Tengo a Guillermo Tell Aveledo Coll por uno de los mejores observadores de la realidad venezolana que hay en mi generación. Politólogo de la Universidad Central de Venezuela, decano de Estudios Jurídicos y Políticos de la Universidad Metropolitana, viene de una larga estirpe hondamente caraqueña en la que ha habido unos cuantos académicos. Su conocimiento del pasado político e institucional venezolano es profundo; su perspectiva del presente también lo es, pero no solo por su condición de académico que vive en Venezuela y tiene todo tan cerca, esa realidad agobiante para quien la aguanta y para quien además tiene que explicarla a unos alumnos o a los lectores de sus ensayos; en tanto hijo de Ramón Guillermo Aveledo, Guillermo Tell ha podido ver a una distancia muy corta lo que significa tratar de hacer política opositora en Venezuela, durante la era chavista y antes de ella … y también unos cuantos juegos de pelota en el Estadio Universitario.
Le pedí que habláramos sobre la naturaleza de esa resistencia a toda idea de negociación a lo largo de nuestro espectro político, aun cuando no parece factible ninguna vía mejor que esa para salir de este presente insoportable en el que el régimen de Maduro ni lava ni presta la batea, es decir, ni gobierna ni deja a más nadie gobernar. Y también sobre nuestra histórica resistencia a ponernos de acuerdo, sin lo cual no solo no podremos salir del tremedal en el que estamos atascados ahora, sino que tampoco podremos medio reconstruir el país en una eventual transición hacia la democracia.
Comencemos revisando realidades que pueden ser obvias, pero que al parecer no lo son para mucha gente. Primero: no puede empezar una transición política en Venezuela, hacia una democracia o al menos hacia una flexibilización de la dictadura que contemple un gobierno que haga el país más funcional, sin que ocurra una negociación. Ni los marines sacarán a Maduro, ni Guaidó y sus aliados parecen ser capaces de romper la alianza militar que sostiene a Maduro. Entonces, o hay negociación, o no hay nada sino preservación del status quo, insoportable para todos menos para Maduro y su círculo. ¿Estás de acuerdo?
No sólo estoy de acuerdo, sino que creo que las grandes opciones políticas están, para más bien que mal, convergiendo en esa idea junto con sectores de la sociedad civil y la Iglesia. Tenemos una historia de pactos que bajo el chavismo ha sido execrada pero que ha sido esencial para progresar desde una historia muy violenta y muy inicua. Santa Ana, Coche, Puntofijo son momentos estelares de admisión en que la aniquilación del otro era no sólo imposible, sino innecesaria. Esta no es una conclusión inevitable, ni mucho menos perfecta, pero temo las consecuencias de las ideas de perfección, que empujan, orientan, pero también se revelan como imposibles.
Entonces, partiendo de que no podemos avanzar sin negociación, exploremos las fuentes de la resistencia a la idea misma de negociación. ¿Cómo ves esas resistencias, desde el lado del chavismo? ¿Quiénes pueden apostar a una resistencia numantina, a no ceder ni un ápice?
El gran problema del chavismo en torno a la negociación radica en que su visión del país, de la historia, más allá de la práctica corrupta o incompetente que le ha caracterizado, es sectaria. Todo lo que ha existido antes de la revolución bolivariana, en cinco siglos de historia de esto que somos, es para su pensamiento —que lo tiene— condenable. Los pactos no fueron (para esa visión chavista) momentos luminosos, sino de traición. Entonces, un pacto es retroceder no sólo en el legado de Chávez o en el socialismo, sino en una lucha histórica de siglos, en la que las presentes dificultades no se explican por errores propios, sino por causas externas. ¿Hay un sector moderado en el chavismo? Uno lo presume, pero este mundo nos es muy opaco. Sí hay quienes sabotean directamente el esfuerzo —Cabello, el más evidente—, pero también hay quienes se moderan por ocasión, por situación. ¿No es esa la situación del Ejecutivo y de quienes por él negocian? De la situación de necesidad, a la convicción sobre la moderación, hay un paso. Pero no es un paso corto, fácil: es un salto de fe dramático, es decir «esto que hemos pensado durante años no es tan bueno como pensábamos».
Y ahora hablemos de esa resistencia, de ese horror a la idea de negociación, desde la oposición. ¿Para qué, por qué se oponen a siquiera considerarla, María Corina Machado y compañía? ¿Es que realmente creen que una coalición militar invadirá Venezuela?
Quizás lo creen. Quizás lo esperan, también dramática y trágicamente, porque hay que admitir que buena parte de la carrera política de la ciudadano Machado ha sido dedicada a que haya un cambio interno, con variable eficacia, con mayor o menor posibilidad: asumir que no hay otra salida que la intervención es una convicción dramática, que no se puede banalizar si viene de un actor político serio. Pero veo la oposición desde dos perspectivas: una, que no hay modo en que en una política moderada, de centro ordinario, su opción ideológica llegue al poder (al menos al poder dentro de la oposición). Digo esto asumiendo que su opción ideológica, y su propia opción de poder, no sólo es legítima, sino que no es de entrada indeseable (y que, puesto a escoger, me es claramente preferible al chavismo).
¿Te refieres a que no hay manera de que esa parte de la oposición que es ideológicamente centrista pueda llegar al poder?
No, me refiero a que la oposición más radical difícilmente ganaría una mayoría. Por eso trata de filtrar su competencia, moralmente al menos. La segunda perspectiva dentro de la oposición, y en eso hay voceros muy elocuentes, radica en su convicción de que nada del modo de pensar del chavismo es rescatable, que es irrecuperable moral y políticamente. Y esa no es una idea en la que está sola: la ambigüedad general con la que enfrentamos todo este proceso lo muestra.
Entonces esa oposición, como el chavismo, no puede concebir negociar con algo que considera absolutamente negativo, pernicioso, y por lo tanto que, según esa oposición, debe desaparecer del todo como actor de poder en Venezuela. ¿Cierto?
Creo quienes se oponen a la moderación -Machado y otros- han sido claros en que no creen que el chavismo deba continuar, y que si continúa, nada cambiará aunque haya aperturas, pues esas aperturas serían chucutas.
Mi sensación sobre la sociedad venezolana en su conjunto y nuestra cultura política en particular, que los años no hacen sino confirmarme, es que no sabemos resolver un conflicto sino con violencia. O evadimos el conflicto o nos caemos a machetazos. La negociación nos resulta muy mal vista, aunque la experiencia histórica, de aquí y de allá, dice que salvo excepciones toda democracia se construye desde el inicio a punta de negociaciones. ¿Es un rasgo cultural, el pensar que negociar es entregarte al enemigo?
Negociar tiene mala fama, irónicamente, por nuestra tendencia doble a la fuerza y la viveza: seríamos tanto tío Tigre como tío Conejo. Creemos que si negociamos es para que alguien nos tome por tonto, o para que sea nuestra propia víctima. Pero no sé si es un rasgo fatídico. Lo que sí encuentro es que nuestra violencia efectiva —que no resuelve nada, sino que fortalece las inequidades— se nos ha normalizado, y que no estamos claros —por la distancia con la violencia política pura y dura de la guerra civil, por la educación optimista sobre rebeliones mal estudiadas— en que un escenario bélico es algo que ningún venezolano ha vivido. No es igual a la violencia delincuencial o al modo de vida violento de la vida al margen de la civilidad. No es igual a las protestas y la represión. Y no lo digo sólo en términos de magnitudes. Por tanto, hasta quienes creen que todo debe resolverse sin negociación —salvo contadas excepciones— plantean su alternativa: violenta-pero-legítima, como una etapa fulminante, expurgatoria y, esencialmente, poco cruenta. Siento algo de escepticismo hacia esa creencia, pero aquí puede ganarme mi conservatismo. Preferiría que asumiésemos la gravedad de las cosas con seriedad.
Otro asunto es que si miras las encuestas la mayoría de los venezolanos sigue pensando, como ha sido durante años, que esto debe resolverse en paz y con elecciones. La idea de la invasión gringa existe mucho más en Twitter y en ciertos sectores de Venezuela y de su diáspora, que entre los venezolanos comunes que están en el país haciendo colas, luchando para sobrevivir. Hay una brecha entre redes y realidad, como decir dos opiniones públicas distintas. ¿Qué sientes tú, y qué sientes entre tu gente, o en la universidad?
No voy a apelar a las mayorías, aunque podría hacerlo, pero estas pueden cambiar de opinión, y las minorías no siempre se equivocan. Pero uno no siente en la sociedad ordinaria un empujón hacia la violencia redentora. Más bien, hay un agotamiento hacia esas alternativas, acaso por los fracasos previos del maximalismo, acaso también por el fraude de la redención socialista. Entonces, es momento de algún realismo, de alguna sensatez. ¿Qué percibo yo? Que hay una voluntad de cambio enorme, pero también una conciencia de que un cambio debe ser gradual, aunque esto contradiga la indignación moral con el daño que se ha hecho a la sociedad. Y esa indignación existe también, con sobrada justificación, aunque actualmente no se traduzca en poder. Esa indignación, y esa prudencia, desmiente que seamos tío-Tigre-tío-Conejo.
¿Cómo te imaginas una transición, una gobernabilidad en una transición, ante estas condiciones?
Más allá de la imaginación (y uno tiene de todo allí… desde pesadillas hasta ensoñaciones), al hablar de transición hay que hablar de realidades muy poco edificantes desde las antípodas ideológicas. Alguien tiene que ceder, las transiciones no son unilaterales, pero también implican algún cambio. No se trata de simplemente apaciguar conflictos, sino de atenderlos. Y, ¿cuál es el conflicto esencial en Venezuela? ¿Las elecciones de mayo de 2018? ¿El golpe continuado a la Asamblea? ¿El no reconocimiento de la revolución? No. El gran conflicto venezolano es que no tenemos vida civilizada, moderna. En términos de nuestros índices de desarrollo humano, en términos de nuestra práctica efectiva, tenemos una modernidad residual, fantasmal, que sigue porque algo hubo antes. Pero que es tenue. Y si asumimos que los venezolanos, por derecho de nacimiento, debemos vivir en una sociedad próspera y abierta, bajo un sistema de libertades, con una voz en los asuntos públicos, con seguridad y tranquilidad, todo eso, pues debemos darnos cuenta que nuestra realidad clama al cielo que esto no es así. Entonces, yo tengo que convencer a quienes obstaculizan esa aspiración general a que dejen de hacerlo. Convencerlos de que su propio sentido de patriotismo y de progreso está comprometido si no cambiamos hacia una apertura, especialmente para aquellos que claman defender a las mayorías. ¿Quién puede creer, de veras, que los sectores más vulnerables de la sociedad están hoy bien? No digo mejor, o peor, sino claramente bien. ¡Nadie!
La transición, además, empezaría con una impunidad al menos temporal que inevitablemente tendría que darse para comprar un cambio de régimen.
La historia está llena de ejemplos en que, salvo un grupo muy pequeño, las élites pudieron acomodarse a cambios transicionales. Y esto implicó, en el sector que impulsaba el cambio, la necesidad de postergar la justicia. Pensemos en 1958: sale Pérez Jiménez y su camarilla; es desmantelada la Seguridad Nacional. Pero los sectores de la burguesía, el clero y las Fuerzas Armadas que también se habían beneficiado de la dictadura, quedaron en pie. Sé que muchos encuentran en los crímenes del chavismo una diferencia no de magnitud sino incluso de esencia respecto a esas otras épocas, pero tienen que verlo dentro de la experiencia global.
Más en detalle, ¿cómo hacemos una transición a la democracia si los líderes moderados son masacrados por estos prejuicios, y sucumben ante la competencia interna? Es el caso de Guaidó y fue también, en sus respectivas circunstancias, el caso de tu padre cuando fue coordinador de la MUD.
Los moderados hemos sido también ambivalentes. Hace años conversaba con un amigo sacerdote, tras las elecciones del 2015, y yo me preguntaba que, con tanta disciplina y paz, ¿qué más credenciales podíamos dar de nuestro deseo de un cambio real pero pacífico? Él contestó que el problema que teníamos desde la oposición es que también caminábamos por la ruta semi-leal como un cálculo, a la espera de poder desplegar nuestro poder irreversiblemente. Y ante eso, un sistema que ya era desigual y abusivo, se ha ido tornando más y más autoritario. ¿Era posible convencer a los que tienen el poder de que no queríamos destruir todo lo que han hecho? Como han hecho cosas terribles, es difícil defender algo. Pero es algo que teníamos, por ejemplo, en la defensa de la imperfecta y limitada Constitución de 1999. Si el liderazgo está convencido de esto, en serio, debe convencer a sus adversarios, o deslindarse de ellos. Incluso, si cree que la tragedia es inevitable, actuar en consecuencia con seriedad y gravedad. Eso da también autoridad moral para la exigencia; porque quienes no creen en ningún cambio —digamos, los revolucionarios más reaccionarios—, usan esa ambigüedad para sembrar cizaña, para dividir, o para humillar. Y en eso hay un nivel de responsabilidad en el Estado-PSUV que es inconmensurable con cualquier otro actor político. El chavismo es el primero que debe dar muestras de moderación, y muchas veces su instinto se lo ha impedido.
Otro asunto es la construcción de consensos sobre lo que el país debe hacer. Consensos entre quienes gobiernen, pero también compartidos por la sociedad hasta cierto punto. Qué hacer con el petróleo, con las fuerzas armadas, con las relaciones exteriores, etc. Miles de cosas, prioridades que por ejemplo en Chile fueron compartidas por centro izquierda y centro derecha, con lo que ocurrió una transición exitosa. ¿Crees que sea posible entre nosotros, o que llegue a ser posible si ahora no lo es?
Sí. No es fácil, porque estamos enredados en el fin ideológico, pero el acuerdo potencial en torno a medios puede ser sobrecogedor, bien mirado. Aquí hay una serie de ideas fuerza que nos recorren transversalmente: uno, que la soberanía reside en el pueblo (quién es el pueblo, y como ejerce la soberanía, es un problema), y eso se enmarca en nuestras variables concepciones de la libertad; dos, que la sociedad será mejor mientras sea más incluyente y próspera, y eso corresponde a nuestras ideas variables sobre la igualdad. Paralelo a esto, y mientras sea posible, podríamos contar con el petróleo para promover esos dos fines (inclusión y prosperidad), aunque esa es una ventana por cerrarse. Las prioridades, si asumimos que el conflicto venezolano en su raíz tiene como fuente la incompletitud de nuestras aspiraciones de libertad e igualdad, son las carencias civilizatorias que mencioné antes. Servicios e infraestructura, seguridad jurídica, estabilidad económica, identidad… Aquellos seis o siete problemas de todos conocidos, como decía Alberto Adriani en 1936. Al liderazgo no le debería importar, a la hora de atender esta crisis, de quién es la culpa, sino qué problemas ha de atender. Pónmele la narrativa que desees —en eso debatiremos constantemente— pero permite que el trabajo tenga valor, que las cosas funcionen, que la vida sea llevadera. Y se requiere consensos básicos en tres puntos clave: políticas de inclusión (porque la nuestra es una sociedad mal organizada), instituciones fuertes (porque estamos sometidos a la discrecionalidad y la ineficacia), y un pacto social que respete eso, que haga a todos socios y beneficiarios de ese reparto. Sobre los aspectos técnicos, no faltan ideas sobre medidas. El Plan País podría ser también asumido desde una perspectiva oficialista, pero requiere también el abandono de ciertas verdades sagradas. La negociación es una oportunidad. Puede que hayan otras, si esta se deja pasar; pero siempre costará más empezar de cero.