Cosas raras de hoy: encontrar tus pestañas postizas. ¿De cuándo son, de cuál show, de cuál evento? ¿Son las que te puso José Manuel una tarde en casa? ¿Son las que te quitaste cuando llegamos de dónde? ¿De aquella boda tan hermosa? Ya no lo recuerdo. Creo que dijiste que te las guardara, que podrían servir para otra ocasión. Y hoy saltaron cuando buscaba algo en el clóset.
Las boté, claro. Ya no las vas a usar.
Tampoco vas a usar esas pijamas. Ni el sostén con puntos blancos que dejaste hace más de un año. El que volviste a ponerte la última vez que estuviste aquí. ¿Te acuerdas? Fue hace nada. Te tocaba grabar un video y era lo único que tenías: eso y una camisa que sí te gusta y te llevaste.
El sostén lo odias, aprieta. O algo así. Y volvió al armario. Ahí está. ¿Qué hago con eso? Meterlo con tus pijamas en una bolsa y entregártela es como un acto violento. No sé. Quizás deba hacerlo. O echar la bolsa al bajante de la basura y adiós. Son rudas las dos ideas.
Una amiga me dijo que botara tus cosas o que te devolviera todo lo que me recuerde a ti. Pero, ¿cómo? Tendría que darte lámparas, un cactus, tazas, la greca. Me quedaría sin las franelas y las camisas que me trajiste de todos tus viajes. La estampita de La Chinita. Unos zapatos que me gustan. Es feo eso. Ni hablar. Los regalos no se devuelven. Claro que no.
Tus pijamas sí tendrán que irse. No sé cómo ni a dónde. Pero tendrán que irse porque aquí no vas a volver a usar eso.
Momentos raros de hoy. Encontrarnos en ese café donde éramos pareja para que me devuelvas las llaves de casa. Pedir un macchiato, quitarme el tapaboca y mostrar el rostro impasible, el rictus serio, como hastiado. Y conversar sin caer en el juego de lo que se añora ya sin razón. Decirme que no siento nada. Mirar como quien ve un cuerpo extraño, ajeno ya, sin pensar que enloquecí con esa figura, con esa piel tan blanca.
Nada. Ya no puede haber nada. Ni tus pestañas postizas.
Pienso en esto mientras troto bajo el sol de mediodía. Con los lentes oscuros puestos, avanzo mientras escucho “Seventh Days in Sunny June” y unos goterones de sudor caen como si fueran lágrimas. No lo son. No estoy en ese nivel patético. Y esto no es una película.
Voy en círculos. Dale. Exigiéndole al cuerpo que responda a dar una vuelta más. Y otra. Y otra.
Y troto pensando en escribir esto que ahora redacto casi a medianoche después de un par de vodkas. ¿Te acuerdas cuando nos dio por tomar Absolut?
En mi cabeza, dando vueltas, lo escribí mejor. Hasta me gustó para una serie: Cosas que perdemos durante el confinamiento. Ahora no está quedando igual. Pero no importa.
El ritmo narrativo se perdió con las horas, con el agobio del día, como se extravían las cosas en este momento tan jodido. Y ya no las volvemos a encontrar.
Así como tampoco te volveré a encontrar en casa: ya tengo las llaves que eran tuyas.
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Mi amiga tiene una cita. Más que una cita es un encuentro para tener sexo con un tipo con el que se ve desde hace tiempo.
En fin, eso es una cita. Como deben ser ahora: sin salida a comer, sin cine, sin una excusa que sirva de vehículo para que una cosa lleve a la otra.
—Tuve que cancelar —cuenta.
La empresa donde trabaja es una de las pocas en las que todavía se va a la oficina algunos días a la semana. En la torre confirmaron un caso positivo. Ella ni sabe quién es, no hay relación alguna entre la gente de su oficina y esa persona. Pero el virus llegó al edificio y como vive en el primer mundo, todos se han tenido que hacer una prueba.
Su noche de sexo —después de un mes sin nada— era la del viernes. Pero el resultado no estaba listo. Ni él ni ella quieren correr riesgos. Hay que posponer las ganas.
La pandemia impone otras dinámicas. Si te visita tu pareja, tienes la excusa: vienes de la calle, la ropa se queda en la puerta y a darse un baño. Nada mal eso: si ya uno de los dos está desnudo, ¿cuánto tardas en desnudarte tú?
¿Y si se están conociendo?
Los procesos se aceleran, para bien y para mal. ¿A qué lugar van? ¿Al restaurante donde tienen algunas mesas clandestinas? No hay muchas opciones para esa secuencia que implica empezar a “salir” con alguien. No “sales”, te encuevas: ¿en tu casa o en la mía? A invadir espacios.
Todo avanza más rápido.
Dice la ciencia que en la etapa de enamoramiento se libera tal cantidad de dopamina que te idiotizas.
En realidad no dice eso, pero casi.
El hecho es que al principio no haces más que ver aspectos positivos de la otra persona. O ves lo que te gusta. Proyectas un ideal. Con el tiempo, ese manto con el que idealizas se va descubriendo y si todavía te gusta lo que tienes al frente, la relación evoluciona.
Y si las cosas comienzan de una vez internándose uno en el hogar del otro, ¿qué sucede? ¿Acaso ese grado de intimidad no le imprime rapidez a todo? Es un poco como irte de viaje con alguien a quien apenas conoces. Pero no hay viaje. No hay paseos. Hay una cotidianidad alterada: usa esta almohada, estas son mías; ¿un cepillo de dientes y ya? ¿Que le pones qué al café?
“Un mosquito vive un día, una rosa tres días. Un gato, trece años, el amor, tres. Así son las cosas”, escribió Beigbeder: “Primero hay un año de pasión, luego un año de ternura y, finalmente, un año de aburrimiento”.
Yo no le creo, pero esa novela es buena: El amor dura tres años. ¿Qué pasa cuando todo va más de prisa? Si la teoría del francés tiene algo de cierta, entonces la intensidad propiciada por el confinamiento quizás le haga perder algunos años al amor.
Al amor, no al sexo: en ese vértigo de aprovechar la ocasión, todo puede ser ganancia.
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¿A cuánta gente has tocado, abrazado, besado en estos días? ¿A cuántas personas te has acercado tanto como para percibir el olor de su perfume en el cuello? ¿El aroma de su cabello, de la crema que humecta su cuerpo?
¿Cuántas veces sentiste miedo por haber tocado a alguien, estrechado una mano, no haber resistido las ganas de esos labios?
Si has mantenido una conducta apropiada al momento tan riesgoso, seguramente las puedes contar con los dedos. Si no te alcanzan, lo estás haciendo muy mal.
A veces recuerdo la ciudad transparente de la que se habla en Rendición, una novela de Ray Loriga: un lugar donde todo está controlado, el peligro está fuera de la esfera que la cubre y con una tecnología de limpieza tan extrema —la cristalización— que anula todo olor: ni los muertos ni los vivos huelen.
Si piensas en el coronavirus, una ciudad ideal.
Pero Loriga te da una cachetada de horror: “Ni siquiera pegándonos la nariz a la piel podíamos, ella y yo, reconocer nuestros olores, lo cual era desde luego muy limpio, pero muy raro, porque la mujer de uno huele como ninguna otra cosa y cada persona está acostumbrada a olerse a sí misma y a la persona a la que quiere, tanto que hasta que no te quedas sin olor no sabes lo extraño que te sientes cuando te lo arrebatan”.
La enfermedad por el coronavirus puede hacerte eso: quitarte el sentido del olfato durante unos días. Claro que también puede quitarte la vida, pero ojalá que no.
Quedémonos en el confinamiento, que te quita parcialmente el tacto del otro y la posibilidad de percibir a qué huele esa persona que te parece tan atractiva. O tan agradable. O que no te despierta nada particular. Antes podías tener una idea, robarte eso en el saludo con beso inocente en la mejilla, con un abrazo: piel y olor. Era parte de lo cotidiano.
Ya no. Eso también lo perdimos un poco. O bastante, según te cuides.
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“Yo hasta creo que me estoy cuidando más que tú”, dice ella por WhatsApp. Y cuenta todas las medidas que ha tomado.
“Estoy plenamente consciente de las cosas que toco”, le contesto.
Y se burla con coquetería de la frase: “¿Muy consciente?”
Es terrible eso, tener que estar tan alerta las pocas veces que sales, abrir puertas con el codo, con los pies. Y llevar registro: toqué aquí, toqué allá. El botón no, la bolsa sí. No pude evitar girar ese picaporte… Mira todo lo que está tocando ese tipo, coño.
Te vuelve loco. No ves el momento de lavarte las manos, de frotarte los dedos con antibacterial. De frotar el envase del antibacterial con antibacterial.
En el sitio de las empanadas veo, por segunda vez, que alguien se acerca demasiado a la que atiende en la caja. No lleva tapaboca. Ella se quitó el suyo. El hombre no para de hablar, tiene el cuerpo inclinado por encima de la barra. Finalmente se aparta. Y no pude evitarlo: “Tienes que poner aquí un letrero que diga ‘no te acerques si no usas tapaboca’. Te van a contagiar”.
“Te estoy regañando”, le dije. Ni sé su nombre. Me parece guapa. Me gustan esas empanadas, además. No quiero que se enferme. No quiero enfermarme yo por pedir un coco frío aquí.
Pienso en esa gente que te suelta “es que todos, tarde o temprano, nos vamos a enfermar”. Mira, no. Yo no quiero eso.
Ella se ríe. Se pone seria. Y se vuelve a reír. “Es mi hermano”, dice: “Nos vemos todos los días… Pero tienes razón”.
Ya no sé si la tengo.
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Hijo uno mata a desconocidos en la pantalla del computador. No para de hablar. A veces con acento argentino, otras español. “Boludo”, dice. Es divertido escucharle.
Hijo dos juega en silencio. Conecta un control de Play al celular y se mete en un mundo a buscar diamantes y cosas así. De vez en cuando se ríe. Y comenta algo en voz baja. Trato de escuchar lo que dice.
Yo estoy pegado a la laptop buscando y subiendo contenidos a la web. O editando el texto de alguien. Los míos están pospuestos por este ritmo del trabajo en casa. Por el hastío. Por la necesidad de un poco de ocio para pensar mejor mirando al techo.
Es otra cosa extraviada en el confinamiento. Mientras otros ven series completas, solo he entrado a Netflix dos veces en todo este tiempo. Y avanzo poco en la lectura de un gordo tomo de la autobiografía de Casanova.
De vez en cuando me separo de la máquina. Es la necesidad de acercarme a los niños y darles un abrazo que reciben con cariño pero sin dejar de hacer lo suyo.
Busco espacios para hablarles: los momentos de sentarnos a comer, bajar a caminar en el estacionamiento para que reciban un poco de sol, de aire libre, para que vean el Ávila allá al fondo. ¿Lo ven?
Después se sientan a molestarse entre ellos. A hablar de las partidas que han hecho, de los kills, las skins, las armas que usaron. Y a darse algunos manotones y reír.
La paciencia se les acaba cuando voy por la quinta vuelta ya trotando solo y se acercan a darme agua como para poner fin al empeño de esta corredera que no lleva a ningún lugar identificable para ellos: no hay una cancha, no hay un balón que disputarse con sus amigos, no se tejen goles aquí.
Papá solo corre y corre pensando pendejadas, como si huyera de algo. Pero si vas en círculos no dejas nada atrás. ¿O sí? Igual se siente bien hacerlo.
Volvemos a casa y después de un baño, a la rutina impuesta. Hijo dos pasa a la computadora. Hijo uno al celular. Y otra vez a la laptop.
El círculo de esta nueva vida.