Las buenas novelas arrancan y terminan con buenas escenas, y se quedan con uno. Mandamadre –publicada en 2017 por el sello Sudaquia Editores que tantos autores venezolanos de la diáspora tiene en su catálogo– comienza con una madre dando instrucciones mientras se la llevan detenida, y cierra con una fiesta improvisada en un lugar improbable que deja a su hijo sacando unas conclusiones de la vida que te parecerían absurdas si no lo hubieras conocido a lo largo del libro.
La más reciente novela de Leopoldo Tablante (Caracas, 1970) está conectada con el universo tragicómico que ya había empezado a explorar en libros anteriores como el volumen de cuentos Mujeres de armas tomar (de 2005), el que precedió a sus novelas Groovy e Hijos de la casa. Tablante tiene un oído para el diálogo y un ojo para el detalle tan entrenados que, pese a la distancia y a los años que han pasado desde que se fue a Estados Unidos, puede reconstruir con nitidez inmediata la oralidad y la estética de esa clase media caraqueña que se medía a sí misma por los Trompiz, los mercados en Miami, los Nike y muy particularmente los carros. Claro que ha habido y hay todavía gente muy parecida en todas partes, y sigue habiéndola en Venezuela, pero Tablante ha estado escribiendo sobre un mundo perdido de muebles de Hervigón y animalitos de vidrio: el de la temblorosa prosperidad de la generación de nuestros padres, que en algunos casos estaba hecha más de renta que de trabajo, más de títulos que de conocimiento, más de marcas que de gusto y más de deudas que de riqueza.
Él atribuye el realismo de sus novelas a los autores que ha estudiado, Thackeray, Dickens y Trollope, y un poco como ellos se ha apoyado en ciertos objetos como símbolos del paso del tiempo, como ruinas en las que se marcan las cicatrices de la transformación. En el caso de Mandamadre es un Ford Conquistador, una cosa enorme que echa humo y que con su sola lamentable presencia desmiente cualquier mentira que los personajes pretendan contarse a sí mismos.
—El primer insumo existencial para escribir Mandamadre —cuenta desde Nueva Orleans— fue la proliferación de ventas de remates de gente que se iba de Venezuela entre 2003 y 2007, después del paro petrolero contra Chávez. Esos remates inauguraron mis primeros compromisos adultos de rentar o comprar viviendas, que equipé muchas veces con objetos usados. Me fascinan las ventas de remate, circular entre los objetos que representaban la prosperidad de una clase media en declive.
Mi tema recurrente es la fijación de la clase media venezolana de la que provengo con la idea de una prosperidad natural y merecida que, por alguna razón, la realidad traicionó.
Esa mentalidad –familiar, conocida y, hasta cierto punto, propia– me desconcierta lo suficiente como para desarrollar la necesidad de contarla. También, obviamente, la nostalgia de una vida que se perdió y de la que solo quedan vestigios que asocio con mi infancia y preadolescencia.
Justamente esos novelistas realistas que conoces bien hicieron un gran esfuerzo por documentar una enorme transformación social y económica que estaban presenciando. A la hora de elaborar tu propio relato de una transformación en otro tiempo y otro lugar, ¿qué aprendiste de ellos, qué trucos encontraste en sus novelas, qué soluciones a los problemas que tenías escribiendo las tuyas?
Rigor documental, conciencia desprendida de procesos sociales y económicos, melodrama (porque en América Latina el folletín y la telenovela han formateado nuestro universo sentimental) y sentido del humor. Me fascinaba de los realistas esa tendencia a burlarse de los deseos que sus personajes más grandilocuentes y aparentemente poderosos confundían con la realidad, y a subrayar la resistencia moral de los tímidos o los débiles. En ese esquema las cosas lucen más básicas y por eso más aprehensibles. Siempre recuerdo la dicotomía entre Fagin y Oliver Twist, por ejemplo.
En esas novelas del XIX es muy frecuente el tema de la obsesión con las apariencias, los signos del estatus en una sociedad muy desigual. ¿Cómo recuerdas tú, con los ojos de hoy, esas fijaciones de nuestros mayores?
Las recuerdo pesadas y aparatosas. No solo por el volumen que esa montaña de cosas ocupa(ba), sino por cómo entorpece las expectativas de los poseedores, reales o potenciales. Tengo la impresión de que poseer es el resaltador de una vanidad beneficiada. Cuando, por circunstancias, tal beneficio no existe, las personas entrenadas por la idea de abundancia y frustradas por su ausencia la confunden con lo que llamamos «calidad de vida». En una sociedad tan rota socioeconómicamente como la venezolana, tal acepción de la calidad de vida da lugar a una tirantez entre exceso de satisfacción y empoderamiento y exceso de resentimiento que tiene, como lo sabemos, una traducción política inmediata. El resultado es una sociedad sin lugares de encuentro, inhóspita y que nos mantiene en forzosa distancia.
Una vez Arturo Almandoz me dijo algo que se me quedó: en Venezuela confundimos consumo con desarrollo. Perdida la capacidad de consumo, y por tanto las marcas de identidad de muchísima gente en esa clase media en que crecimos, ¿qué queda? Si la capacidad de adquirir inmuebles y objetos que te distinguía de la pobreza mayoritaria, histórica de la sociedad venezolana, ya no existe, ¿qué eres, cómo te identificas frente al resto de esa sociedad, cuál dices que es tu lugar en el mundo?
Ese lugar sigue siendo Venezuela, a pesar de todo. Por más genio de los idiomas y la proxémica que uno sea, por más fluidez intercultural que uno posea, la mayoría de los emigrantes venezolanos adultos estamos definidos por un alma y un cuerpo inspirados y entrenados en otras circunstancias. Tales circunstancias determinan nuestra noción de tiempo, espacio y presencia tangible (esto me hace recordar el trabajo del científico social puertorriqueño Ángel Quintero Rivera, sobre todo su reflexión sobre tiempo, cuerpo y cultura).
Quiero identificarme con nuestras virtudes, porque las tenemos: resiliencia y cierta generosidad informal que nos permite siluetear el absurdo de los formatos rígidos, con todo y a pesar de la ortodoxia bolivariana.
Yo celebro esas virtudes todos los días porque permiten vivir, que es mucho más que sobrevivir. Creo que por alguna razón los venezolanos nos deslizamos bastante distraídos de criterios que en otra parte marcan estricta diferencia, como la raza o la extracción sociocultural. Me ha tocado vivir en dos países distintos: Francia, donde la pregunta de cabecera para conocer a alguien es «¿qué haces?», que muchas veces interviene como diagnóstico de tu valía económica y sociocultural; y el rabioso entusiasmo estadounidense, donde el código del discurso políticamente correcto está determinado por diferencias explícitas (raza, género y orientación sexual, que marcan el nivel socioeconómico). En este último caso, la ubicuidad de los guetos mentales hacen que todos los individuos se sientan potencialmente ofendidos por una microagresión inusitada que a menudo me toma por sorpresa, incluso cuando me ha tocado desempeñar el papel de víctima. En lugar de reprocharme mi venezolana falta de consistencia y rigurosidad con los detalles que el sistema imprime en uno, celebro que seamos rigurosos y sistemáticos a la hora de no entender demasiado los formatos y criterios con que entramos en contacto con el otro. Y no es que no discriminemos, porque ¿qué es la situación venezolana actual sino una carrera de discriminación política anunciada por un pasado del que muchos se sintieron víctimas y excluidos? ¿Qué es la estructura urbanística de nuestras ciudades sino un engendro entre dos modos de vida sin lugar común? Sin embargo, incluso en nuestros modos de plantear rencilla y definir objetivos de odio, somos vagos, porosos y nos tardamos tiempos que en otras sociedades son inaceptables. Tal vez esa sea la razón por la que la artificialidad de la ideología se haya instalado en el aire como un marcador metafísico de diferencias.
Esto es algo en lo que pienso todo el tiempo: cuando uno hace periodismo o escribe, uno desarrolla (o debería, al menos) una mirada sobre la sociedad de la que viene, una necesidad de entenderla y de interpretarla. Pero si además uno emigra, esa mirada empieza a cambiar. ¿Cómo ha sido en tu caso, en particular desde que vives en EEUU, y en el sur de EEUU en particular?
La lucha por los Derechos Civiles en Estados Unidos acabó oficialmente hace 58 años, lo que en términos históricos no es nada. Nueva Orleans muestra todavía las consecuencias demográficas y urbanísticas de ese cambio histórico, y el racismo es todavía una realidad sistémica que silenciosamente segrega contingentes humanos de acuerdo con sus experiencias de vida sedimentadas a lo largo del tiempo. El racismo es también distinguir entre blanco, negro o personas de color o indígenas. Siempre me desconcierta la correlación entre el fenotipo de las personas y las conductas que se les atribuye, cuán sutiles son los mecanismos para juzgar a los individuos de acuerdo con una híper conciencia de la diferencia que, por lo general, tiene un sustrato, si no racial, al menos sí étnico. Y en país con una clase media que oscila entre la necesidad de tener un formato que asegure resultados, los medios de comunicación de masas, el consumo y el antiintelectualismo, el juicio entre raza, etnia y conducta deseable/indeseable sucede en términos asombrosamente esquemáticos.
Pero ¿cómo vivir en ese contexto ha cambiado tu mirada sobre el contexto del que vienes tú, sobre Venezuela? Porque yo he aprendido a relativizar cosas, a entender cosas que sin vivir en Canadá no entendía.
Las experiencias de vivir fuera, que en mi caso ya suman veinte años, me han permitido caer en cuenta de que progreso y modernidad no son nociones categóricas. En Venezuela esas nociones son porosas y equivalentes a la manera cómo entendemos y actuamos en el mundo. Ciertos protocolos rígidos con respecto a la administración de recursos y de conductas que guían el deber ser en Europa o América del Norte son ambiguos en Venezuela. Por eso, en Francia y EEUU me ha tocado recalibrar mi venezolanidad para evitar malentendidos por exceso que, a veces, son inevitables. Lo que me hace pensar que mi idea de modernidad y progreso es más orgánica que lo que el ambiente de gestación me ha inculcado. En esos lugares los actos de ingenio o creatividad solo le pueden permiso a su propia tradición.
A pesar del embrollo de sujeciones conceptuales, económicas y tecnológicas que envuelven a Venezuela, el país, y los países en general, vive a su aire su propia acepción de progreso y modernidad.
Yo creo que si escucháramos más atentamente esa fuente, identificaríamos con menos trauma nuestras ventajas, la sociedad que queremos y el tipo de organización que nos conviene. Creo que es Enrique Krauze quien llama a América Latina «el punto excéntrico de occidente», y me da la impresión de que esa excentricidad es en realidad nuestro epicentro epistemológico.
¿Crees que la narrativa puede ayudar a entender ese epicentro epistemológico hecho de ambigüedad y de acomodaciones? ¿Crees que con una novela –y pienso en varios diálogos en Mandamadre entre la jueza y otros personajes de su mundo judicial– podemos entender mejor cómo en Venezuela lidiamos con esas abstracciones sobre las cuales se organizan las leyes y los estados que pretenden gobernarnos?
Sí, creo que la narrativa describe un estado de hechos que siempre depende de una percepción individual y de una subjetividad creativamente expresadas. La virtud de escribir historias es que uno traza un mapa de ruta existencial que permite aceptar los hechos y la carga de los hechos. Escribir Mandamadre fue para mí la ocasión de conectar la disfuncionalidad de la clase media venezolana y sus tráficos de influencia, y de entender que de una sociedad disfuncional no pueden provenir instituciones virtuosas. Hay una correlación entre ambas instancias que constituyen ese estado de hechos general al que me referí antes. En una visión de conjunto, Leticia de Heredia, la antiheroina de mi relato, es una mujer abusada que utiliza el resentimiento de su abuso para reciclar sus motivaciones personales en la oportunidad de abuso de poder que la administración pública le ofrece. Hasta que la administración pública que inaugura un nuevo ciclo histórico la convierte en enemiga y su prestigio se corroe del mismo modo como se oxida el carro que su esposo compra en Miami a finales de los años setenta. En mi novela, el estado de novedad y obsolescencia de los objetos en la casa de Leticia de Heredia describe el ciclo entre la novedad/esperanza y usura moral/desesperanza de Leticia como persona y como representante de una clase social y de una institucionalidad autoritarias y revanchistas. Creo que en la ficción ella delata las cuentas pendientes de nuestra modernidad excéntrica.
En lo que has leído de literatura venezolana reciente, ¿sientes que hay un esfuerzo compartido por más de un autor por confrontarnos con nuestras carencias y nuestros pecados como sociedad, que contribuyeron a que nos pasara lo que nos pasó? Porque en los noventa había novelas venezolanas, y cine venezolano también, describiendo esa trama de corrupción generalizada, de violencia institucionalizada, ese nihilismo que desmentía nuestro logro democrático y anunciaba el país chavista que vendría poco después. Mi inquietud, mi pregunta –y no tengo la respuesta– es si la narrativa que estamos escribiendo nos está ayudando a confrontarnos con el lado de nosotros que no queríamos ver. No, no éramos tan modernos ni tan democráticos ni tan cosmopolitas como creíamos que éramos, y por eso llegó el chavismo. O también por eso.
Creo que lo importante es que estamos desarrollando voces y miradas propias y las estamos validando. Recuerdo que en los noventa había casi un consenso sobre lo telúrico y localista que el relato venezolano era, una especie de sentencia que te descalificaba de inmediato. Quizás el hecho de que la industria editorial fuera tan estrecha y oficial no ayudaba. Yo creo que hay un interés en revisar para reconocer y continuar, no sé si con un ánimo de rehabilitación social pero sí con una conciencia de identidad, para bien y para mal. Creo que es legítimo que nos prestemos atención para saber qué vericuetos de nuestra excentricidad prometen, si no una solución, al menos un código narrativo que nos emocione primero a nosotros antes de emocionar al mundo.
¿Ha cambiado mucho tu experiencia para publicar tu trabajo desde que te fuiste, o ha sido tan difícil como lo era en Venezuela?
Pues sí, definitivamente. Me fui en 2009, un momento en que empezaba a haber en Venezuela una actividad editorial intensa e interesante que duró hasta 2017. Llegué directamente a Nueva Orleans, una ciudad fascinante pero sin una comunidad de expatriados que permita estar en contacto. Yo no participé del proceso que tuvo lugar en Venezuela. El aislamiento ha tenido un efecto positivo: volví a la universidad a estudiar una maestría en inglés y escribo consistentemente en inglés desde 2017. Ningún canal para publicar mi trabajo por ahora, pero sigo trabajando.
Pero ¿estás escribiendo ficción en inglés?
Sí. Las experiencias migratorias dan muchas situaciones y temas.
¿Cómo ha sido esa experiencia de escribir en inglés?
Ha sido retadora y positiva. La comencé ocho años después de comenzar a hablar inglés con una gran inseguridad pero con necesidad terapéutica que se derivó de mi divorcio. Como la escritura permite armar mapas de hechos, me insistí inclinado a describir ciertas situaciones en inglés porque así me parecían más cercanas, más verosímiles y más claras. A mí la literatura me permite redondear mis certezas. El valor terapéutico de la literatura es lo que a mí en lo personal me estimula a cultivarla.
En ese sentido, ¿podrías decir que escribir te ha ayudado a procesar divorcio, migración, y la pérdida de tu país de origen, si es que para ti fue una pérdida?
Sin duda. En mi caso, la escritura ha sido el más eficaz mecanismo para enfrentar y, en el mejor de los casos, resolver el duelo.