Antes de que el mundo fuera pandemia y poco más, almorcé con Claire Meynial en Madrid. La había conocido el año anterior en París y me sorprendió no solo su perfecto español, sino su capacidad de analizar lo que pasaba en América Latina y la información que tenía de mi país, mucho mejor que la mía.
Entonces no sabía que hablaba con una corresponsal de Le Point especialista en África y en nuestro continente, premio Ouest-France Jean-Marin en el festival de corresponsales de guerra de Bayeux (2014) y premio Albert Londres (2016), quien además reportó la última campaña electoral que ganó Hugo Chávez y la primera de Maduro.
Esta semana, con Meynial a punto de salir a cubrir las elecciones de EEUU, unas en las que Venezuela va a tener algún peso en los votantes, fijamos en estas líneas parte de nuestras conversaciones.
¿Qué hace exactamente una reportera de guerra?
Para serte honesta, ¡no me considero una reportera de guerra! No fui a Mosul, como muchos de mi generación, por ejemplo. He cubierto África y América Latina. Escribí bastante sobre Boko Haram, en Nigeria, Níger, Chad… Estuve en Somalia, en Libia por temas de migración. Y fui varias veces a Venezuela, que no es una zona de guerra, pero sí peligrosa para los periodistas. El trabajo siempre es igual, pero a veces se hace en zonas más expuestas. Es explicar una situación complicada, y que no necesariamente interesa a los lectores. Tienes que darles claves de comprensión con historias humanas y también análisis. No es fácil porque, como los venezolanos han visto, el ser humano no se interesa de forma espontánea por lo que no lo toca directamente. En estos ocho meses desde nuestra primera conversación fui a Lesbos, por los refugiados, Suecia, Dinamarca, Brasil, Martinica… Ninguno de estos lugares es zona de guerra. Pero sí de tensión o expuesto. Estos últimos meses, por ejemplo, como ya tuve covid en Lesbos, en marzo, me ha tocado salir más que a muchos reporteros.
¿Es usual que las mujeres hagan este trabajo?
Sí, ahora es común. Tengo amigas, periodistas o fotógrafas, que lo hacen. Hay algo básico que lo explica: los jefes en los medios siguen siendo hombres, estar en el terreno es un puesto de menor responsabilidad… El premio Albert Londres se creó en 1933 y yo lo gané en el 2016, fui la decimoquinta mujer (de prensa escrita). Sí había periodistas antes, pero menos y menos reconocidas. A Martha Gellhorn, por ejemplo, corresponsal de guerra excepcional que cubrió todos los grandes conflictos del siglo XX, se la conoce como “la esposa de Hemingway”.
¿Cómo llegas al periodismo? Vi que estudiaste Literatura y Ciencias Políticas.
Siempre quise ser periodista, pero la verdad es que no tenía ni la menor idea de lo que significaba, mi visión era romántica. Cursé en Francia el hypokhâgne y después dos khâgnes: literatura clásica, filosofía, latín, español del Siglo de Oro, historia… Y después hice Sciences-Po (Ciencias políticas) y una maestría en español en La Sorbona en paralelo. Hice prácticas en editoriales y periódicos y llegué a Le Point. Ahí trabajé en casi todas las secciones, hasta que pensaron que podía ser útil para cubrir América Latina, porque el corresponsal se jubiló. Entonces me di cuenta de que mi motor era la indignación. Veía situaciones terribles y pensaba: “Esto nadie lo sabe, hay que contarlo”. Pero si quieres explicar bien, tienes que ir. Si no pasas días evaluando cómo pasar por esta carretera al lado de los yihadistas, si no duermes en ese pueblo sin luz, donde de noche temen el ruido de las motos en las que llegan, si no ves las granjas donde queman todo para no abastecer a Boko Haram… vas a escribir un informe, pero no periodismo.
¿Qué similitudes y diferencias ves entre África y América Latina?
¡Lo único que tienen en común es que las extraño cuando estoy en Francia! Está el pasado colonial, sí, pero en África el recuerdo de Francia todavía es muy fuerte, en América Latina se habla de EEUU y muy poco de España. También hay que recordar que en África, Ruanda y Mali son tan distintos como Dinamarca y España o Chile y Cuba. Pero hay algo del calor humano que me hace falta en Europa, del contacto directo, en África y en varios países de América. También conexiones históricas, el Caribe es como una transición entre ambos mundos. Hay países petroleros (¡Nigeria!), hay una corrupción enorme (¡Nigeria!), hay crimen y delincuencia. También diferencias fundamentales: las etnias son clave en África; en América Latina, todo es política.
¿Dónde ha sido más riesgoso tu trabajo? ¿Dónde hay más problemas para acceder a la información o moverte?
Diría que cuando fui a Chibok, Nigeria, después de que Boko Haram raptó a las 276 chicas. Ya no había vuelo doméstico y dentro del estado de Borno hay pocas carreteras, muy peligrosas porque estás cerca del Bosque de Sambisa donde se esconden los yihadistas. Dormimos, la fotógrafa Bénédicte Kurzen y yo, en el pueblito en medio de la nada. No hay luz y sabíamos que Boko Haram ataca de noche. En la mañana nos dijeron que el pueblo estaba totalmente infiltrado y tuvimos que regresar. Pero tuve tiempo de hablar con las familias, con unas chicas que escaparon y había visto el pueblo, la miseria, la falta total de oportunidades para los hombres jóvenes, que explica que algunos sigan a Boko Haram. La cobertura del ébola en Liberia también fue dura. No era el covid, la letalidad es de casi el 90 %. Una muerte muy real, concreta.
¿Cómo Venezuela pasó a ser en una de tus fuentes principales?
Hice una práctica en un diario en 2002. Se terminaba en julio y yo quería usar mis vacaciones de forma eficaz. El editor-jefe me dijo que Cuba era una inversión a largo plazo, “Fidel algún día morirá y vale la pena ver la isla antes”. Pero que a corto plazo, era posible que Venezuela empeorara. Decidí ir a Venezuela, con mi novio. Tuve tiempo de cubrir un par de protestas, antes de que llegara el enviado especial. Después viajé por el país. Cuando ingresé al servicio internacional, era el fin de Chávez, y me mandaron a cubrir la elección por mi español y porque conocía Venezuela. Después, reporté la elección de Maduro (2013) y volví varias veces. Entre estos trabajos, sigo el tema, hablo con mis contactos… Siento un cariño por ese país que no tengo por ningún otro. Conozco a mucha gente, hay un nivel intelectual alto en el análisis político que hace que las conversaciones sean apasionantes. Y me parece clave para el continente.
¿Por qué clave?
Por los flujos migratorios a países vecinos y porque ha llevado a organizarse en contra (Grupo de Lima) o a favor (Grupo de Puebla) de Maduro. En Colombia, la consecuencia en las presidenciales de 2018 ha sido obvia. En Cúcuta, donde cubrí la elección venezolana y colombiana, ¿quién iba a votar por Gustavo Petro, exguerrillero amigo de Chávez, si veían a los venezolanos cruzar el puente, huyendo del hambre? Creo que el Norte de Santander votó por Duque en un 78 %. Irónico, Maduro hizo la mejor campaña para el uribista y para Bolsonaro. La amenaza del fracaso económico venezolano es un arma política imparable.
¿Podrías hablarme de tus experiencias en las campañas que cubriste en Venezuela?
2012 fue una lección increíble. Seguí a Capriles en Puerto Cabello, llegó en lancha porque le trancaron el acceso, hacía un calor terrible, las chicas se desmayaban, tenían letreros: “Henrique, mi mamá te quiere como suegro”, “Se ve, se siente, Capriles presidente”. Me preguntaba por qué se decía que no tenía chance. Algunos días después fui a una marcha de Chávez en Catia y me asombró. Creo que caminamos doscientos metros en cinco horas y en todas partes había gente. Lloraban, gritaban, algunas mujeres le lanzaban fotos de sus hijos enfermos, rogándole que los curara. Nunca he visto algo así. En Harare, Zimbabue, cuando dimitió Robert Mugabe, la gente lloraba y bailaba por las calles, pero no era como esto. Creían que se habían librado de un dictador, era esperanza, ilusión, mucho amor. Pero el fanatismo, la fe en alguien, la certeza de que esa persona los amaba y protegía, era muy especial en Venezuela. Impresionante en 2013, en la campaña de Maduro, ver a la gente dándole la espalda a la tarima cuando este hablaba. Y después, con Guaidó, había entusiasmo, pero no fanatismo. Lo entrevisté en la UCV en febrero 2019 y en París en enero 2020 (y a HCR en Caracas, en 2019). Entre esas dos fechas, la situación de Guaidó cambió totalmente. La primera, todavía lleno de esperanza, salía de un anfiteatro lleno, yo pasaba días enteros en Petare y la gente lo apoyaba. En enero de 2020, todos se habían dado cuenta de que el chavismo resistía mejor de lo que esperaban.
Hace meses me comentaste que la gente de oposición en Venezuela cambió de una manera que no hubieras adivinado hace diez años atrás. ¿Por qué?
Creo que se nota en todo el continente, porque está muy polarizado. Y vale para ambos lados. Es como si no hubiera liderazgo entre Fidel y Pinochet, entre Maduro y Bolsonaro. En Brasil, muchos se niegan a entender lo que se vive en Venezuela. Apoyan el sistema de los médicos cubanos sin querer saber nada de un sistema que es esclavista. En cambio algunos venezolanos, particularmente fuera del país, consideran lo que es de izquierdas como un todo, sin ver las diferencias. Soy europea, francesa, el socialismo nació en mi continente. En el colegio aprendemos que, en el Congreso de Tours, en 1920, se dividieron socialismo y comunismo. Son partidos distintos, como lo ves en la historia. Que se llame socialista a Maduro, con la misma palabra que usamos para hablar de Tony Blair o de Dinamarca, para mí es surrealista. La historia ha hecho del socialismo en algunos países de América Latina algo muy diferente de lo que es aquí, se mezcló con lo militar, con el narcotráfico. Algunos venezolanos sufrieron tanto que se niegan a oírlo. El chavismo logró esto: reducir el pensamiento político a “ellos” contra “nosotros”. Y este “nosotros” favorece apoyos a políticos cuestionables como Bolsonaro o Trump.
Vi tu charla en Tedx sobre las migraciones africanas y sé que conoces bien la migración venezolana. ¿Qué las diferencia?
Los migrantes venezolanos a los que he visto, están en un estado psicológico, no económico, bastante peor que los africanos (salvo los de Aruba y Curazao, pues allá hay una tradición migrante venezolana que se parece un poco a la africana). Los migrantes africanos del oeste (Mali, Senegal, Gambia…) tardan a veces dos o tres años para llegar a Europa, no tienen nada y trabajan para pagar el tramo siguiente del viaje. Llevan si acaso una mochila y un teléfono para contactar al coyote y hablar por WhatsApp con los amigos, a veces ni papeles o documentos falsos, porque su nacionalidad no vale para el asilo. Por eso es tan difícil identificar a los cadáveres en las playas de Libia. Para cruzar el Sahara, lentes de sol baratos, un trapo para protegerse del sol y la arena, agua y un palo para mantener el equilibrio en la pickup, que no se detiene si el “cargamento” sale volando. Nada más, porque no tienen mucho y saben que, en cada checkpoint, la policía los va a robar. Es una emigración individual, el hijo mayor suele tener la responsabilidad de “irse a la aventura”, para mandar dinero desde Europa. Es su destino, un deber y como un rito de iniciación. Lo ven de forma fatalista. Dios decidirá. Es una migración de siglos. Saben adónde van, tienen redes, a veces dónde conseguir empleo. Se encuentran con miembros de la familia o del pueblo que hicieron el mismo viaje hace veinte o dos años. Dejan un país tan pobre que irse solo puede ser mejor y permite ayudar. Mandan dinero y en ciertas partes hacen lo que el Estado no hace: carreteras, pozos, paneles solares, clínicas y maternidades (y madrasas…). Los venezolanos que vi en fronteras de Colombia y Brasil eran familias enteras, con maletas enormes, donde habían tratado de colocar su vida. Vivían en un país que consideraban el mejor del mundo. Una familia que conocí venía de Margarita, de una casa con piscina en un conjunto con seguridad que ya no valía nada y no tenían qué comer. Muchos no saben adónde ir ni conocen las políticas de visas de un país a otro. Encontré a una familia que venía de Margarita e iba a Perú, pero no sabían por qué, ése era el bus que salía, listo. Todos hablan de política y muchos fueron chavistas, se van porque ya no llegan las CLAP y no tienen cómo vivir. Los africanos ni siquiera están decepcionados. Llevan generaciones pensando que ningún político los ayudará. Recuerdo a Cherif, un joven guineano al que encontré en Agadez, Níger, en el hub para cruzar el Sahara. Le pregunté: “Hoy votan en tu país, ¿no te interesa?”. Se echó a reír: “Madame, ¿en qué país africano ha visto a un presidente en el poder organizar una elección y no ganarla? No tiene sentido votar”.
Cerremos con Trump. Cómo ves el fanatismo de muchos de nosotros por el presidente y candidato, dadas, por ejemplo, sus políticas migratorias.
Primero, ni se entiende porque, según Homeland Security, en EEUU solo obtiene asilo el 2 % de los venezolanos que lo piden. Para los cubanos también es muy duro. Estuve en la frontera de EEUU con México, en El Paso/Ciudad Juárez, y fui al tribunal para migrantes. La gran mayoría son cubanos que huyeron por Nicaragua o Trinidad y Tobago. Poquísimos logran el asilo. Les dan la “cita” para un año más tarde, durante el cual tienen que esperar en Juárez, donde yo en menos de veinte minutos después de llegar oí un tiroteo a dos cuadras. Una abogada me contó que a algunos les asignan fechas como el 31 de septiembre, que no existe. O que un cliente suyo fue raptado por narcos en Juárez y cuando ella pidió mover la fecha del juicio, el juez le dijo: “La regla es que quien pide asilo tiene que acudir, asilo negado”. Los cubanos a quienes les niegan asilo son deportados a La Habana. Imagínate volver a Cuba siendo un “traidor a la patria”. Por más que Trump diga que los poderes en Cuba o Venezuela son autoritarios, no hace nada concreto para remediarlo. Lo único son las sanciones, que no han funcionado nunca, ni en Cuba, ni en Irán, ni en Zimbabue, porque al final afectan a la gente y no a los dirigentes. Estaba en El Paso cuando Trump dio su discurso sobre el estado de la unión, donde fue Guaidó. Durante un par de días quedé perpleja, el discurso me sonaba conocido, no recordaba a qué. La forma de lanzar cifras, falsedades que nadie se toma el trabajo de comprobar porque ya no importa, el odio a la prensa, la división en la Asamblea… Y de repente entendí: me recordaba los discursos de Maduro. Hizo aplaudir a Guaidó buscando el voto de Florida. Pero para una parte de la comunidad internacional, ese apoyo dio la impresión de una oposición que no es venezolana. Muchos no saben nada de la generación del 2007, y eso contribuyó a la narrativa de que Maduro fue elegido y Guaidó es una creación de los yanquis. Suma que ahora hay hasta un apodo para los venezolanos que apoyan a Trump, los magazuelans. Venezuela siempre me había parecido distinta, menos clasista y racista que otros países de América Latina, pero creo que el gran logro del chavismo ha sido crear un odio que ya parece difícil de poner de lado. Es el manual de Maquiavelo, divide y vencerás.