En 2009, Anabel Rodríguez Ríos filmaba en el Zulia un documental sobre ese fenómeno natural único en el mundo que es el relámpago del Catatumbo, en el que se pueden contemplar más de doscientos rayos en el cielo zuliano. Ella y su equipo se quedaron en Ologá, un pueblo de agua del Lago de Maracaibo, y vieron llegar a unos niños navegando en una suerte de botes artesanales, hechos con tanques plásticos de gasolina cortados por la mitad.
Los chamos venían de Congo Mirador, una comunidad palafítica cercana. Anabel se intrigó tanto por cómo esos niños remaban con las manos, de rodillas en esos envases plásticos sobre el agua del Lago, que terminó haciendo un cortometraje sobre ellos: El barril (2013), como parte de una serie llamada Why Poverty. Allí exhibe la precariedad de los juegos de los niños en la misma agua que utilizaban para absolutamente todas sus necesidades. Y, aunque el barril es de gasolina, el corto alude a los barriles de petróleo vendidos al mundo por una Venezuela rica y pobre al mismo tiempo.
—Esto no sólo es una película, esto es una misión de vida, prácticamente. Lo que queremos es mostrar en el mundo lo que está pasando en Venezuela —dice Anabel desde Viena, Austria, donde vive desde 2012 y promociona la difusión de su trabajo.
Pero había más que contar sobre Congo Mirador:
—En un principio es un pueblo como muchos en Venezuela —dice Anabel—, sin embargo, como ícono es maravilloso, porque llama la atención al significado del origen del nombre de Venezuela: la pequeña Venecia.
Presentaron la idea de un largo documental sobre el pueblo ante el Instituto de cine Tribeca, fundación estadounidense que apoya el cine independiente desde el año 2002. Apenas fueron tres páginas: una del proyecto, otra de presupuesto y otra del equipo que haría el proyecto. Lo lograron, la fundación los apoyó económicamente.
Los realizadores grabaron durante cinco años, a un ritmo de tres a cuatro visitas por año, en las cuales definieron varias tramas paralelas. Una de ellas fue la profundización de la polarización política durante la campaña electoral de las últimas elecciones parlamentarias del 6 de diciembre de 2015, en las que ganó la oposición al régimen de Nicolás Maduro.
En el camino tuvieron que reunir más patrocinios. El documental, Once Upon a Time in Venezuela, se estrenó en 2020, coproducido entre Brasil, Reino Unido y Austria. Además, contó con el apoyo del Centro Nacional Autónomo de Cinematografía de Venezuela, de Ibermedia, IDFA Europa e IDFA Bertha Found, ambos programas del Instituto Documental de Ámsterdam.
En 99 minutos narra en tono intimista y orden cronológico el lustro final de la trama de este caserío de más de doscientos años. De esta manera, el espectador contempla la vida cotidiana de los habitantes palafíticos como en una especie de reality show respetuoso de sus protagonistas, quienes muestran una normalidad inverosímil en medio del vertiginoso deterioro de su entorno: el pueblo se desvanece, por la sedimentación de su suelo, la contaminación petrolera y la falta de mantenimiento de sus estructuras, entre otras variables.
Rayos, Cabrujas y Gallegos
Anabel es egresada de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Católica Andrés Bello y ganó una beca de la Fundación Gran Mariscal de Ayacucho, con la que hizo maestría en dirección en la London Film School. Allí compartió aulas con Sepp Brudermann, productor y editor del documental, quien aparte de ser su exesposo y padre de su hijo, es un venezolano “honorífico”, como ella lo llama, porque ama el país y, como el resto del grupo de producción, se ha planteado la exhibición del film como una manera de ayudar a rescatar Venezuela.
Anabel relaciona la historia de Congo Mirador con una de las reflexiones de José Ignacio Cabrujas, quien, en un ensayo, dice que Venezuela es como un hotel, donde la gente viene, se sirve lo mejor que puede y se va. Pero también asegura haber visto ahí las ideas de Rómulo Gallegos:
—Doña Bárbara existe y se llama Tamara Villasmil.
Se refiere a la líder gubernamental de la zona, representante del Partido Socialista Unido de Venezuela, devota de Hugo Chávez y con mejores condiciones de vida que el resto del pueblo. La confrontación entre este personaje y Natalie, la maestra de la única escuela del caserío, muestra, a escala reducida, los extremos de la polaridad económica, política y social del país. Sin embargo, el público también encontrará que cada una de estas mujeres pretende ayudar, a su manera y desde su posición, a que sobreviva Congo Mirador.
—La otra visión que lo que ocurre con la dictadura, que es que la gente, así tenga un pequeño poder busca someter al otro, incluso en su pensamiento político. Que no es nada menos que fascismo, eso es muy común en dinámicas así —opina Anabel.
Misión: que se sepa
El documental abrió el Sundance World Documentary en enero de 2020, y luego ha pasado por el Miami International Film Festival, la selección del Festival de Cartagena, Hot Docs en Toronto, Canadá y por lo menos otros siete festivales internacionales, Estados Unidos, México, Málaga en España, nuevamente Canadá a finales de septiembre en el VIFF Festival de Vancouver y otros países de Latinoamérica.
También en septiembre fue reconocido como Mejor Documental y Premio de la Prensa en el 16º Festival de Cine Venezolano.
Mientras su historia revive alrededor del mundo como denuncia y advertencia, en Congo Mirador solo quedaban unas nueve familias a principios de 2020. La profundidad de sus aguas tiene menos de un metro, y buena parte de las construcciones están derrumbadas o son inservibles. Todo esto debido al proceso de sedimentación que, desde principios de los años noventa arroja más y más barro a la localidad.
Hasta 2013, Congo Mirador era un pueblo de palafitos de unas mil personas. Vivían principalmente de la pesca y del turismo, pues es un punto privilegiado para observar el fenómeno de los relámpagos del Catatumbo. Ahora la gente se va de allí con todo y casa. Sí, con la casa montada en dos lanchas, hacia Ologá u otros pueblos vecinos.
—Yo trato de presentar la película diciendo que nosotros somos artistas, no somos de izquierdas ni de derechas, somos humanistas, estamos buscando que la audiencia empatice con esta gente que está pasando por una situación que, al final es aplastante —reflexiona Anabel—. La gente está literalmente ahogada, por eso se va.
Para los realizadores, la pandemia significó un quiebre del circuito de festivales:
—Tuvimos suerte de que la película se estrenó y ya está allí. Es una mezcla de sentimientos, porque para un documental, los primeros seis meses son fundamentales en términos de exposición del tema, todo eso cambió con esta dinámica del covid-19. Y hemos tenido que cambiar estrategias, como todos los cineastas independientes.
A pesar de esos obstáculos, la película sigue peregrinando por el mundo vía online, con la nueva “normalidad” del covid-19, adoptada también por los organizadores de festivales.
El afán de sensibilización de Anabel y su equipo se manifiesta a lo largo de toda la película. Los silencios tienen protagonismo y ritmo propios, acompasados con una fotografía contundente y colorida. Además de sonidos y musicalización impecablemente oportunos.
Si bien la cineasta mira la historia de Congo Mirador como una pequeña porción de sangre que indica la salud de toda Venezuela, también insiste en la evolución de su pueblo como paciente. Hoy la prueba de sangre arroja resultados negativos, pero ella quiere mantener la esperanza de que, luego de un mejor tratamiento, otro test muestre los valores buenos “literalmente” elevados.
—A diferencia de la película, yo espero que el país no se quede en el desierto y creo que va a ser así, hay gente que está luchando mucho. Yo espero que surjamos como el ave Fénix; si, sé que va a ser algo difícil, pero Venezuela no se va a quedar ahí.