El valle de Tacna, al sur del Perú, a veces es cálido y a veces frío, pero en todo momento recorrer sus carreteras es ver siempre una incesante cortina de arena. Era principios de septiembre y la temperatura media rondaba los 17°, pero para Yuleska eso era lo menos importante: cuando se bajó del autobús con su hija de 4 años de la mano, su cuñada Daisy con sus sobrinos y la mujer de su primo, solo pensaba en que esta era la penúltima parada antes de llegar a su destino, Santiago de Chile.
No había tiempo que perder, por lo que comenzó a buscar el hotel en donde se hospedaría momentáneamente. Ahí estaba su contacto. Yuleska no quería especificar quién era esa persona. Entre la familia tampoco lo mencionaban. Les daba miedo. Cuando se juntaron, no hubo mucho intercambio de palabras.
—Podemos pasarlas. Tengo los contactos, pero necesito que me den un número telefónico y yo les haré saber cómo, cuándo y de qué forma lo haremos —explicó el contacto con acento peruano.
Yuleska y Daisy intercambiaron miradas y la cuñada de Yuleska dictó al hombre un número. Luego, el contacto se fue y ellas aguardaron en el hotel. Pasaron la noche en una misma habitación, durmiendo juntas y con la ansiedad latente. Querían saber qué harían para llegar a su deseado destino.
Ya el sol había salido cuando el teléfono de Daisy repicó. Inmediatamente atendió el celular y Yuleska desde su cama miraba con mucha atención mientras los niños dormían.
—Me dijo que tenemos que ir a otro hotel, no muy lejos de aquí —le explicó Daisy—, y lo primero que me preguntó es que si estábamos dispuestas a caminar. Le dije que sí, pero que nuestra preocupación eran los niños.
—Claro. Pero, ¿de cuánto es la caminata?
—Me dijo que era poco tiempo. Que saldríamos de madrugada y al amanecer llegaríamos a Arica. Por eso le dije que nosotras aguantamos y que si teníamos que montarnos a los niños encima, lo haríamos.
Yuleska vio a los niños. La suya era la menor, sus dos sobrinos tenían 7 y 10 años.
La noche en el silencio
Se pasaron al otro hotel, en la dirección que el contacto les había dejado. De inmediato les sorprendió ver a más de 40 venezolanos en una misma habitación. Todos con la intención de llegar a Chile, todos dispuestos a cruzar nuevamente una trocha y burlar los controles fronterizos. Yuleska y los suyos ya lo habían hecho en los días anteriores: Venezuela-Colombia, Colombia-Ecuador, Ecuador-Perú.
Rápidamente el contacto explicó a la multitud que separarían a los grupos en hombres y mujeres. A estas últimas las trasladarían a las seis de la tarde en una camioneta hasta un paso en la frontera, pero muy lejos del punto de control custodiado por Migración.
A la hora pautada estaba la vieja camioneta esperando frente al hotel. En ella había otra mujer como ella, con una bebé de ocho meses cargada en brazos. Yuleska se preguntaba por lo que habría pasado, pero no hablaron. Enfocó nuevamente su mirada en un paisaje que le hizo pensar en los médanos de Coro.
Al llegar al sitio se encontraron en medio de la nada.
—Ya saben, deben esperar aquí por el otro grupo —les comentó el conductor desde el vehículo—. Vienen a pie, así que les tomará un buen rato llegar. Sean pacientes.
Las dejó solas. Las llantas levantaron una cortina de humo que las hizo toser; al disiparse, la camioneta era un pequeño punto en la distancia.
A medida que el sol se escondía la temperatura descendía. Con los dedos tan fríos que le costaba moverlos, seguía aferrando a su niña. No la podía soltar; esa cercanía era vital para transmitirle calor y algo aún más importante, calma.
Luego de cinco horas de espera, el otro grupo llegó. Debían ser alrededor de las diez. No había forma de saberlo. Sus teléfonos estaban apagados. Era una de las órdenes del contacto.
—Cero comunicaciones, que nadie esté molestando— había dicho con severidad el hombre.
Con la llegada de este otro grupo, los compañeros del contacto les hicieron llegar comida.
En ese punto, dividieron en tres al grupo de más de 40 personas. El de Yuleska quedó de 13 personas, pero se iría adelgazando en la travesía. Solo les quedaba esperar a que aclarara, tratando de soportar el frío que ni las cobijas que llevaban alcanzaban a calmar.
Un pozo seco
Luego de tres horas, el sol empezó a vislumbrarse. Esa era la señal para seguir caminando.
—Una vez que lleguen a este punto —había dicho el contacto— van a caminar hacia el sur sin parar. Ahí verán tres montañas; cuando las crucen estarán en Arica. Eso son unas tres horas de trayecto, pero como llevan niños, pues puede que se tarden seis. Así que como al mediodía ya habrán llegado.
Viendo el mapa Yuleska pensó en la falta de comida y agua. No se sentía del todo preparada para subir tantas montañas en un mismo día y mucho menos con tan pocas provisiones, pero lo haría.
Al llegar a la cima de la tercera, Yuleska se tiró al suelo, agotada. Le temblaban las piernas y de su boca salían jadeos, gemidos y quejidos.
—Chama, no aguanto. Siento que me voy a desmayar —le decía Yuleska a Daisy con hilos de sudor chorreando por su frente y una tos seca.
La gran subida se transformaba ahora en bajada. Yuleska se sujetaba de su cuñada por lo empinado del terreno.
Temía dar un mal paso y acabar cayendo con su bebé en brazos, por lo que bajaron la montaña sentadas.
Al llegar abajo el sol estaba justo sobre ellas y el agua en su botella estaba por debajo de la mitad y muy caliente. Alzó la mirada y al encontrarse con la tercera montaña sintió que desfallecería, que no podría lograrlo.
—Yuleska, nos falta otra montaña. ¿Estás bien? —Decía Daisy preocupada, mientras veía los rostros de sus hijos colorados por el esfuerzo físico.
—No puedo más. Es demasiado alto. Si para bajar tardamos como cinco horas, ¿cuánto nos vamos a tardar para llegar a esa? —Yuleska iba a estallar en llanto en cualquier segundo.
—¡Vamos amiga, vamos que se puede! —le dijo Daisy tomándola del hombro.
En algún punto de la cima, Yuleska empezó a sentir cómo todo a su alrededor daba vueltas y en un abrir y cerrar de ojos todo era oscuridad. Cuando despertó se encontró tirada entre rocas. Uno de sus compañeros, que iba más abajo, la ayudó a subir.
En la cima estaba su familia. Solo quedaba la última bajada y caminó con premura hacia el borde de la montaña. De inmediato, empezó a temblar mientras su pecho se levantaba ante la respiración agitada. Frente a ellas no había ni una señal de civilización.
—¡Qué es esto! —gritó Yuleska fuera de control— ¿En dónde está Arica?
“Mami, dame agua”
—Déjame revisar el teléfono a ver qué pasa —dijo Daisy. Encendió el celular y con el chip chileno que tenía recibió una incontable cantidad de mensajes de otros migrantes que se habían perdido en distintas montañas de la zona.
—Llama a mi hermano, chama —pidió Yuleska—. Dile que llame a la policía, que nos ayuden. Nos vamos a morir. Mira a los niños, tienen sed.
Minutos después, al celular las llamó un policía: “Envíenme su ubicación. Las estamos buscando, quédense tranquilas”.
Era difícil lograr la calma en una situación así, pero sabía que no estaban solas, por lo que enviaron la ubicación. La respuesta del carabinero las desconcertó: “Están muy lejos, señoritas”.
Con un nudo en la garganta las dos mujeres revisaron nuevamente el mapa, y al alzar la mirada en dirección al horizonte, vieron con horror que las tres montañas estaban frente a ellas, justo al otro extremo.
Desconsoladas se tiraron al suelo a llorar. Siempre estuvieron equivocadas y ahora no sabían cómo llegar al otro lado.
—Ay mi niña, perdóname, perdóname por hacerte pasar por esto —decía Yuleska a su pequeña con las lágrimas cayendo al árido suelo.
Una vez caída la noche intentaron encender una fogata, pero el fuerte viento y la neblina se lo impedía. Así como también le impedía a sus rescatistas divisarlas en la distancia, por lo que debían esperar hasta el amanecer.
—Mami, dame el agua. Tú tienes agua —repetía la hija de Yuleska con un tono de voz débil y lenta.
—No, mi amor, no tengo nada. Ya se acabó.
—¡No mami, ahí la tienes! —decía la niña señalando la mano vacía de su madre.
—¡Chama, creo que está alucinando! —comentó preocupada su cuñada.
Ya había amanecido y las alucinaciones se fusionaban con los berrinches típicos de la edad.
—¡Quiero ir con mi abuelita! ¡Quiero que me peine! ¡Mami llévame con la abuela!
Yuleska no paraba de llorar de la desesperación y abrazaba a su hija nuevamente.
—Mami, tú sabes que la abuela se quedó en Venezuela y nosotras vamos para nuestra nueva casa.
Pronunciar las palabras se le dificultaba. Su lengua estaba pastosa y llena de una saliva que se acumulaba y se hacía cada vez más densa.
Luces en el desierto
A media mañana, el único celular operativo que tenían repicó. Era el policía.
—Aló, ¿ya saben en dónde estamos? —respondió la cuñada sin dejar que el hombre al otro lado de la línea hablara.
-No, no logramos verlas, pero… No se preocupen. Busquen un espejo, algo que refleje el sol y comiencen a apuntar en todas las direcciones. Nosotros haremos lo mismo y así las localizaremos.
Yuleska, que escuchaba todo por el speaker, sacó el espejito que tenía en su estuche de maquillaje y comenzó a reflejar el sol con desespero, apuntando a una dirección indefinida. Así se mantuvo algunos minutos hasta que en la distancia logró ver un pequeño resplandor, diminuto, casi imperceptible.
—¡Chama, ahí están! ¡Mira, mira ahí! ¡Son ellos! —gritaba eufórica la cuñada.
Yuleska no se lo podía creer… de repente, sintió las manos de su hija en la suya.
—Mami… Ya falta poco, ya nos vieron.
Su hija de repente parecía tener la actitud de una mujer y aquellas palabras fueron una dosis de esperanza y fuerza que Yuleska no había experimentado. Rodearon las montañas, manteniéndose en terreno plano para evitar más complicaciones. Tras horas de caminata, de caminos serpenteantes, el sonido de unas motos en la distancia las alarmó.
—No nos podemos dejar ver —exclamó Yuleska.
—¡Cómo vas a decir eso! ¡Ellos pueden ayudarnos y darnos incluso agua! —respondió con indignación su cuñada.
Pero nadie llegó, por lo que caminaron hasta el borde de la montaña y miraron hacia los policías a muchos metros de distancia. Los carabineros eran como hormigas. No se distinguía absolutamente nada, solo el verde de sus uniformes.
Se arrojaron en una enorme piedra a llorar. Ya no podían más. Esta vez era cierto.
Entonces uno de sus compañeros de viaje, Julio, anunció:
—Yo iré, yo voy a subir a donde los policías.
Julio subía con un ritmo constante. Desde el suelo desértico las mujeres lo veían hacerse cada vez más diminuto. Sin agua, sin alimento y con unos niños que podrían colapsar en cualquier instante, otro día ahí sería mortal. La boca de Yuleska era un pozo seco.
Desde arriba los carabineros las alumbraban con linternas para hacerles saber que estaban ahí, atentos a cualquier situación. De repente, había alguien más dirigiéndose hacia ellas. El polvo se levantaba y el sonido indiscutible de una moto, la misma que escucharon horas atrás, se acercaba a ella. Eran dos excursionistas de los que practican motocross en el desierto.
—¡Se acabó, se acabó! Nos van a rescatar— gritó eufórica Daisy.
Las mujeres por fin pudieron asimilar que sobrevivirían. Por desgracia, uno de los dos motorizados ya había agotado su reserva de agua y el otro la tenía por la mitad. Esta fue directa a los niños, quienes bebían con desesperación mientras algunos hilillos se chorreaban por sus comisuras, cuando uno de los motorizados pisó el suelo y perdió el equilibrio.
—¿Qué es esto? —dijo con acento chileno mientras se agachaba para ver qué tenía bajo sus pies, y de repente desenterró una botella de agua. Yuleska y su cuñada de inmediato se llevaron las manos a la boca.
—¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡Dios, eres muy grande! ¡No has salvado! —Gritaba Yuleska con los brazos abiertos y mirando hacia el despejado cielo del desierto de Atacama.
Algunos minutos después, el equipo de carabineros llegó al sitio junto a los militares. El rescate era un hecho. Los funcionarios intentaban calmarlas y les daban agua, no solo a Daisy y a su cuñada, sino a todo el grupo.
Daisy sentía por primera vez, luego de tres días, la refrescante sensación del agua inundando su boca. Se sentía tan desorientada que no recordaba exactamente qué día era, pero sabía que habían pasado tres, era lo que murmuraban los militares.
Al llegar al refugio, en donde pasaría la cuarentena y se decidiría su estatus migratorio, fue evaluada por un equipo de médicos. Había perdido peso y se encontraba sumamente deshidratada, pero fuera de eso estaba bien. Yuleska sentía que la estaban cuidando y dándole la comida que necesitaba para mejorarse.
En este momento hay una investigación policial de por medio, por lo que todos los nombres que se mencionan en esa historia se han alterado para proteger la identidad de los protagonistas. Los temores de ellas son muchos: ¿Podrán quedarse en Chile? ¿Podrían sobrevivir allí? ¿Tendrán que volver a pasar hambre y sed? ¿O tendrán que enfrentar todos estos peligros de nuevo si tienen que regresar al país del que tuvieron que salir?