Corro por la calle de Atocha hora y media antes de ir a una reunión de un posible trabajo. Las uñas vueltas un desastre con la pintura permanente medio desprendida a mordiscos. Nunca más, me digo, no me vuelvo a poner nada que no pueda eliminar con acetona en casa.
El lugar donde me las arreglarían, donde tenía una cita, está cerrado y tiene un cartel en la vidriera: “Se alquila este local”. Tragedia. Así no puedo ir a ningún lado y en Madrid no te atienden sin cita para hacerte una manicura. Tampoco te la van a hacer, nunca jamás, como en Venezuela. Ya estoy resignada.
Parecen tonterías, pero la vida, estoy cada vez más convencida, te pide colocar en un altar las cosas cotidianas y a la gente que las hace bien. A eso me dedico ahora que he migrado. Es mi nueva fe. Cuando tienes todo eso resuelto ni cuenta te das de cuánto vale.
Subo por la calle de Atocha a ver si en algunos de los muchos sitios de uñas de Tirso de Molina logro que me atiendan. Pero antes, frente a la placita de Antón Martin, encuentro un local que no había visto. Entro a millón y le digo a la muchacha china, fajada con las manos de una cliente:
—Buenos días, no tengo cita y estoy apurada, ¿me podrán quitar la pintura permanente?
La respuesta me sorprende:
—Sí, mi amor, siéntate ahí un momentico.
Yo había hablado firme pero despacio, haciendo gestos, para que me entendiera la que suponía una empleada china. Usualmente apenas saben español y los enredos son de película. Pero esta muchacha, cambiando muy suavemente erres por eles, me respondió en caraqueño hasta en la entonación. Y además me señaló una silla con un gesto de la cabeza, con cara de “tranquila que resolvemos”.
Otra chica sentada en un taburete bajito está arreglando unos pies, de espaldas a mí y a la puerta. Veo que gira la cabeza por el lado contrario a donde estoy, o sea, que no me mira, y escucho que le dice a la otra: “La de las once siempre llega tarde, empiézala tú y yo la termino”. Es discreta. Y es venezolana. Seguro.
Por un momento me siento en la sucursal de Sandro de la avenida Urdaneta, media hora antes de que abra el Banco Central y yo deba entrar a un comité de algo con las manos y pelo arregladas al modo de secretaria en su día. No entiendo nada, pero obedezco y me siento.
Apenas se desocupa y cobra, Wendy —así me dice que se llama la muchacha china— empieza a quitarme la pintura de las uñas y me convence en dos minutos de arreglarme las manos completas y también los pies. Que en una hora estoy lista. Estoy tan sorprendida de cómo habla, de cómo canta y bailotea, de lo confiada y alegre que es, que acepto solo por curiosidad. Qué es esto. A punto de estoy de mandar mi reunión al carrizo.
Mi sorpresa no para de crecer. Como cualquier manicurista venezolana, me pregunta si quiero las uñas cuadradas o redondas y me las lima perfectas, me pone aceite en las cutículas y me las hace meter en agüita tibia, las echa para atrás con cuidado, las recorta y las repasa con dos limas en forma de taco hasta que no me queda ni un bordecito seco. Todo sin rasparme ni que me duela nada. Me pone crema con un masaje hasta los codos. Limpia las uñas con un algodón. Les pasa un brochita por encima para quitar el polvo. Mira su obra satisfecha. Luego, para que elija, me prueba tres colores distintos que me gustan en tres uñas de la misma mano. Decido y ella aprueba. También es el color que le gusta para mí. Los otros, aburridos, me dice. Me quita esos esmaltes con cuidado y se aboca al broche de oro: base, dos capas, brillo. Todo perfecto, sin salirse de la uña jamás.
Yenni llega entonces con el agua tibia para los pies. Por fin le veo la cara y le pregunto su nombre, porque hasta ahora solo le había visto el pelo largo perfecto. Entonces empiezo a investigar. Directo al grano.
—Tú le enseñaste a ella a hacer las manos así. Aquí en Madrid esto es imposible o impagable.
Sonríe sin levantar la vista de mis pies. No me contesta, pero obvio que sí. Y me digo que también le pegó el acento y seguro que le elige la música ambiental. Es que estoy en la Avenida Urdaneta. Pero eso no se lo puedo preguntar. No todavía. Insisto:
—Solo allá te arreglan las manos y los pies así. Aquí tienes que ir a un podólogo. Y las manos, nadie. Tú le enseñaste.
Yenni me responde todavía sin levantar la vista, diría que casi desafiante si no fuera porque es dulcísima:
—Si tú le dices a ella que te quite lo que te aprieta, te lo quita. Ella sabe.
Pero ni de broma me dice que la enseñó. Obvio que son amigas y cómplices. Se tienen afecto, y si no fuera porque una es morena y la otra tiene la piel muy clara, si no fuera porque una tiene el pelo fuerte y la otra fino, si no fuera por los acentos, podrían ser hermanas. Porque se tratan como hermanas, y Yenni tiene los ojos un poco rasgados y Wendy el carácter bastante criollo. Par de maracuchas si no hablan, pues.
De diez a diez
Ese día no logro saber más. Tengo que ir otras veces para entender cómo se formó ese tándem. Solo después de tres o cuatro manicuras y pedicuras, me van contando más y hasta algunas cosas me las escriben por el chat de WhatsApp por donde estoy en contacto con Wendy, que es súper tecnológica.
Me entero de que Wendy, que en verdad se llama Huizhi Pan, es la dueña de Vitality Nail. Su nombre era impronunciable aquí y lo simplificó. En verdad es la jefa de Yennivier Figueroa, que es el nombre completo de Yenni, no tan difícil de pronunciar, pero sí de recordar. Se convirtieron entonces en Wendy & Yenni.
Yenni tiene casi un año en Madrid. Es de Valencia. Salió de Venezuela por tierra con su esposo, que es artista plástico. Llegaron hasta Cúcuta, de allí volaron a Bogotá y luego a Madrid. Los esperaba la suegra de Yenni, residenciada hace tiempo aquí y amiga de Wendy. Al día siguiente, Yenni fue al negocio de Wendy, que estaba lleno a tope. Entró y vio el movimiento, guardó la cartera detrás del mostrador y dijo:
—Wendy, ¿cómo te ayudo?
Pregunta retórica, desde luego, porque lo sabía perfectamente. Ahí mismo empezó a trabajar sin preguntar ni por las condiciones ni por el sueldo. Hablaron al terminar. Esa noche. Y desde entonces no paran. De lunes a sábado, de diez a diez.
—¿Y por qué la contrataste? —le pregunto a Wendy mientras me pinta las uñas de los pies.
—Ah, mi amor, porque ella me gustó como trabajaba. Yo vi a Yenny como yo hace once años, llegando a Madrid. Los venezolanos son como los chinos. Trabajan mucho y no se quejan. Ella es muy buena. Tiene entusiasmo. Antes nadie duraba un mes.
Una mañana estoy con Wendy cuando llega su compañera. “¡¿Arepas?!”, pregunta apenas verla entrar. Desilusión. No trajo arepas Yenni ese día.
También ha aprendido a decir “chévere”, pero a mí a veces no me entiende. Entonces mira a Yenni con las cejas arqueadas, y su amiga le explica lo que le pregunto también en español. A Yenni sí que le entiende todo. Perfectamente. En especial si le hablo de política, la comunicación con Wendy se vuelve complicada. Cuando le digo algo de la represión en China, por ejemplo, me dice que allá no hay criminales como en Venezuela. Eso sí le da miedo, lo que Yenni le ha contado. Si menciono el Partido Comunista no tiene idea de qué hablo. “¿Cómo Comunista?”, dice, y mira a Yenni para que le explique. No sigo ni con Mao ni con Tiananmen. No tiene sentido. Es como si le hablara de cosas de las que tiene apenas una lejana referencia, como cuando ante mí aluden a los conflictos de Star Wars o de El señor de los anillos. Mueve la cabeza, frunce el ceño y se concentra en lo suyo, que son mis uñas.
—¿Y por qué viniste aquí entonces? ¿Por qué tantos chinos se van de su país? Hay muchos chinos en todas partes.
—Porque allá somos muchos —me dice— y es difícil ganar dinero.
—¿Y por qué tantos tienen peluquerías o restaurantes? —le pregunto a Yenni otro día.
—Porque estudian eso allá en China y afuera son negocios con demanda. Son emprendedores natos y cambian de ramo sin problema si algo no da.
Wendy vino a Madrid a los 16 años a trabajar en un restaurante, en la cocina primero y luego como mesonera. No hablaba español, lo aprendió trabajando. Siempre mandó dinero a Zhejiang, la ciudad donde nació, cerca de Shanghái, pero también ahorró. Siempre supo también que iba a montar su negocio en Madrid. Wendy es sagaz, no cabe duda. Y con menos de treinta años y su cara de niña, tiene su propia tienda en un punto perfecto del centro de la ciudad.
—Trabajas afuera y puedes mandar dinero. Con cien euros que tú mandes allá pueden hacer mucho, pueden vivir —me dice—. Nadie puede estar bien si su familia y sus amigos están mal.
Otra afinidad con Yenni: la de los apegos y la solidaridad. Yenni no se queja, no odia ni insulta, no nombra ni maldice a nadie. A mí me parece la pura calma pero con carácter. Sabiduría zen. Solo en un momento se le aguan los ojos.
—Lo duro es cuando me mandan fotos y los veo a todos reunidos allá y pienso que yo no estoy con ellos.
Las dos nos callamos.
“Claro, mi amor”
Wendy oye Spotify en un altavoz y cambia con agilidad las piezas en su celular mientras atiende a los clientes. Reguetón, salsa, boleros, también versiones chinas de música pop occidental. A veces las dos tararean las canciones o se mueven un poco con el ritmo, Wendy más que Yenni. Otra sorpresa. Si la llaman, atiende, pero sin dejar de trabajar, así que lo hace por el mismo altavoz, en español o en chino, de modo que todos más o menos nos enteramos de los próximos arreglos de citas y horarios. Yenni sonríe sin levantar la vista de lo que la ocupa en ese momento.
Cada vez que puedo me acerco a verlas. Al menor raspón en el esmalte llego con el dedo levantado como niño que quiere curita. “Cóbrame”, le digo a Wendy después de que me arregla el raspón en la mesa de al lado de donde trabaja. “No, eso es muy poquito”. Insisto: “Cóbrame, vale, que si no, no puedo venir más por estas tonterías”. “Bueno, un euro. Ponlo ahí, mi amor”. Y sigue con su clienta.
Algunas veces les aviso por WhatsApp que voy para allá: “Epa, se me dañó el esmalte del dedo chiquito”, o: “¿Me pueden atender hoy? Manos y pies”. “Claro, mi amor”, es la respuesta invariable. Llego y Wendy me señala con la boca la silla donde voy a esperar, me la señala a la manera de Caracas. Ya estoy en devoción. También cuando paso delante de la tienda camino a otra parte, a millón, y agito los brazos en alto, exagerada, para saludar. Entonces Wendy me tira besos desde adentro con las dos manos y Yenni saluda, siempre más discreta, pero divertida con la escena.
Resiliencia e inteligencia migratoria me saben a poquito aquí. Esto es la poesía de Tráfico aclimatada en Madrid.