Una de las obsesiones de los venezolanos en la diáspora es cómo se percibe el desastre venezolano en los países de acogida. Nos desespera tanto el asunto que nos cuesta atravesar la nube de malentendidos y ayudar a los demás a entender no solo por qué nos fuimos, sino la magnitud de nuestras pérdidas.
Es un problema complejo, pero se puede desarmar en unos factores determinantes. Aquí van los que yo he logrado descifrar escribiendo sobre Venezuela para otros públicos y hablando sobre ella en universidades, bares, escuelas de idiomas, cenas multiculturales en casas de panas, picnics, ascensores, fiestas infantiles o cualquier otro sitio donde me lo permitan. Otros venezolanos y venezolanistas, bastantes más capacitados, se habrán topado con hallazgos similares.
Venezuela es un país desconocido… como casi todos los demás
Lo más común es que nadie sepa qué zipote es Venezuela. El siguiente nivel es el de Uber nigeriano: “oh, yeyeyeah, ¡Hugou Chavéz!” Le sigue el de profesora de francés: “Le Vénézuéla = petrole”. Más recientemente, ha ido aumentando el de quien sabe un pelo más, el nivel As Seen On TV: “Oh, yes, I saw it in the news, it’s so saaad”. Esto parece un signo de empatía, pero no llega a serlo: es una pantalla de cortesía para quedar bien pero sin querer saber más. Como quien te da el pésame porque perdiste a tu mascota.
Es normal. Todos somos provincianos, en menor o mayor grado, en Zurich o en Canoabo. Del mismo modo en que nosotros no solemos ser capaces de explicar el impacto del Brexit en Irlanda del Norte o el genocidio de los roginya en Birmania, los que no son venezolanos no tienen por qué saber la diferencia entre la ANC y la AN ni recitar la lista de razones por las que el país con las mayores reservas de petróleo ha visto irse a más del 10 % de su población en dos años.
Ciertos prejuicios aplican
Así como todos sabemos poco o nada de otros países, también tendemos a conformarnos con simplificaciones sobre ellos que pueden estar totalmente erradas. Muchos estadounidenses creen que Canadá es un país atrasado y socialista; pues también hay prejuicios del tipo “¡eso es así y punto!” sobre nosotros.
Empecemos por esos vecinos que han estado siempre más acostumbrados a enviar migrantes que a recibirlos. Ahí pasaron buena parte del siglo XX y comienzos del XXI sintiendo que Venezuela nadaba en petrodólares mientras ellos pasaban trabajo. Al menos esa era la perspectiva desde la escasez en Cuba, desde la miseria crónica de Haití o desde las hiperinflaciones en Bolivia, Perú, Argentina. Desde los contextos que tenían esas naciones, Venezuela era Dubai. Esa percepción produjo toda esa inmigración europea y latinoamericana de la que ahora tanto hablamos.
También sentían que nos ufanábamos de esa riqueza, que la despilfarrábamos, que se las restregábamos en la cara. Lo veían en Carlos Andrés Pérez o en Hugo Chávez regalando barcos o refinerías, pero también en nosotros mismos, como anfitriones no siempre hospitalarios de esos inmigrantes en los ochenta, o como turistas con dólares Cadivi, hace nada.
De modo que cuando Venezuela estalló, en la región lo vieron como que al fin, como todos lo esperaban, el loquito rico e irresponsable del vecindario estrelló el Ferrari contra la casa.
Los prejuicios son más resistentes en ámbitos como Colombia, saturada del caso Venezuela de tanto que tiene que lidiar con eso en la política local, los medios y su propia vida cotidiana. Pero allí entra también el componente político.
La polarización es una epidemia internacional
Hay que aceptar que ciertos hechos que preceden y trascienden nuestro colapso condicionan las opiniones sobre Venezuela: antiguas divisiones políticas, ideológicas que han resurgido para sumir a varias sociedades de acogida de nuestra diáspora en la misma lógica de polarización que nosotros hemos vivido desde 1998.
Cuando hablan Iván Duque, Jair Bolsonaro, Pablo Iglesias o Andrés Manuel López Obrador, lo que digan importa mucho menos que el hecho de que lo están diciendo ellos. Sea lo que sea, en general sus seguidores lo van a respaldar y sus adversarios lo condenarán. Lo mismo pasará con cualquier cosa que digan o hagan sobre nosotros.
Eso se manifiesta de varias maneras. Mucha gente educada en Europa tiene una posición crítica ante Estados Unidos y una visión romántica del régimen castrista; si ven a Donald Trump —quien no es precisamente un gran ejemplo de vocación democrática y solidaridad con los que sufren— apoyando a Juan Guaidó, por reflejo van a pensar que Guaidó es un títere de Washington. Eso no significa necesariamente que sean comunistas, pero por su antipatía hacia Trump terminan coincidiendo con el okupa barcelonés, el montrealés con franela del Che que vive del Estado mientras “lucha contra el sistema”, y el piquetero en Buenos Aires.
¿Cuán relevante es esto para nosotros? Depende del caso.
Algunas percepciones importan más que otras
Lo que realmente puede afectar las posibilidades de recuperar nuestra democracia es la posición que tomen los gobiernos frente al régimen y la oposición representada en la Asamblea Nacional. Entonces, lo que piense la gente común sobre Venezuela, o lo que digan ciertos grupos organizados cuyo trabajo consiste en propagar ciertas agendas radicales, solo es relevante en la medida en que influya en la política de su gobierno hacia Venezuela. Esos efectos varían según el contexto.
Por muy ruidosos que sean, los que ocuparon la embajada en Washington no van a hacer que el gobierno de Estados Unidos, sea republicano o demócrata, deje de ser hostil al régimen de Maduro, como tampoco lo harán los sindicalistas chavistas en Ottawa con cualquier gobierno canadiense, sea liberal o conservador, aun cuando la política exterior de Canadá es diferente a la de Estados Unidos. Algo similar podemos esperar de Colombia y Brasil.
En España e Italia, sin embargo, la posición favorable frente al chavismo de Unidas Podemos o el M5S, respectivamente, sí podría pesar, porque esos partidos populistas de izquierda son o pueden ser parte del gobierno.
Lo que más se ve es lo que registran las cámaras
Hay varios corresponsales extranjeros en Venezuela, publicando constantemente muy buen material, pero el país atrae más atención afuera cuando sale en los noticieros, y esto ocurre cuando hay eventos que pueden ser documentados en video: un blindado atropellando manifestantes, un grupo de GNB alzándose junto a la base de La Carlota, una marcha gigantesca, una columna de migrantes apretujada en el puente hacia Cúcuta.
La hiperinflación o las protestas por gas tienen mucho menos chance de obtener un poco de tiempo o espacio en el apretado flujo de contenidos de cualquier medio en el resto del planeta.
El interés siempre oscila y tiende a desaparecer
La atención sobre Venezuela baja por consiguiente cuando no están ocurriendo esos eventos no necesariamente definitorios pero sí más visibles. Y si el tema se alarga demasiado, se normaliza. El conflicto en Ucrania no ha terminado, pero no le estamos parando como antes, como tampoco lo hacemos con la guerra civil siria. Si a muchos venezolanos, de adentro y de afuera, les pasa que se hartan de las noticias del país y deciden desintoxicarse o darles la espalda, ¿cómo no le va a pasar lo mismo a alguien que no es venezolano? Pero sobre todo tenemos que asimilar el hecho incontrovertible de que nuestra desgracia, pese a su enorme magnitud, no es la única. El mundo es un lugar muy complicado.
Tenemos que aprender a explicar bien las cosas
Finalmente, si queremos que comprendan Venezuela, nosotros tenemos que dar el ejemplo de entender nuestra propia circunstancia para poder explicarla bien.
Un extranjero desinformado pretenderá describir Venezuela tan mal como un venezolano que pretende describir España son conocerla. Si le dices a un español que tú le vas a explicar lo que pasó en España, ese español no te va a ver como una fuente seria para entender Venezuela: solo se pondrá en guardia.
No podemos criticar a un extranjero porque nos quiere imponer una versión fanática sobre nuestra realidad si nuestra respuesta es otra versión fanática pero del signo ideológico contrario. Lo opuesto al dogmatismo de izquierda no es el dogmatismo de derecha; lo opuesto es la verdad histórica, que siempre está hecha de matices y de perspectivas.
Y tampoco podemos esperar que un extranjero desinformado entienda las complejidades de la historia reciente de Venezuela si nosotros mismos no la explicamos. Hay gente que sí quiere entender, y uno tiene que estar listo.
Cuando te digan que Chávez nacionalizó el petróleo, tienes que conocer los hechos y ser capaz de transmitirlos: que a lo largo de un periodo que empezó con Medina Angarita y culminó con CAP I, el Estado venezolano fue reservándose la propiedad de la industria de los hidrocarburos. Cuando te digan que Chávez decretó la educación pública, tienes que saber que eso lo hizo Guzmán Blanco más de 100 años antes. Y cuando te digan que Trump lo que quiere es imponer un gobierno títere en Venezuela, debes poder explicar por qué es ilegítima la elección de 2018 y por qué el presidente de la AN está obligado por el artículo 233 de la Constitución a encargarse de la jefatura del Estado.
Si te arrecha que los demás no entiendan Venezuela, lo primero que debes hacer es entenderla bien tú.
Conoce tu país. Lee sobre él. Revisa tus propias premisas. Mientras más sepas sobre nuestra verdad, más capaz serás de argumentar contra la mentira.