Toda sociedad mantiene ciertos mitos sobre sí misma. Muchas veces esos mitos tienen cierto sustento en la realidad, otros no tanto. A veces no se da la oportunidad para determinar si el mito es falso o si se adecúa a la realidad. Algunas veces esos mitos acompañan a la sociedad por mucho tiempo, mientras que en otras ocasiones la sociedad ve cómo uno o algunos de los mitos sobre los que se sustentaba, era falso.
Entre las muchísimas cosas que le están sucediendo a Venezuela, una es que se están derrumbando varios de los mitos sobre los que los venezolanos nos entendíamos a nosotros mismos. Y cuando una sociedad ve derrumbarse sus mitos, y no puede sustituirlos por otros más ajustados a la realidad, la consecuencia natural es la desorientación.
Desde 1999 he preguntado a personas que fueron actores políticos, empresariales, culturales, educativos, gremiales en el período anterior a 1998, si alguna vez pensaron que Venezuela podía llegar a una situación como la que se ha ido viviendo por dos décadas. Siempre me ha impresionado la franqueza de las respuestas, que pueden ser resumidas así: “No, la verdad es que nunca imaginé que llegaríamos a esta situación. Sabíamos que había una crisis en el sistema. Pero nunca pensé que podía derivar en esto”. Un mito político fundamental del país, “Venezuela es una democracia consolidada”, se derrumbó, a los ojos de todos, con la consecuente desorientación que desde entonces ha sufrido el país para entenderse a sí mismo.
El colapso de la producción petrolera y la consecuente escasez de gasolina son dos buenos ejemplos recientes.
Hasta no hace mucho, era común escuchar en analistas y en las conversaciones comunes que el orden político en Venezuela no soportaría un descenso importante de la producción petrolera. Tal mito podía construirse desde las formas más elaboradas: “Este tipo de regímenes políticos requiere de la posibilidad de distribuir la renta petrolera para mantener la cohesión entre los grupos que le soportan”, hasta formas más coloquiales: “Los quiero ver con el barril a 20, o a 10”.
Hasta hace quizá semanas algo similar podía escucharse sobre la escasez de la gasolina. Un analista podía haber señalado: “El régimen político no permitirá que la escasez de gasolina alcance la capital, porque ello elevaría los riesgos de desórdenes sociales”. Seguramente, muchas veces en las conversaciones con familiares y amigos habremos escuchado: “En Caracas nunca habrá escasez de gasolina, porque ´bajarían los cerros´”.
Podríamos traer otros ejemplos sobre cómo nos interpretábamos bajo ciertas creencias, que la realidad nos ha descubierto como falsas.
Es verdad que, planteado así, el argumento puede ser injusto: cuando los venezolanos nos hemos convencido de que nuestra democracia estaba consolidada, o que un régimen político no podía sustentarse sin los ingresos petroleros habituales, o que la escasez de gasolina en Caracas sería un punto de inflexión social, lo veíamos desde la perspectiva de un deterioro inferior al que tenemos hoy en día, y por eso es que, precisamente, el mito se sustentaba. El colapso es lo que nos ha demostrado que en realidad los mitos no tenían soporte.
¿Qué un mito político, social o económico se demuestre falso, o sin sustento, es algo necesariamente negativo? No necesariamente. De hecho, si ello lleva a la sociedad a replantearse su percepción sobre sí misma, para mejorar, puede ser un descubrimiento positivo. Si los venezolanos aprendemos que a la democracia hay que cuidarla, y que la iniciativa privada es insustituible para un sano sistema económico, habremos logrado grandes lecciones, imprescindibles para reconstruir el país.
El descubrimiento del mito, sin embargo, puede ser estéril, bien sea porque la sociedad no extraiga ninguna lección, o porque, por las razones del caso, no pueda implementar las lecciones del descubrimiento, por ejemplo, porque un determinado régimen político lo impida.
En tales casos, es una consecuencia natural la desorientación: demostrado como falso el mito que, junto con otros, sostenía en parte mi percepción sobre esta sociedad, quedo parcialmente a oscuras para interpretarme, y para proyectar mi futuro como sociedad.
Creo que es algo que, más muchas otras cosas, sentimos los venezolanos: estamos desorientados sobre cómo llegamos hasta aquí, y nos cuesta imaginar hacia dónde vamos. Estoy consciente de la aplastante bibliografía que hay sobre nuestro pasado reciente, y sobre las distintas aproximaciones que se han preparado sobre hacia dónde debe ir el país. A lo que me refiero es que como se han derrumbado varios de los mitos que nos ayudaban a entendernos y a proyectar el futuro, nos cuesta ahora saber dónde estamos, a dónde vamos, y cómo deberíamos ir a ese lugar. Parte de esa desorientación se refleja en cómo desde el liderazgo hay posiciones tan diferentes sobre hacia dónde ir ahora.
¿Cuántos mitos más caerán ante nuestros ojos? Venezuela se nos hace cada vez más irreconocible, en la medida en la que descubrimos falseadas nuestras concepciones sobre el país y su gente.
Quizá parte de todo este proceso es que nos quede la lección: nunca debemos estar muy seguros de nuestras propias convicciones sobre el país, y necesitamos la humildad para saber que hay errores de percepción que se pagan caro.