Un domingo, durante la segunda ola de contagios en Venezuela, un vecino del edificio en el que vivimos en Caracas me reenvió una cadena de WhatsApp que, entre muchas cosas, decía que “las Alcaldías” habían acordado que “las personas que den ‘POSITIVO’ y deban ser atendidas en sus hogares, están ‘obligados a notificar a la Junta del Condominio’, quien esté último a su vez, deberá hacer ‘público’ en dicha Residencia, quienes están recibiendo dicho tratamiento en su Hogar, ello, con la finalidad de ‘cuidarse entre todos’ y evitar así la propagación del Virus”.
Mientras cenábamos, le leí el texto a mi esposo Andrés y sin pensarlo me respondió: “eso me suena a Ley Sapo”. Es decir, que si la junta de condominio empieza a informar, en lugar de los infectados, quiénes han contraído el virus en el edificio, entraríamos en un frenesí de denuncia del otro que se parece a la de los llamados “patriotas cooperantes”, la vigilancia mutua a lo castrista que al chavismo le gusta llamar “inteligencia social”.
Menos de una semana antes, había tenido una conversación sobre esto con mis colegas de oficina. Mientras que unos estaban de acuerdo en mantener la confidencialidad de los contagiados en la oficina, otros —incluyéndome— nos preguntamos si lo más razonable no sería que nuestro patrón avisara a todos los que estuvimos trabajando en los espacios corporativos en los días en que los contagiados recibieron su “positivo”. Por ahora, prela la política de confidencialidad y no tenemos claro si una “Ley Sapo” sería un buen sustituto.
Por qué los venezolanos ocultan su diagnóstico
Más allá de las cifras oficiales que anuncia Maduro todos los días, los venezolanos nos damos cuenta de que los contagios van creciendo cuando el número de familiares, amigos, colegas y vecinos infectados crece por hora. Pero: ¿nos avisaron para estar atentos a posibles síntomas o nos enteramos por chismes de terceros? Peor aún, ¿nos enteramos cuando la situación se complicó y necesitaban de nuestra ayuda?
Cuando Andrés se hizo la primera prueba, incluso antes de recibir el tan temido “positivo”, avisamos a todas las personas con las que habíamos tenido contacto directo y a nuestros respectivos jefes. Nos parecía lo más prudente. Incluso compartimos los contactos de los laboratorios que podrían hacerles pruebas si tenían sospecha de infección o si querían salir de dudas. Pero, como he podido notar a mi alrededor, esto no es la norma.
En los primeros meses de la pandemia, en Venezuela existía mucho miedo a dar positivo para el Sars-Cov-2. Pero, más que miedo a una enfermedad grave —pues había poca comprensión sobre la infección—, los venezolanos teníamos miedo de que el gobierno se enterara de un “positivo” y lo trasladaran a espacios de cuarentena gubernamental donde las condiciones estarían tan o más comprometidas que las de los hospitales públicos.
Al día de hoy, la gente en Venezuela ha perdido el miedo a las represalias del gobierno y reina el miedo a la enfermedad.
Sin embargo, los contagiados, más que avisar rápidamente a las cadenas de contactos —para que se hagan pruebas para confirmar o descartar la infección y monitorear potenciales síntomas leves que en cuestión de horas pueden agravarse—, se han visto obligados a comunicar su situación en busca de apoyo económico o logístico para enfrentar la enfermedad. Muestra de ello es las decenas de mensajes de WhatsApp que nos llegan todos los días pidiendo información para alquilar concentradores y bombonas de oxígeno, y la búsqueda desesperada de gran cantidad de medicamentos.
¿Cuántos contagios de Sars-Cov-2 que terminan en enfermedad grave por covid se pudieron evitar si las personas asintomáticas o con síntomas leves hubiesen sido transparentes con sus familiares, amigos, colegas y vecinos al tener sospechas de contagio o, cuando menos, al momento de recibir el “positivo”?
Cooperación en vez de persecución
Naturalmente que en todo el mundo se están produciendo conductas similares, como suele ocurrir en las pandemias, en las que el infectado siempre está sometido al riesgo de discriminación.
Un estudio publicado recientemente en Frontiers in Psychology concluyó que en tres países con diferentes sentidos de cultura colectiva (EEUU con un sentido más individualista, Corea del Sur con un sentido más colectivo e Italia con un sentido intermedio), los sentimientos de vergüenza ante la idea de contraer el virus estaban presentes en gente poco dispuesta al cumplimiento de las medidas de prevención recomendadas (incluyendo confinamiento voluntario, lavado de manos, evitar espacios de aglomeración y mantener distanciamiento social) y con bajas intenciones de reportar la infección. Los hallazgos sugieren que estigmatizar o culpar a las personas por contraer la infección podría ser potencialmente contraproducente.
Es decir, señalar a los contagiados y tratar de asignarles la responsabilidad o la culpa de haberse contagiado, se traduce en que haya menor intención de notificar la sospecha de infección o los síntomas, y en menor intención de cumplir con el distanciamiento social. Esto quizás explica por qué algunos conocemos historias de personas que tenían algún síntoma, pero lo ignoraron y asistieron a encuentros sociales en Acción de Gracias o durante las fiestas decembrinas, infectando a familiares y amigos de alto riesgo. En algunos casos, las historias llevan a algún fallecimiento por covid.
En este contexto, si denunciamos a una vecino infectado, pues el resultado sería bastante distinto al deseado: las personas se sentirían juzgadas y señaladas, y harían lo posible por esconder sus síntomas.
En lugar de eso, todos los ciudadanos debemos trabajar en la construcción de un ambiente de confianza colectiva que motive a los contagiados a comunicar su “positivo” sin sentirse juzgados. Esto, por supuesto, debe ir de la mano de una campaña sobre las normas mínimas para evitar contagios.
Construir un ambiente de confianza y una campaña efectiva requiere identificar los mensajes clave, sin sesgo político, y diseñar los mecanismos para difundirlos de la mano con la comunidad. La evidencia sobre programas de apoyo y promoción (advocacy) muestra que son más efectivos en la medida en que: (1) son promovidos y comunicados por funcionarios gubernamentales o un equipo de investigación reputado; (2) cuando incluyen información comparativa acerca de resultados registrados en otras comunidades; y (3) cuando se difunden en periódicos y otros medios de comunicación masivos. Además, hay evidencia de que conviene involucrar a la comunidad en las distintas etapas del diseño y de implementación de las prácticas para promover el lavado de manos y el saneamiento. En particular, conviene que quienes los implementen, y los facilitadores, sean personas representativas de la comunidad, y que tengan buena disposición y habilidades para la comunicación.
Vale recordar: hay más riesgo en encuentros sociales (de todo tamaño) y espacios de trabajo donde nos sentimos cómodos y bajamos la guardia, olvidando rápidamente la importancia del distanciamiento social y del uso del tapabocas.
En vez de denunciar a terceros, seamos ejemplo de prevención de contagios, apoyo a infectados y, cuando llegue el momento, de aceptar la vacunación.