Soy quien soy
no preciso identificación.
Sé bien de dónde vengo y dónde voy.
Porque soy lo que soy, y no quien quieras vos
El Cuarteto de Nos
—No sé si se han dado cuenta de que en un grupo de amigos solo hay un negro. Cuando mucho, dos. Más de dos aparece en las noticias como banda o pandilla. Entonces, tenemos que tener cuidado… No, ustedes se ríen y aplauden, pero no les tocó tener que organizar el cumpleaños de mi abuelo sin que cayera la policía.
Taburete es un reputado club de comedia de Buenos Aires. Ese día de 2020, César Aramís —venezolano— grababa su primer especial. Las risas se sucedían una tras otra.
En 2009 César fue aceptado en la escuela de Psicología de la Universidad Católica Andrés Bello, adonde iban a parar muchos egresados de algunos de los colegios más costosos de Caracas.
—Lee bien esos nombres, la mayoría son chamos a los que les han regalado todo. Tú no, tú te lo has ganado. Y ahora tienes que seguirlo haciendo —le dijo su mamá.
Un fogonazo le hizo recordar frases que repetían sus abuelos y que nunca terminaba de entender: “hacer valer el color”, “respetar la raza”, “no dejar que nadie crea que eres menos”. Asumió el discurso de su mamá en ese momento como una buena charla de motivación. Le hubiese gustado encerrarse a reflexionar, pero su cuarto era también el de su mamá: siempre habían dormido en el mismo espacio. En el apartamento, ubicado en la avenida San Martín, solo hay tres habitaciones. En una, dormían sus abuelos. En otra, su tía con sus dos hijos. En la última, él y su mamá.
Los círculos
En bachillerato, sus amigos eran los típicos chamos-rebeldes-que-conocen-la-calle. Narraban epopeyas con mujeres, difíciles de creer. César acaso supo lo que era dar un besito una vez que jugaba a la botellita. ¿Novias? Las que hizo por Internet con chamas que vivían en Argentina y en España, a quienes conoció en foros de debate sobre Harry Potter. En la universidad vivió el otro lado de la moneda. Cuando él decía que no tenía plata, era que no tenía para comer. Cuando sus compañeros afirmaban lo mismo, era que no tenían para ir al cine-cenar-rumbear: debían conformarse con dos de tres. La universidad, no obstante, es un nivelador de realidades: todos están tratando de graduarse.
Una de sus compañeras iba dos años por delante en la carrera y tiene tres más que César. A ella le divertía la timidez de él, quien al final se decidió a echarle los perros. Pero por Internet: chateando en Messenger. El día que se hicieron novios, estaban paseando por el Centro Comercial San Ignacio.
—Okey. ¿Agarras Metro?, ¿te acompaño a agarrar una camioneta? —preguntó César cuando ella anunció que debía irse.
—No, tengo mi carro aquí: en el estacionamiento.
Él tardó varios segundos en procesar la respuesta: tener carro a esa edad no era normal en su mundo.
No llevaban ni un mes juntos cuando ella cumplió años. El bar, la terraza y la mesa de pool le aclararon a César que estaba lejos de su apartamento. La casa, en el sureste de Caracas, estaba llena de muchachos que tenían carros y los usaban para cortejar. Al finalizar la fiesta, la mamá de César lo pasó buscando.
—Lo único que me faltaba era ser malandro y drogadicto. Yo era todo lo que los papás de ella no querían para su hija.
Hasta sus méritos académicos le jugaban en contra: estudiaba la carrera que ellos nunca quisieron para ella.
La familia ponía trabas: la muchacha no podía dormir fuera, César no podía quedarse. Ir a la playa un fin de semana era como pedir permiso para participar en una orgía en una plaza. Lo peor eran las expectativas. Un hombre de verdad debía ser un proveedor, con independencia económica y de cierta clase social. A César ni siquiera lo consideraban un novio. En cinco años, su suegra solo se dirigió a él por su nombre dos veces.
Cuando se graduó, el noviazgo salió del útero universitario y no soportó el mundo real. Mientras asimilaba la ruptura, escribió con mayor compromiso y se puso a dar clases en la UCAB. La crisis de Venezuela se convertía en un tobogán. César era el eslabón que ayudaba a entender dos maneras de asumir la realidad. Mientras que sus amigos de la infancia se rebuscaban revendiendo productos regulados, sus colegas universitarios planificaban cómo irse del país.
En el primer círculo, comenzaron a percibirlo como un sifrino que ahora tenía plata. No se imaginaban que con su salario de profesor no podía comprar ni dos de los productos que ellos revendían. En el otro, lo veían como el chamo que sabía-moverse-por-el-Oeste-de-Caracas, que tenía vecinos que habían estado presos.
—Siempre ha habido esa pugna en ambos grupos de no mimetizarme por completo con ninguno, pero tampoco que me vean como un alienígena —diría, en 2017—. Puedo usar la palabra beta o lacra, mientras doy clases; y al mismo tiempo no dejo de hablar, digamos, de forma ordenada cuando estoy con mis amigos de la infancia. Yo soy muy tímido. Y una cosa que he hecho es comenzar a hablar en clave de humor. Ahora siento que se me va de las manos. Ya ni yo mismo sé cuándo estoy hablando en serio y cuándo no. Creo que era una manera de marcar la diferencia. Y yo, bueno, soy así: para mí la vida es un gran chiste. Además, el tipo de humor que hago no es el del tipo fastidioso de ¡ah, este tipo es un payaso! De algún modo, creo que me creé un personaje, me casé con él y ahora me lo creo.
“¡Pero si eres negro!”
¿Qué significaba ser negro en un país que usa expresiones como “pelo malo”, “mejorar la raza” o “negrear”? ¿Qué era ser hombre en un país en el que la masculinidad se mide por mujeres seducidas, en el que conocía chamos que no leían o lo hacían a escondidas para que no los llamasen “marico”? La virgencita de los imposibles, su cuento que recibió una mención en el Policlínicas Metropolitanas para Jóvenes Autores, habla de un muchacho al que su papá lleva a un burdel para que pierda la virginidad.
Usó el cabello en afro. Se tatuó una snitch de Harry Potter. Una vez, siendo estudiante, fue a una entrevista para un puesto en el área de investigación. Quien lo recibió lo vio de arriba hacia abajo con desprecio. Todas las preguntas fueron sobre su origen socioeconómico. En otra ocasión, se postuló para un cargo en un banco. Quien iba a ser su jefe directo lo alentó a cortarse el pelo. La entrevista la interrumpió otro gerente:
—Chamo, disculpa, no le pares bolas a este huevón: si tú vas a trabajar aquí, no te tienes que cortar el cabello.
Fue contratado.
Trabajó también en una encuestadora. Cuando viajaba por el interior nunca faltaba quien se le quedara viendo su afro como si estuviese frente a un alienígena. Más de una vez alguien se dirigió a él en inglés, o le preguntó de qué país era.
Una profesora de canto, con quien vio clases, le dijo que ya era hora de que sacara su gañote de negro.
—Ah, no, bueno: otra cosa que supuestamente debería tener por mi color de piel.
En el colegio, decían que era rápido por el mismo motivo.
—Mira, no; soy bajito, delgado, es física pura.
En las fiestas asumían que era el mejor bailarín:
—Bueno, César, vamos a bailar.
—¿Por qué asumes que bailo? Yo no bailo.
—¿Como que no bailas?, ¡si eres negro!
—No, no bailo. Que sea negro no quiere decir que baile.
—Coño, pero algo tienes que bailar.
—Bueno, sí, puedo bailar merengue.
—¿Y salsa?
—No, no bailo salsa.
—¿¡Por qué!? ¡Eres negro!
—¡No, eso no viene así aprendido! ¡Uno tiene que ponerse a bailar para aprender!
—Coño, pero, entonces… ¿y qué rapero te gusta?
—No escucho rap.
—Pero, ¿entonces qué música te gusta?
—En realidad, me gusta mucho el metal.
—¿Por qué?
—¡Porque sí!, ¡porque me gusta ese tipo de música!
Después de terminar con su novia, hubo un periodo en el que veía su cuenta bancaria y se preguntaba si alguna vez volvería a tener una cita. Le hubiese hecho bien, quizá, haber tenido un padre que lo orientara.
—Dos recuerdos claritos que siempre tengo de él: uno, yo como de cuatro años y el tipo arrecho porque se había ido en el carro conmigo y yo me había quedado dormido. Para él era inaceptable que un hombre se quedara dormido en el carro. Y yo como que bueno, bróder, tengo cuatro años, ¿qué esperas de mí? Y el otro recuerdo es él intentando enseñarme a comer como un hombre: tienes que comerte todo y después tomas agua. Y una vez más, yo: chamo, tengo-cuatro-años, ¿cómo tú esperas que yo me coma medio pescado y después tome agua?
Sus papás se conocieron en Yaracuy y nunca vivieron juntos. Algunos problemas que César no supo identificar hicieron que un día papá dejara de visitarlo. Puede que influyera el hecho de que tenía un medio hermano de su misma edad —al que trató de contactar sin obtener respuesta— y algunas diferencias políticas:
—Mi mamá es una copeyana rancia, antigolpista. Mi papá, muy enamorado del comandante —de Chávez—. Eso no iba a funcionar nunca; en especial un día en que mi papá, entre cervezas y tal, dijo algo así como que prefería que se muriera su mamá antes de que se muriera Chávez. Mi mamá no toleró eso.
Ella sufrió para costearle los dos últimos años de carrera. Mientras tanto, César recibía el mensaje de una amiga, quien desbordaba de alegría porque al fin su papá le había regalado el carro que anhelaba. Igualmente, su amigo más cercano logró irse a España: su papá le regaló el pasaje.
—Esas cosas no pasan en mi mundo.
El abandono paterno es más frecuente en clases más bajas. Los divorcios se siguen produciendo, los abandonos emocionales también. Pero el papá pobre, si no sabe relacionarse con el hijo, ni siquiera tiene dinero para ofrecerle; el papá más acomodado, aunque no sepa establecer vínculos afectivos, no tendrá problemas para cubrirle sus necesidades materiales.
En el 2017, César consiguió un trabajo, por Internet y en una empresa internacional, que le permitió hacer lo que su ascendencia inmediata no pudo: independizarse. También se enamoró de nuevo. Mientras tanto, aquella muchacha del sureste de Caracas que solía discutir con él porque ella no quería irse del país, se mudó a España con un nuevo novio. César, junto a su novia Maira, hizo lo propio para Argentina. Siempre con dudas sobre cómo establecer su identidad, en el concurso literario (“creo que era un lavado de dinero”, dice su bio de Twitter) mediante el que publicó su primer libro firmó con su nombre completo: César Aramís Contreras Parra. En la UCAB, claro, había sido César Contreras. Ahora, en Buenos Aires y con el gusanillo del stand up comedy dándole vueltas, se convirtió en César Aramís.
Uno de los primeros meses, se les acercó un vagabundo, le habló en portugués. En las zonas turísticas de Buenos Aires, la gente suele asumir que César es brasileño. Que sea senegalés lo descartan de una: es muy bajito.
Más allá de que algunas personas lo vean y se agarren la cartera o aceleren su andar o se hagan a un lado para que él pase —cosas que también le habían sucedido en Venezuela y con más frecuencia—, no siente que haya sido marginado. La primera vez que le abrió un show a Nanutria, estaba frente a un público en su mayoría venezolano. No había hablado cuando alguien gritó:
—¡Ese es de Petare! —con una risita peyorativa.
A César le choca la palabra afrodescendiente, pues su cultura no está en África ni tiene ningún vínculo con ella. Celebra la palabra negro, el sustantivo con el que se refieren a él en sus grupos. ¿Por qué es necesario para algunos ligar el concepto de negro a África, hacerlo ajeno a América? Hay dudas que solo puede aproximarse a responder desde el arte. Por eso, cuando sube al escenario, dice:
—A ver, alguno de ustedes me estará viendo y ya está asumiendo cosas de mí o ya están esperando cosas de mí. Sí. Alguno de ustedes me está viendo y espera que me guste el rap —risas—. Algunos de ustedes me están viendo y esperan que sepa jugar al básquet —más risas—. Que la tenga grande —aplausos—, eh. Igual, no… lamento decepcionarlos, pero no… no sé jugar al básquet: no es lo mío.