Cuando el miedo, la histeria y la paranoia comienzan a controlarse, y la nueva realidad plantea nuevos retos sociales y culturales, rebrota no solo el covid-19, sino una frase que se creía erradicada: “¡No vuelvo a comer comida china!”
La sobreexposición mediática de la sopa de murciélago y el pangolín al vapor vuelve a cocinar otros ingredientes: prejuicio, desconfianza, desprecio, rechazo y otras maneras más parecidas a la discriminación que a la prevención y la prudencia.
Sí, los estigmas se refuerzan como el coronavirus y se propagan con la misma rapidez. Incluso en Venezuela, porque donde hay chinos, hay restaurantes chinos.
Aunque aquí la cosa se come de otra manera y sabe diferente.
En este país no hay una discriminación sistémica ni tan explícita hacia los chinos: desde siempre, han tenido acceso a servicios, propiedades y negocios, y pese al confinamiento pueden transitar por donde quieran y sin que les den golpizas como a la mujer china en Berlín. No se les grita como a Yuanyuan Zhu en San Francisco. Mucho menos se les persigue como al médico de Nueva York Edward Chew, y es impensable rayarles la acera, como a la familia australiana de origen asiático en Perth.
Aquí, salvo el tuit de un periodista venezolano («¿Chinos HDP, no se pueden tomar una sopa como la gente normal?, de pollo, garbanzos, tienen que causar estas pandemia?») no se les insulta en las redes sociales como en Estados Unidos, Francia, Italia, Brasil o Perú. Y todo esto nos basta para afirmar que en Venezuela no hay racismo, pero sí “chinos cochinos” que “comen perros, gatos y ratas”.
Para comer aquí
Cuenta Catalina (nombre ficticio), de origen chino y nacida en Venezuela, administradora de un restaurant chino en Caracas desde hace 18 años, que desde antes de que llegara el covid-19, estaban las burlas por sus acentos o la mala pronunciación de la «r» y sí hubo comensales un poco renuentes a consumir en un restaurante chino.
«Los he visto parados en la puerta dudosos y luego se van. Ahora me han preguntado en broma si vendemos sopa de murciélago”.
“Hay cierto nivel de chalequeo que no deja de ser acoso, bullying ―explica Carlos Lusverti, abogado, profesor e investigador del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica Andrés Bello― Hay un racismo soterrado, una discriminación de bajo impacto, que no se ve, porque estamos frente a una comunidad relativamente pequeña, que se ha integrado y visibilizado en medio de su integración. Es un tema más cultural y de costumbres que estrictamente jurídico”.
Que no se vea la discriminación no es que no exista. Basta la presencia obligatoria de los carteles del artículo 8 de la Ley Orgánica de Discriminación Racial para advertir que los “chistecitos” de los chinos y su comida van dejando de ser tal cosa, al menos desde 2012.
Recuerda la influencer china-venezolana Irene Chen Chen que: “Entre 2010 y 2015, cuando no se permitió más fumar dentro de los restaurantes, mi padre buscó quién le iba a hacer el cartel de la Ley y, de una vez, le pidió el otro que dice ‘No al racismo y a la xenofobia’. Ya no toleraba la falta de respeto, y cliente que entraba diciendo ‘chino’, no lo atendía. Mi padre prefería perder un cliente irrespetuoso que atenderlo por su bolsillo”.
La desatención a esos clientes fue una manera de evitar lo que ya había ocurrido reiteradas noches: borrachos que insultaban al papá de Irene y a los chinos de todo el planeta. “Yo empecé a decir groserías a personas que me decían cosas muy incorrectas. No era la forma, pero esas fueron mis reacciones en ese momento para defenderme. A veces debemos recurrir a formas un poquito más drásticas, porque si para ti es normal que te hablen feo y te traten mal, es normal entonces que te falten al respeto”.
Ahora que Irene se encuentra en Chile y trabaja como mesonera, cajera y administradora de personal en el restaurant de su tío, nota las diferencias de cuando ayudaba a sus papás en Los Teques: “Lo que molesta no es que nos llamen ‘chinos’. Es el tono despectivo. Ningún chileno me ha dicho ‘china’ y no tratan mal a las personas que les sirven la comida”.
Mito a fuego lento
Dicen que a propósito de la solicitud de ingreso de ciudadanos chinos, Marcos Pérez Jiménez le dijo a Pedro Estrada: “Esa gente no entra aquí, sabe que los chinos comen cualquier vaina que se mueva”. El chino, a diferencia del italiano, el español o el portugués, dizque no llegaría con las buenas costumbres ni los conocimientos deseados para construir el Nuevo Ideal Nacional de desarrollo y progreso perezjimenista.
Quizás desde entonces, un plato chino repleto de patas de pollo guisadas ni es apetitoso ni civilizado, mientras que en China sería inconcebible que las mismas patas sean preparadas en un consomé a la manera venezolana para subir las plaquetas. Aquí, además, donde no es muy evidente que el pisillo de chigüire contiene la carne del roedor más grande del mundo, se habla con asco del consumo de las ratas de campos de arroz.
Es verdad que la ingesta de animales salvajes fue una práctica extendida entre las comunidades chinas más pobres durante la hambruna de los sesenta y setenta, pero el consumo de carne exótica en las recetas chinas no forma parte de la cultura popular. Cada vez más, estos platos empezaron a servirse en lugares y eventos dedicados a explotar el turismo gastronómico o por sus supuestas propiedades sanadoras. Hoy solo pueden consumirlos quien pueda pagar por ellos. Pero el mito quedó servido para siempre, como el tradicional y exótico pastel de morrocoy en Semana Santa.
Para Irene, debería estar superado: “Porque si se preparan ese tipo de animales en Venezuela, la gente no iría a comerlos, y muchos restaurantes chinos hubiesen quebrado, pero no es así”.
Explica Lusverti: “Tiene que ver con prejuicios concurrentes frente al chino, indudablemente, que asocia prejuicios culturales por temas de comida, cultura, comportamiento más el prejuicio degradado por el tema del coronavirus y su tratamiento, cosa que desde nuestra perspectiva cultural criolla es reprochable y reprobable”.
“Hay muchos inventos, pero eso no sucede solo con la comida china. Nos mantenemos al margen de eso, porque siempre hemos sido muy estrictos con nuestras normas sanitarias, ingredientes, preparación y honestidad gastronómica. Eso ha sido Chez Wong”, explica Yuman Ley Araya, dueño actual del restaurante.
Fue con la creación de Yuman Ley Wong, en 1990, que la comida china en Caracas dejó de ser entendida como la reinvención de cierta comida cantonesa en la costa Oeste de Estados Unidos. La adaptación de las recetas de las principales escuelas culinarias chinas por la familia Wong consagró extravagancias ajenas al chop suey, el plato que impidió el cierre del Chinatown de San Francisco en tiempos de la Ley de Exclusión China en Estados Unidos, pero que aquí impedía sorprender y educar paladares.
De allí que Wong Araya insista en que “no he sentido la discriminación y el rechazo, pero me da un poco de tristeza por los paisanos que sí, porque yo creo que todo esto es por desconocimiento y por toda esta influencia de las campañas negativas”, incluso esas en las que el chino mesonero, el chino cocinero y hasta la china cajera terminan pagando los platos rotos de los convenios entre China y Venezuela.
Hoy, con una brigada local en la cocina y una cuarta generación de comensales de estas tierras, Wong Araya afirma que “el venezolano cocina igual a un cocinero chino. Claro, guiado de la mano nuestra… ¡Hasta hemos incorporado lo criollo en toques de sabor!”
Para llevar
La familia Wong es lo que Lusverti explica como la creación de una tercera cultura que no es la original del migrante ni la del país al que llega, sino una mixtura en la cual la migración se diluye:
“Muchos de los venezolanos que han migrado dicen: ‘No consigo comida china como en Caracas’ y no la van a conseguir, porque la comida china que nosotros consumimos es esa tercera cultura que surge”.
“Por eso a mí me parece una estupidez que la gente deje de ir a un restaurant chino por esta pandemia. No podemos retroceder. Aprendimos a comer agrio y dulce. Conocimos ingredientes como la salsa de soya, de ostras o de pescados, incluso le dimos importancia al cebollín. Esto hizo que se amplíe el conocimiento gastronómico y así, la cultura en Caracas”, opina el gastrónomo Alberto Veloz.
Cierto. Por esa forma de ser del venezolano, el “chiste típico de la comida china” no se hace necesariamente con intención de herir y, en ocasiones, hasta puede resultar gracioso pero, como propone Lusverti, “es importante ver la cultura de la víctima que puede estar sufriendo bullying, revisar nuestra gesticulación, el tono de la voz, la expresión, la mirada y esos otros elementos de la comunicación”, pues el racismo también puede esconderse en formas no verbales y muy simples, con significados que sugieran desprecio o rechazo.
El ejercicio empático es más sencillo de lo que parece: al saludar a un mesonero con un “¿Cómo estás, coronavirus?”, a lo mejor todos los criollos se ríen pero no el chino. O quizás nadie se ría. Entonces mejor abstenerse hasta del saludo. No se vale disculpar la mala educación aludiendo a la susceptibilidad y mucho menos confundir la burla con ser gracioso.
Sostiene Veloz: “Hay una gran ignorancia y unos miedos basados en esa ignorancia… ¿Cómo la gente está dejando de comer una gastronomía que la tenemos inserta en nosotros?” La respuesta, quizás, está en que se olvida que un buen plato chino en Venezuela, así como la culinaria de todos los países del mundo que aquí se reúnen, está hecho de saberes adaptados, y que así se pretende alimentar relaciones que van más allá del paladar.
La paradoja sigue servida: la comida china fuera de China frenó la segregación de esos migrantes que ahora la padecen por cocinar lo mismo.
Pero a partir de esta nueva realidad y ya que los venezolanos son de buen paladar, es posible que el repertorio de delicias milenarias vuelva a ser la opción de la cena de siempre o del almuerzo del fin de semana. Y, sobre todo, que los platos más emblemáticos de una comunidad que resiste frente a los peores virus sociales, se degusten otra vez con verdadero aprecio.