Jamás en mi vida pensé que iba a conocer el Palacio de Miraflores y menos durante este gobierno. Nunca había tenido ninguna curiosidad por ese edificio tan particular de Caracas. Pero circunstancias fortuitas llevaron a entrar un sábado a las 4 de la tarde a uno de los lugares más inaccesibles del país.
“Conseguimos una entrevista en Radio Miraflores, ¿quién puede ir?”. Ese fue el mensaje que vi en la pantalla de mi celular. Estábamos tratando de generar toda la publicidad posible para unas funciones de Tropical en el Teatro Principal, y cuando le mandamos la nota de prensa a Radio Miraflores, respondieron que querían invitarnos a un programa de variedades que se emite los fines de semana.
Yo era la última opción, porque, bueno, evidentemente mi posición política no era la más acorde con la situación; pero al final, fui la única opción que quedó. Nadie podía; la única disponible era yo.
Ese sábado tan caluroso, decidí salir en vestido, un vestido verde. No se me ocurrió que quizás en Miraflores había un código de vestimenta, pero resulta que sí: si usas falda o vestido máximo por la rodilla, hombros cubiertos, nada de escote. Así que me rebotaron en la puerta y tuve que ir a casa de mi novio para que me prestara un blue jean. Así fue que pude entrar.
La cuadra de Miraflores es una calle desierta y cerrada, custodiada por una gran cantidad de soldados, y en la que cualquier movimiento es sospechoso. Cuando caminé por ahí sentí cómo las miradas de todos los militares me inspeccionaban cual si fuera una espía. En efecto, casi me sentía una.
Llegué a otro acceso y un guardia me preguntó a dónde me dirigía. Le respondí que al programa de radio, me pidió la cédula y a cambio de ella me dio un carnet de visitante. Era un hombre de esos que se ven bonachones, moreno y alto. Me dio las instrucciones para llegar a la radio. Nunca he sido buena con las direcciones, no las entiendo. Él vio la confusión en mi rostro, se levantó y me llevó.
Mientras caminaba con él me fijé en lo limpio que estaba todo. No había basura. Los carros que pasaban iban lento y la mayoría era último modelo. Había mucho silencio.
Cuando me dijeron que iba a Miraflores, pensé que iba a odiar ese espacio, pero no, me fue imposible hacerlo. Miraflores es un oasis. Los jardines son bellos y están muy bien cuidados, como todo el lugar; un fuerte contraste con la avenida Baralt, de donde yo venía. Pude distinguir el olor a grama mojada y a flores. Todo estaba muy verde. La gente sonreía y parecía plena, sin angustia, ni incertidumbre, ni inseguridad. Nada. Un mundo paralelo.
Cuando llegué a Radio Miraflores, lo vi, justo enfrente. El Palacio resguardado por la Guardia de Honor. En lo que saqué el teléfono para tomar fotos, me dijeron que no podía, que lo guardara. Estuve un rato mirándolo… Sus colores, su estructura, los verdes alrededores… era una postal. Una imagen que me parecía surrealista. “¿Qué hago yo aquí?”, pensé.
Me hicieron pasar a la radio, con aire acondicionado y unos equipos que se veían casi nuevos. La gente estaba muy emocionada y yo no entendía porqué. Se tomaban fotos con alguien, ¿quién era? En mi estómago sentí un vuelco: no, no estoy dispuesta a ver a ningún político. No. Me niego.
Sorpresa: era Henry Stephen, el cantante de “Mi limón, mi limonero”. Extraño, ¿no? Él abrió el programa. Cantó sus éxitos de antaño y habló de cómo el artista tiene derecho a tener una postura política, de cómo tiene derecho a apoyar las políticas con las que está de acuerdo, mas no en escena, fuera de ella sí. Luego de eso dijo: “¡Leales siempre, traidores nunca!” Traté de no demostrar mi asco, pero fallé. Lo bueno es que entre la emoción y los aplausos que desató esa frase, pasé completamente desapercibida. Nadie notó mi desprecio. Henry Stephen prosiguió, habló de Chávez mesiánicamente, describió la realidad actual venezolana como si fuera un pequeño momento de crisis del que se saldrá prontamente, cuando el imperio yanqui quite el bloqueo y las sanciones. Al decir eso, se ganó una ovación de todos los presentes. Le dedicó una canción a Chávez. Después de tomarse muchas fotos, se fue.
Seguía yo para la sección de teatro del programa. Lo único en lo que podía pensar era “evade cualquier pregunta política, evádela”. Me preguntaron sobre Tropical, sobre la agrupación, si dábamos talleres… me desenvolví con presteza, naturalmente, sin dar atisbo de nervios.
Pasé la prueba. Terminé la entrevista y solo hablé de teatro. Alivio.
La verdad es que los de la radio fueron muy amables conmigo. Nos tomamos fotos, hablamos, reímos, nunca hablé del gobierno y tampoco me obligaron a hacerlo, nos entendimos por ese breve instante.
Terminó el programa y salimos todos juntos de Miraflores al atardecer, pues el programa había terminado, mientras la Guardia de Honor cambiaba de turno. Miré por última vez la silueta del palacio. Pasamos por la garita, entregué el carnet, me devolvieron mi cédula.
Seguí caminando con el equipo que me entrevistó, hacia Puente Llaguno. Me pareció increíble hacer eso, de hecho. Era un grupo entretenido y hablamos animadamente.
De repente en la caminata, una de las entrevistadoras me dijo: “Tú eres súper chavista, ¿no?” Yo la miré y le respondí: “No, para nada…” Ella leyó la expresión de mi rostro y me dirigió una mirada dura, como si la hubiera traicionado de alguna manera, como si la hubiera engañado. Se alejó y no me habló más. Para el final del trayecto juntos, ya el trato hacia mí no fue el mismo. De pronto fui una infiltrada. Un enemigo, y nada más.