Cómo naufragaron los partidos políticos venezolanos

Por muchos reclamos que tengamos hacia ellos, no hay democracia sin partidos. Los nuestros ayudaron a construirla pero luego se desmantelaron con ella. Aquí un testimonio desde adentro y una pista de lo que pasó: se olvidaron de la gente

Dentro de los partidos concentramos todas nuestras fuerzas en ganar elecciones a puestos ejecutivos y restamos valor a las asambleas, donde para decidir se debe deliberar y consensuar

Foto: AP

A muchos nos duele que los partidos políticos venezolanos hayan dejado de cumplir su tarea. Y me atrevo a especular que el pesar es mayor para quienes alguna vez militamos en ellos y de vez en cuando nos preguntamos qué pudimos haber hecho para cambiar esta suerte. La que voy a contar creo que es la historia de este fracaso. Siempre remediable. Al final trataré de ofrecer una fórmula –esforzada, por supuesto— para reconstruirlos.

No me parece honesto mencionar a qué partido político pertenecí. Solo diré que es una de las organizaciones de principios de este siglo. Allí compartí el anhelo de fundar un partido moderno con personas valiosísimas que hacían del sueño de un mejor país, una visión verosímil y esperanzadora. Muchos de cuantos militaron conmigo hoy son reconocidos autores de libros de Economía, profesores en universidades extranjeras, expertos en comunicación, médicos respetados y prestigiosos abogados. Todos percibíamos que, juntos, reuníamos las capacidades para sacar el país adelante. Imaginen cuánto podía emocionar a un entonces joven soñar así. 

Lamentablemente, todos aquellos a quienes yo admiraba abandonaron su militancia. No sabría decir si hubo un punto concreto de inflexión. Lo cierto es que, incluso poco tiempo después de su fundación, comenzó un éxodo de talentos.

Hoy los partidos jóvenes son las avejentadas estructuras que todos conocemos.

¿Qué pudo hacer que abandonásemos? Las tareas de un partido político que se inicia son muchas. Sin embargo, cerca de nuestro tercer aniversario, asumimos que lo único por lo que valía la pena luchar era el referendo revocatorio presidencial. Hablo del tiempo en torno al año 2002. Por ejemplo, mi responsabilidad era formar a la militancia. Ofrecerle competencias, con la ayuda de expertos, para estructurar el debate público y marcar la agenda de los problemas del presente y futuro de Venezuela. No obstante, llegó un momento en que la utilidad de lo que yo hacía llegó a medirse en función de su aporte a la causa revocatoria. Si de una conferencia no salían planillas llenas de firmas para apoyar la solicitud de revocación del mandato del expresidente Hugo Chávez, esa conferencia era inútil. 

Recuerdo otro par de episodios en los que renunciamos a representar sectores concretos de la sociedad o perdimos la oportunidad de agregar a la organización los intereses de ciertos colectivos claves. En el primero de estos episodios, unas personas tenían un proyecto para acabar con un problema sanitario municipal. Por entonces afectaba la calidad de vida en la ciudad la proliferación de animales muertos que yacían en la vía pública hasta desintegrarse. No les dejamos siquiera presentarnos el plan; simplemente no estábamos para eso. El segundo episodio, fue el de un amigo de mis padres, doctor en matemática y profesor emérito de la Unexpo, que quería hablarnos de las problemáticas de su gremio y de las universidades experimentales. Nosotros le contestamos que nuestra prioridad era el referendo revocatorio y, pasado éste, postular a la alcaldía y la gobernación a nuestras estrellas. Lo invitamos a unirse a nuestros equipos, pero nunca más volvió. Cuando tuve la oportunidad de preguntarle, me explicó que se había sentido en una vieja reunión de Copei. Sintió miedo. Entretanto, nuestro primer candidato a alcalde en Barquisimeto obtenía escasos 7.400 votos (en una circunscripción de 500.000 electores) y nuestro primer candidato a gobernador obtenía 1.800 (en una circunscripción de 900.000). 

¿De todo esto había un culpable? Durante muchos años pensé que era responsabilidad de la dirigencia, no sin cierta razón.

Solemos confundir poder eficiente con poder concentrado —generalmente en los órganos ejecutivos.

Y esto pasaba especialmente en el interior del partido. Siempre hubo una excusa para retrasar la vigencia de los estatutos con el fin de evadir el gobierno de las asambleas y concentrar las decisiones relevantes en unos pocos, que generalmente eran los fundadores nacionales y regionales. Se creyó que esto era lo óptimo. Sin embargo, tras años de reflexión y curiosidad, he comprendido que este comportamiento era reforzado por causas externas y estructurales que nos llevaron a conceder excesiva importancia a la presidencia de la República (también de las gobernaciones y alcaldías), en detrimento de los puestos legislativos. Concentramos todas nuestras fuerzas en ganar elecciones a puestos ejecutivos y restamos valor a las asambleas, donde para decidir se debe deliberar y consensuar. Creo que así fue como convertimos los partidos en elementos de importancia secundaria o, lo que es lo mismo, en instrumentos electorales para conquistar puestos ejecutivos. 

Cuando los puestos ejecutivos son tan atractivos y poderosos que subordinan al resto de cargos públicos de elección popular, dos dinámicas con alto potencial democratizador sufren penosas transformaciones. En primer lugar, la arena de interlocución con los poderes públicos deja de ser el parlamento y pasa a ser el ejecutivo. Los interesados en influenciar las políticas públicas, conscientemente o no, perciben que el tiempo invertido en los parlamentarios es tiempo perdido y buscan sus objetivos dentro de la Administración. En segundo lugar, se sabe que el gobierno no dependerá de las aprobaciones parlamentarias. Los candidatos al poder ejecutivo comienzan a percibir que su poder, conquistado en elecciones, no será puesto en jaque por el parlamento, lo que terminará afectando el trabajo en equipo en los partidos. Las elecciones se convierten en los únicos «episodios» unificadores. Para ganarlas es necesario el trabajo en conjunto. Sin embargo, conquistado el poder, el ejecutivo podrá prescindir poco a poco del apoyo de sus colegas parlamentarios.   

Quiero poner un ejemplo que ayude a explicar esto de la instrumentalización de los partidos políticos en Venezuela y América Latina. Perón, Collor de Mello, Fujimori y el propio Chávez llegaron al poder con el apoyo de plataformas instrumentales, desvinculadas de partidos tradicionales. El Partido Justicialista, el Partido de Reconstrucción Nacional, Cambio 90 y el Movimiento V República fueron partidos electorales ad hoc. Salvando el caso de los justicialistas, el resto evidencia que la presidencia de la República puede conquistarse y aún conservarse sin un perseverante trabajo de partido. 

El PRN que apoyó a Collor de Mello, luego de la dimisión de éste, se quedó sin representación política hasta el año 2006. A los dos años de haber sido electo, Fujimori acudió a las elecciones constituyentes prescindiendo de Cambio 90. Chávez, por su parte, pudo sostener su poder de por vida, luego de disolver el MVR en diciembre de 2006. Y en Venezuela aún podría citarse otro ejemplo. El presidente Caldera prescindió de Copei para postular su segunda candidatura a la presidencia de la República. Su partido instrumental, Convergencia, como en el caso de Collor de Mello, desapareció al terminar su mandato. 

Cuando se llega al poder sin compromisos partidistas, entra en juego también un factor psicológico.

Los líderes se hacen propensos a creer que, no solo los partidos, sino todas las instituciones son prescindibles.

Pero no quisiera desviarme. Quiero insistir más bien en que la clave de la debilidad de nuestros partidos podría estar en las cantidades de poder acumulado en cada poder público, es decir, en su distribución, en qué nos dice la Constitución acerca del lugar donde el poder reside.  

Ya hemos dicho que cuando el Ejecutivo es muy fuerte, conquistar funcionarios en las ramas ejecutivas resultará siempre más efectivo que cooperar con la construcción de un partido político y ejercer actividades de influencia en un legislativo impotente. Pero ¿y si invertimos la correlación de fuerzas, haciendo más fuerte al parlamento?

Creo que en este caso la arena para ejercer influencia se mudaría de las ramas ejecutivas a las ramas legislativas y los políticos, conscientes de su subordinación al congreso y a un necesario y perseverante trabajo en equipo, comenzarían a invertir en sus partidos para avanzar en sus carreras.

Cuando se han depositado grandes cantidades de poder constitucional en el legislativo se eleva el ímpetu para construir partidos políticos y el poder político del parlamento termina siendo un excelente predictor de democratización. ¿Por qué? Porque aumentará la rendición de cuentas entre poderes públicos —sus capacidades de control recíproco— y los partidos se esforzarán por elegir mejor y dar a conocer a sus políticos profesionales, por estructurar éticamente la competencia electoral, por negociar internamente sus diversos intereses y por vincularse mejor con la ciudadanía, intentando representar verdaderamente a sus circunscripciones.

Por lo anterior, podríamos afirmar entonces que una de las causas estructurales de la debilidad de nuestros partidos políticos es la debilidad de origen de la Asamblea Nacional Venezolana. El diseño disminuido de sus atribuciones constitucionales de control. ¿Por qué? Porque en el momento constituyente del 99, los redactores se habrían extralimitado acumulando cuotas de poder en el Ejecutivo. 

¿Cómo fue que se insistió en un legislativo débil? Comúnmente son 32 las atribuciones de control que, por excelencia, acumulan los poderes legislativos más fuertes del mundo y, por tanto, las democracias más desarrolladas y libres. Pero de ellas, muchas terminaron otorgadas al ejecutivo venezolano, por tradición o por otras razones. Por ejemplo, el parlamento venezolano no tiene una voz sustancial en el funcionamiento de los medios de comunicación estatales, no tiene atribuido de forma expresa designar al presidente del Banco Central (y su poder de veto en este caso es limitado), no puede votar la confianza en el gobierno más de dos veces sin poner en peligro su propio mandato (es decir, sin amenaza de ser disuelta), no se requiere que confirme el nombramiento de los ministros (solo del procurador y el personal de misiones diplomáticas), no puede destituir directamente al presidente por ningún tipo de procedimiento o mayoría calificada, no tiene poderes efectivos de supervisión sobre los órganos coercitivos del Estado (el ejército, los servicios de inteligencia y la policía secreta).

En los momentos constituyentes más recientes de Europa del Este, varios países con historias de pobreza, como Bulgaria, o legados extraordinariamente autoritarios, como Rumania, eligieron acumular poderes robustos en sus parlamentos y hoy —con el pesar de muchos políticos— aparecen como países libres en el índice global de libertades de Freedom House. Rusia, al comenzar su apertura, optó por dar más poder al ejecutivo y no ha hecho sino deslizarse hacia el autoritarismo.

¿Y nosotros?

Desde 1998, según el latinobarómetro, nos hemos movido de un 63,9 % de personas no muy satisfechas o nada satisfechas con la democracia, a un 86,3 % en 2018.  

Nada de lo dicho hasta aquí pretende restar peso al rol del liderazgo. La práctica del presidente Chávez de legislar por decretos leyes, disminuyó las competencias y utilidad de la Asamblea Nacional y quizá la amplitud habilitante sea otra falla constitucional. En el actual período presidencial, la disolución del parlamento opositor pasó a ser un objetivo principal del gobierno que, antes de proceder de hecho, había quitado toda posible significación a las elecciones del 2015, poniendo al poder judicial, la infecunda Asamblea Nacional Constituyente y el poder militar, por encima del parlamento. Un liderazgo comprometido con la democracia es la puerta hacia las libertades.       

Para terminar, creo que hay aquí una agenda de lucha concreta, realista y democratizadora. Identificada con un cambio de sistema, más que con un mero cambio de agentes. Cuando se saben comunicar con claridad las aspiraciones legítimas de un movimiento democratizador, las ganancias que obtiene la oposición son muchas, aunque no instantáneas. Dentro del país, aumenta su reputación; por lo que comienza a ser percibida como una oposición responsable, con ganas de invertir en su atractivo y deseosa de institucionalizarse. Fuera del país, aumenta el número de actores que le otorgan legitimidad y están deseosos de apoyarla. Asumir el empoderamiento de nuestros parlamentos latinoamericanos como bandera de lucha, no solo llena de contenido nuestras aspiraciones políticas, sino que le otorga al noble oficio político mucha de la forma que según José Ortega y Gasset lo definía: ¿La política no es también una forma de pedagogía social?