe de tambor de Aragua. El sonido funcionó como resorte para el guardia de seguridad del Centro Cultural, que saltó de su silla y se asomó a ver de qué se trataba.
La decisión de dejar Venezuela
“En junio de 2016 dije: no aguanto más esto”. Liliam estaba cansada de caminar, de buscar medicinas, de buscar insulina, de buscar comida. El dinero reunido para hacer música se usó para que los músicos pudieran comer. “Odio la sardina y la yuca. No las puedo ver ni en pintura”. Lilliam habla de Columbito Montes, su segundo hijo. “La salud se le deterioró mucho con la diabetes, yo pagaba la insulina al precio que me la pusieran”.
Lilliam Frías llegó a Santo Domingo con 70 dólares que le regaló un gran amigo. Al mes llegó su hermana Mayi. Vivían donde su hija Verónica, quien trabajaba en una discoteca muy cerca del Parque Independencia. Allí hicieron unos Jueves venezolanos. Mayi hacía las arepas y Lilliam la ayudaba a venderlas. Luego Lilliam trabajó en una casa cuidando a dos adultos mayores, limpiando y cocinando. “Duré solo una semana porque ya querían abusar de mi trabajo. Empecé a cuidar una niña en la casa, hija de una amiga de Verónica y al tiempo me llamaron de un preescolar donde había metido papeles porque yo di clases también en Venezuela. Ahí duré dos años y pico”. Después trabajó como limpiadora en una empresa donde necesitaban a alguien que limpiara e hiciera el café. “Estuve casi tres años ahí, me trataron muy bien y todavía me extrañan”.
En 2017, Columbito llegó a vivir a Santo Domingo. “No tuve más vida. Después de un año Columbo no salía de un hospital con la baja de azúcar”. La hipoglicemia que padecía Columbo —y que ya arrastraba desde Venezuela donde los medicamentos para tratarla escasearon desde 2015— le producían convulsiones. “Cuando llegó aquí, los primeros días estuvo muy bien, pero después ya no quería salir, no quería comer y fue perdiendo la memoria. Se le olvidaban las cosas… a veces me preguntaba ‘¿dónde estoy?’ Me decía ‘yo no quiero estar aquí’. Fue muy triste”.
Lilliam se levantaba a las cinco de la mañana a prepararle desayuno, almuerzo y merienda para que Columbo tuviese comida disponible mientras ella pasaba el día en el trabajo: “Por esa puerta salía yo a las seis de la mañana y él se comía todo. Ya a las diez de la mañana no tenía qué comer. Se salía (de la casa), se sentaba en el colmado, pedía cigarros, caramelitos, galletas. Gracias a Dios que nunca…todo el mundo en el barrio lo cuidó”.
La última vez que le dio la crisis no se podía ni parar de la cama, recuerda Lilliam: “La depresión acabó con él”. Columbo Montes Frías falleció el 22 de marzo del 2020.
La bendición de los Sanjuanes
A las siete y cuarenta y cinco de la noche, los integrantes de La Sarandunga de Baní se colocaron entre el público, que abrió un espacio para verlos. Una de las jóvenes de la agrupación levantó un estandarte de color rojo y cruz blanca para liderar la breve procesión que La Sarandunga realizó por el patio antes de subir al escenario, entonando salves acompañados por tambores cortos y la güira.
Una vez allí, se alternaron hombres y mujeres para bailar Jacana, un baile señorial de paso lento, y varias canciones de Bomba y Capitana, los estilos más festivos de esta manifestación cultural en honor a San Juan.
“Tenemos el mismo concepto. Llevamos al santo al río, lo bañamos como se hace en Venezuela. Lo adoramos igual. San Juan Bautista es amor, es paz, es tranquilidad… es resistencia”, cerró Confesor.
Al finalizar su presentación, La Sarandunga se unió al público para disfrutar de La Parranda. Cuando comenzó el sangueo de los tambores, uno de los percusionistas dominicanos tomó al San Juan de Baní frente al escenario. Dos integrantes de La Parranda acercaron sus respectivos sanjuanes para rendir reverencia a los locales, pidiendo permiso para estar en su casa. El San Juan de Baní los bendijo de vuelta.
La noche del concierto, Santiago Díaz, hijo de Verónica y nieto de Lilliam Frías, tiene la responsabilidad de tocar la tambora dominicana y el tambor mina para La Parranda. Es avispado y echador de broma como su mamá, sigue el ritmo natural cuando tocan “María Paleta”, la fulía que lanzó a la fama a Lilliam Frías como voz de Un Solo Pueblo.
Lilliam tuvo días que se levantaba con la idea de irse. Caminaba por la Avenida España de Santo Domingo, donde hay un largo malecón. “¿Qué hago yo aquí?”, se preguntaba. “Una noche hice la maleta y le dije a Vero que me iba para el aeropuerto, y cuando volteé y vi a Santiago dije ‘¿dejarlo solo otra vez? No puedo hacerlo”.
El público que asiste al espectáculo todavía mira con timidez, excepto los pequeños grupos dispersos por el patio que cantan el estribillo “María/ dale paleta”. Hacia el final de la canción, Lilliam le saca punta a su experiencia; con una seña pide callar los tambores y se lanza una capella que la gente acompaña de manera espontánea con sus palmas.
A mitad del concierto en el Centro Cultural, Gladys Pinto —una de las cantantes que acompaña a Lilliam— entonó con voz melancólica el inicio de la canción “Frente al mar”, un sangueo acompañado con golpes suaves de paila, cumaco y mina:
Frente al mar/ cuando el cielo está de azul/ el agua del mar en calma/ siento que la mar escucha/ los lamentos de mi alma.
Lilliam, que ahora acompañbaa el coro, persiguía el estribillo concentrada, tapando con su mano el oído izquierdo para escucharse mejor:
Frente al mar/ dame el último adiós/ porque solo sabe Dios/ San Juan Bautista si volveré…
Cerca de las nueve de la noche el concierto aumentó la velocidad cuando La Parranda de Lilliam interpretó los estilos de tambor de Aragua, Caraballeda y Curiepe. Las personas asistentes entraron con rapidez en calor. Los bailarines se adueñaron de la pista: primero eran dos parejas, luego cuatro, luego seis. Un venezolano del público que miraba dijo: “comenzó la verdadera integración”.
Lilliam no ha vuelto desde que salió hace seis años. “Si no hubiese pasado lo que pasó en Venezuela, yo estaría allá. Jamás en mi vida me pasó por la mente irme a vivir a otro país. La mayoría de mi familia está allá, pero siento que ahora no conozco ese país”.
La canción “Córrela” cierra formalmente el setlist. Ya la fiesta está encendida. Zhandra Cano, bailarina líder de La Parranda, ha logrado encauzar la energía que produce la música en el público. Se arma una gran rueda de pescado donde la mayoría de las personas bailan por primera vez, atentas a las instrucciones de ella.
Lilliam agradece al público y despide el concierto dando paso a los músicos. La paila que sostiene Gregory Díaz vuelve a sonar, le siguen los cumacos de Jimmy Flores y Lenin Calabrese. Llegan tres hombres más del público a ofrecerse como refuerzos para los tambores; el presentador del espectáculo se agacha y también apoya el golpe. El sonido se hace más grueso, envolvente, circunda el patio y sale por el fondo hacia la calle que mira al mar.
Verónica se para a un lado del escenario para bailar cerca de los percusionistas, que han entrado en éxtasis a través del toque de los tambores. Santiago, entre ellos, suelta el palo con el que toca la tambora dominicana, aprieta la boca, mira al cielo y se entrega al cuero con las dos manos.
“No quiero morirme aquí, pero mis tesoros más preciados los tengo aquí: Verónica y Santiago. Quiero ver crecer a mi nieto, en su educación, en su cultura, en su béisbol; acompañar a Verónica y ayudarla siempre en lo que más pueda en la crianza y cuidado de Santiago”.
“Si San Juan lo tiene, San Juan te lo da” es quizás de las frases más conocidas entre sus devotos. Lilliam, como el santo al que le rindieron tributo esa noche del 20 de agosto —el santo que la devolvió a la tarima y a los aplausos— apunta una mirada fija hacia el mar Caribe que también le hace evocar su tierra. No sabe qué le tiene reservado su santo, no sabe si volverá a Venezuela, pero está segura de que esa noche de agosto nadie le quitó el baila’o de su parranda.
La versión íntegra de esta crónica se publicó originalmente en El Mítin, de República Dominicana, en el marco de la Sala de Formación y Redacción Puentes de Comunicación III, la Escuela Cocuyo y El Faro.