Ver una de las Reticulares de Gego es una experiencia fascinante. Los hilos de alambre se doblan e interconectan en redes que asemejan las formas de los árboles, las nubes o las cataratas. Es como si un dibujo a mano alzada hubiera saltado de una hoja de papel para ensamblarse en el aire. Nunca había visto que se desdibujaran así los límites entre lo bidimensional y lo tridimensional. De hecho, nunca había visto una obra de Gego. Para mucha gente joven en la diáspora, su trabajo, así como el de muchos otros grandes artistas de Venezuela, solo han sido cosas abstractas. Pero ahora comprendí que la obra de Gego tal vez me pueda ayudar a contextualizar lo que implica ser venezolano en un momento histórico tan complicado.
La primera vez que escuché hablar de Gego fue solo hace pocos meses, durante un viaje breve a Ciudad de México con mi familia. Mientras trataba de decidir a cuáles museos ir, me topé con un post de la comediante venezolana Andreína Borges. Ella hablaba muy bien de la muestra Gego: midiendo el infinito en el Museo Jumex. El nombre de Gego no me decía nada. No soy un historiador de arte, pero sé de varios grandes nombres en el arte moderno venezolano, como Jesús Soto, Carlos Cruz-Díez o Mateo Manaure. Con ese post me enteré de que Gego era venezolana. Me imaginé que era una artista contemporánea, así que decidí ir a darle un vistazo. Para mi sorpresa, me encontré con que Gego fue una de las mayores artistas de mi país en el siglo XX. Solo que nosotros nunca habíamos sabido de ella.
Gertrude Goldschmidt, mejor conocida por su apodo de Gego, fue una arquitecta, artista y educadora germano-venezolana nacida en Hamburgo en 1912. Emigró a Venezuela en 1939, huyendo del antisemitismo y la persecusión de los nazis, y se estableció en Caracas. Allí, trabajó como arquitecta y diseñadora. A principios de los años 40, diseñó muebles para la fábrica Gunz, fundada por su entonces esposo Ernst Gunz, y hasta construyó dos casas en Los Chorros en Caracas. La carrera como artista de Gego empezó en 1953 cuando se mudó a la población de Tarma.
En 1956, producto de su intercambio con Jesús Soto y Alejandro Otero, Gego inició su exploración de la abstracción geométrica tridimensional que es característica del arte venezolano de su tiempo, pero con un twist único.
En lugar de grandes y pesadas estructuras metálicas que se imponen en el espacio, ella creó obras que se concentran en el espacio negativo y en la línea, y que muestran cuán maleables son esos materiales a la vez que las posibilidades de lo que la línea puede ser. De hecho, el crítico venezolano Jesús Torrivilla dice que su obra constituyó una crítica generosa del estado del arte venezolano en la segunda mitad del siglo XX. Para él, Gego tomó los materiales y estilos de su época para mostrar que también había fortaleza en el espacio negativo, en lo compacto, y que la modernidad contenía también una fragilidad. Por eso Torrivilla la considera “la artista más radical del modernismo venezolano”.
Entendí todo esto mientras miraba la exposición, y con un pensamiento recurrente: “¿Cuántos otros artistas hay que yo no conozco? ¿Cómo será ver más de esta obra presencialmente?” Muchos venezolanos no han vivido esta experiencia de ver la obra increíble que sus artistas han producido. Buena parte de ese patrimonio era visible solo en Caracas y, en mucha menor medida, las ciudades grandes del resto del país. El arte moderno venezolano estaba estrechamente ligado a la arquitectura y fue diseñado como una suerte de “lugar para visitar”. Pienso por ejemplo en el Abra Solar de Alejandro Otero en Plaza Venezuela, o en la Esfera de Caracas de Jesús Soto, y por supuesto en la Cromointerferencia de color aditivo de Cruz Diez en el aeropuerto de Maiquetía, convertida en un símbolo de la migración venezolana. La misma Gego, con una obra de menor talla, fue parte de esa ola de arte público. Por ejemplo, ella creó una escultura de diez metros para el Banco Industrial de Venezuela en 1962 y la fachada del INCE en 1969. Todo este arte fue favorecido por los encargos del Estado durante la era democrática como parte de los esfuerzos de modernización, pero el grueso de esa inversión tuvo lugar en la capital. El resto del país no tuvo mucho contacto con eso, fuera de lugares como una redoma en Barquisimeto o la represa del Guri.
Ahora el arte venezolano enfrenta otra división, a causa del exilio. Los que crecimos afuera tenemos una imagen abstracta de nuestra cultura. El chavismo nos separó de una experiencia tangible de la venezolanidad.
Creo que esta es una de las razones por las que la muestra de Gego en el museo Jumex en México es tan poderosa. Fue muy conmovedor ver, en directo, las características de este arte que solo conocía por fotografías y por relatos. Además, ese enfoque hacia la fragilidad que tenía Gego me hizo pensar en cómo la modernidad democrática era, en efecto, efímera.
Pero la obra de Gego es más que una profecía sobre cuán débil era nuestra democracia. Y la interpretación de su trabajo ha cambiado con el tiempo. Según Pablo León de la Barra, curador de arte latinoamericano en el museo Guggenheim, la obra de Gego fue vista como una alusión a los rizomas y otras ideas post estructuralistas en los ochenta, mientras que en los noventa se la leía como una crítica al neoliberalismo. Hoy, creo que Gego nos puede ayudar a recontextualizar qué significa ser venezolano.
Al final, lo que ella hizo fue llevar la línea a lugares insospechados y conectarla en formas interesantes. Ella decía que lo que hacía era “dibujar sin papel”. De un modo similar se expande por el mundo la diáspora venezolana, dándole sentido nuevo a los lugares que descubre, aprendiendo cosas nuevas, adaptando sus tradiciones. Las líneas que dan forma a lo que es ser venezolano están cambiando, evolucionando en nuevas fascinantes maneras fuera del medio donde esperábamos que estuvieran. Puede que no haya sido lo que queríamos, pero, igual que en las obras de Gego, aquí también hay una fortaleza única, y un profundo sentido de conexión.