“Es difícil pedirle al pueblo que se sacrifique por la libertad y la democracia cuando cree que tales libertad y democracia son incapaces de darles alimentos que comer, de evitar la subida astronómica del coste de la vida o de poner fin definitivo al terrible flagelo de la corrupción que, a ojos de todo el mundo devora las instituciones venezolanas a cada día que pasa”.
Muchos de los que entonces seguíamos los acontecimientos recordamos estas palabras. Fueron pronunciadas por el expresidente Rafael Caldera en una sesión conjunta extraordinaria del Congreso, la noche del primer golpe de Estado del expresidente Hugo Chávez. En su contexto original fueron interpretadas, casi al unísono, como un abrazo a la causa de los rebeldes. Tanto logró extenderse esta interpretación, que los profesores de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt escribieron a finales de 2018 que, con tal expresión, el expresidente Caldera había logrado conectar con “el electorado antisistema” de Chávez, logrando multiplicar su apoyo público y completar una campaña presidencial exitosa en 1993. Según estos autores, Caldera, “en lugar de denunciar a los líderes golpistas por constituir una amenaza extremista… les manifestó su simpatía en público y, con ello, les permitió acceder a la política general”. ¿Usted coincide?
En mi caso, quisiera sacarlas de su contexto original e imaginar que son pronunciadas hoy, en clave de advertencia, y que su destinatario es la oposición venezolana. Es más, quisiera imaginar que son pronunciadas porque ha sido iniciada una transición a la democracia. Su receptor ideal serían los actores políticos que han hecho posible el gobierno de transición a la libertad, pero que heredan un sistema económico y político muy debilitado, “incapaz de alimentar a su población y con instituciones devoradas por la corrupción”. Con tales dificultades, ¿cómo enfrentarían tales actores el reto de que la gente vuelva a enamorarse de la democracia? ¿Cómo se las arreglarían para que la democracia adquiriese una renovada e indiscutida credibilidad en el corazón de la gente?
Plomo en el ala
Puestas en un contexto transicional, las palabras de Caldera advierten que los regímenes políticos se legitiman también en términos morales. Entre otras cosas, por la cantidad de bienes políticos y económicos que son capaces de repartir. Es cierto que Weber identificaba las fuentes de la legitimidad democrática con la ley y la razón y/o los liderazgos carismáticos y/o las tradiciones. Pero últimamente se ha convenido en que la calidad de una democracia se mide no solo por la rectitud de sus procesos (Estado de derecho, rendición de cuentas, competencia y participación), no solo por sus contenidos (la efectividad en la promoción de la libertad y la igualdad), sino también en gran medida por sus resultados, es decir, por los niveles de satisfacción de los deseos de sus destinatarios.
Es decir, la gente se enamora de la democracia por su buen desempeño económico; es ésta una de las fuentes de esa legitimidad. Es allí cuando los ciudadanos le otorgan al sistema el derecho moral de instaurarse. Cuando se ha desarrollado la creencia de que es lo mejor y lo más justificable para el país. La democracia convence si, bajo el esquema de convivencia que plantea el sistema, la gente se siente dispuesta y capaz de cumplir a voluntad con las cargas y deberes que contribuyen a sostenerlo. Si una democracia tiene un alto grado de legitimidad, se hace fuerte y resiliente. Si no, se hace débil y vulnerable a las tormentas.
¿Sería capaz un próximo gobierno de legitimar una transición a la democracia por medio del desempeño económico?
Muy difícil. Hasta el 2018, Venezuela acumulaba cinco años de decrecimiento continuo en sus exportaciones, que se redujeron unos 68.000 millones de dólares, bajando de 99.000 millones de dólares en 2013 a 31.000 millones en 2018. Con las importaciones ha ocurrido lo mismo. Durante los últimos cinco años hasta 2018, estas se contrajeron unos 34.000 millones de dólares, bajando desde 45.000 millones en 2013 a solo 11.000 millones en el año referido. Todo esto sin contar 2019 y 2020, ni la hiperinflación ni el colapso en los servicios públicos.
Cualquier transición democrática, de producirse pronto, heredaría no solo un desempeño económico muy precario sino, gracias a este último, el germen de la deslegitimación política. ¿Por qué? Porque siendo objetivos, sería un régimen sin posibilidades de sacar rápidamente de la pobreza a la mayoría de la población, o de elevar significativamente y en el corto plazo nuestros niveles de desarrollo humano. Se trataría del gobierno de una sociedad con su capacidad de producir mermada y con los inmensos retos de incluir a millones en un sistema de educación superior decente y uno de salud de calidad, ambos por construir; de garantizar e incrementar el acceso de toda la población a un sistema de banda ancha de internet fija, seguro y funcional, que apenas existe; de lidiar con la reducción del clima de violencia social y reducir el número de muertes tempranas.
Es decir, seguiríamos siendo, al menos por un tiempo, una sociedad desigual con el potencial intacto de reincidir en el uso del argumento de clases para atizar el conflicto y la polarización políticos. Nuestro eventual gobierno de transición a la democracia, sería uno fácil de deslegitimar y atacar por su desempeño económico.
El mayor bien estratégico
Una sociedad decidida puede comprometerse a salir de la pobreza. Lo que preocupa en Venezuela es un liderazgo poco familiarizado con la tolerancia, el respeto y la contención —los valores superiores de la cultura democrática— y, en cambio, muy habituado al uso oportunista de cualquier circunstancia para deslegitimar al adversario. También preocupa el bajo compromiso con la meta de que todos entren en la competencia electoral y la alta inclinación hacia el juego electoral de suma-cero. Muchos actores políticos de oposición transmiten la necesidad de tener que ganarlo todo, todo el tiempo. E inquieta que la mayor parte del tiempo les resulte tan sencillo —y crean ellos que rentable— permanecer divididos sin siquiera haber alcanzado el poder: una actitud que vislumbra lo fácil que les resultaría deslegitimar al primer gobierno democrático de sus pares.
¿Es este un problema inédito? ¿Nuestras transiciones precedentes no enfrentaron dificultades?
Claro que las enfrentaron. Previo a este tiempo, cuando Colombia y Venezuela transitaron a la democracia, sus élites políticas se preocuparon activamente por la forma en la que les correspondería legitimar el sistema en medio de circunstancias adversas. A pesar del marcado carácter presidencialista de sus gobiernos en sus textos constitucionales, los líderes de los principales partidos recurrieron rápidamente a acuerdos de asociación para suavizar las duras implicaciones del juego electoral de suma cero. En Colombia, el pacto del Frente Nacional permitió a liberales y conservadores compartir y alternar el poder durante 16 años luego de la dictadura del general Rojas Pinilla. Gracias al ejercicio de la tolerancia y la contención de sus élites, en Venezuela sustituimos gobiernos en elecciones libres por más de 35 años.
¿Hubo algún error capital en estos acuerdos transicionales del que podamos aprender? Como mostró temprana y especialmente el caso colombiano, estos pactos mantuvieron excluidas, privadas de su libertad y su derecho a elegir a ciertas minorías políticas y, aún hoy, el Estado es incapaz de prestar servicios básicos como administrar justicia en vastas extensiones de su territorio. Venezuela, temporalmente y gracias al petróleo, pudo resolver las exclusiones mediante la redistribución de la renta. Colombia, sin embargo, pasaría más rápidamente a la resolución violenta de sus conflictos, en un contexto en que la impunidad continuada deslegitimaba una y otra vez al Estado. El peligro que corren los sistemas cuyas élites no se proponen firme y unitariamente legitimar la democracia lo conocemos: el surgimiento de otros líderes populares convencidos de usar el fraude, la fuerza, la intimidación, la corrupción o el fraude electoral para obtener el poder político.
Por esto dije que otra forma de legitimar una democracia es ofreciendo el mayor número de bienes políticos posible. Debería ser otra lección aprendida de nuestra tragedia. La gente, en especial las fuerzas productivas, no solo esperan ciertos bienes económicos acompañados de elecciones regulares, significativas, libres y justas. Esperan además un sistema capaz de ofrecerles orden, estabilidad y predictibilidad, y libertad de asociación política y económica. Asimismo esperan mayores posibilidades de participar, de no ser excluidos políticamente y tener voz, y mayores esfuerzos por combatir la corrupción y tener gobiernos transparentes.
Quizá en esto haya estado el error de oportunidad atribuido al discurso del expresidente Caldera: porque es cierto que la democracia se legitima por lo económico, por lo igualitario y socialmente justo del sistema; pero antes se reivindica defendiendo la libertad. El pan es importante, pero los ataques a la libertad, la irrupción de la violencia para dirimir el conflicto de aquella democracia del 92, no admitía sino condenas firmes e indubitables.
Hoy ya sabemos que en un sistema invadido por la violencia y la polarización, mal se puede comer.
Por todo esto la oposición venezolana enfrenta todavía un gran reto. Quizá el único realmente importante: el desafío de luchar unida por legitimar una futura transición a la democracia. ¿Cómo? Planteándose ofrecer, unida, la mayor cantidad de crecimiento económico, desarrollo humano, equidad y justicia social posibles; y ofrecer la mayor cantidad de orden, libertad y participación política y transparencia posibles. Pero no podrá lograrlo sin asumir una cultura de tolerancia y contención ni sin asumir que su conquista será lograr la mayor coalición de los suyos, junto a la puja por la mayor división de los detractores de los derechos políticos y las libertades. Puesta en estos términos, la unidad de la oposición en torno a la lucha por los valores democráticos nunca podrá ser ni superficial, ni cosmética ni táctica; siempre deberá ser el mayor bien estratégico.