El deterioro institucional de Venezuela en las dos últimas décadas ha llevado a que el Estado venezolano haya dejado de ser funcional. Una de las manifestaciones de ese colapso es la ausencia de un verdadero sistema de justicia. Lo que era una de las constantes críticas al sistema político a partir de la década de los 80, en las últimas dos décadas ha llegado a un nivel en el que se puede decir con seriedad que en Venezuela no quedan rasgos importantes de algo que pueda ser entendido como un sistema judicial.
Ello es particularmente claro, por ejemplo, examinado el desempeño del Tribunal Supremo de Justicia cuando se le plantean asuntos que involucran al Gobierno. Los abogados Antonio Canova González, Luis A. Herrera Orellana, Rosa E. Rodríguez Ortega y Giuseppe Graterol Stefanelli demuestran en este libro cómo desde el punto de vista estadístico es prácticamente imposible vencer al Estado venezolano en un litigio. Su conclusión es la siguiente: “El relato de los hechos, el análisis cuantitativo y la revisión de los criterios del Tribunal Supremo de Justicia, demuestran que la Sala Constitucional, la Sala Político-Administrativa y la Sede Electoral no son independientes e imparciales ante el Gobierno nacional. Más aún, que esa realidad no es fruto de un error o déficit en el sistema, sino una consecuencia deliberada de su total politización en 2004. Están al servicio del Gobierno nacional. Y avalan incondicionalmente el modo autoritario, con vocación de control total y a perpetuidad, que dicho gobierno ejerce en Venezuela, en violación de la democracia, del Estado de Derecho y los derechos humanos”.
Cualquiera de los hechos políticos de los últimos años prueban tales conclusiones: una Sala Constitucional que avaló la inconstitucional convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente, una Sala Electoral que no ha protegido a los partidos políticos de oposición frente a los ataques del Gobierno, una Sala Constitucional que ha avalado la persecución política a la Asamblea Nacional y a los Diputados de oposición. Y un largo etcétera.
Pero junto a eso, el colapso del sistema judicial venezolano ha supuesto que lo que podría calificarse como “justicia ordinaria”, es decir, el conjunto de tribunales que están llamados a resolver conflictos civiles, mercantiles, laborales o penales, tampoco tenga alguna funcionalidad en la práctica.
Por razones que van desde la misérrima escala de salarios en el Poder Judicial, hasta la emigración, pasando por la escasez de papel, lo cierto es que para los ciudadanos no hay incentivos para acudir a los tribunales para dirimir conflictos.
Por ejemplo, si una persona presta dinero a otra, y documentan el préstamo en un documento, es virtualmente imposible lograr que un Juez condene al pago de la deuda morosa. Los gastos de honorarios de abogados, junto con los retrasos del propio sistema de justicia, pasando por los incentivos económicos que las partes muchas veces se ven obligadas a proponer —o aceptar— a los actores del sistema de justicia, hacen que un litigio para el cobro de una deuda pueda ser una pesadilla. Con toda seguridad, tales gastos excederán el monto que se pretende cobrar. Con lo cual, por bochornoso que parezca, no tiene sentido demandar judicialmente el cobro de una deuda, porque al final se perderá más dinero del que ya se puede perder por el impago de la deuda.
Si un trabajador desea demandar al patrono por alguna diferencia laboral, tiene que pertrecharse de una buena cantidad de dinero y de tiempo para ir a juicio. El litigio puede tardar años, mientras la deuda laboral se desvanece por la inflación. El patrono tiene todos los incentivos para alargar el juicio, hasta que el trabajador ya no puede más.
La justicia penal no está en mejor situación. El sistema de incentivos que soporta la justicia penal hace que cualquier procedimiento judicial real pueda costar una fortuna. Por ello, puede decirse que lograr una condena penal sobre alguien que haya cometido un delito es prácticamente una misión imposible, o extremadamente costosa.
¿Qué es lo sorprendente de todo esto? Varias cosas, pero resalta una, desde una perspectiva sociológica. Somos un grupo de personas, en un territorio más o menos determinado, que no cuenta con un sistema de justicia que permita dirimir nuestras diferencias. Lo asombroso es que no haya más casos de justicia tomada por las propias manos del interesado.
Venezuela es hoy un país en el que cualquiera puede incumplir un contrato civil, mercantil o laboral sin consecuencias judiciales.
Además, más grave aún, es un país en el que ser condenado por la comisión de un delito es algo estadísticamente improbable. Lo increíble, insisto, es que no seamos una sociedad más violenta, más allá de la violencia propia de la delincuencia tradicional.
Toda esta situación se ha agravado aún más con la pandemia. Desde que se decretó el Estado de Alarma, el Tribunal Supremo de Justicia ha suspendido cada mes la actividad de los tribunales, salvo algunas excepciones: (i) las actuaciones urgentes; (ii) en materia de amparo constitucional se considerarán habilitados todos los días del período bajo suspensión; (iii) para los Tribunales con competencia en materia penal, se mantiene la continuidad del servicio público de administración de justicia a nivel nacional solo para los asuntos urgentes; (iv) las Salas Constitucional y Electoral del Tribunal Supremo de Justicia permanecerán de guardia durante el estado de contingencia, y los Magistrados de la Sala Plena del Tribunal Supremo de Justicia, durante el período del Estado de Alarma mantendrán el quórum necesario para la deliberación.
Mediante la Resolución 03-2020 del 28 de julio de 2020, cuatro meses y medio después de decretarse el Estado de Alarma, la Sala de Casación Civil del Tribunal Supremo de Justicia estableció un plan piloto para el inicio de procesos virtuales en la jurisdicción civil de los estados Aragua, Anzoátegui y Nueva Esparta a partir del 29 de julio de 2020, denominado “Despacho Virtual”. En la Resolución se establecen las reglas para la sustanciación de procedimientos judiciales de carácter civil en esos estados.
La realidad práctica es que es imposible acudir a un tribunal desde marzo, y el país no está ni remotamente preparado para que se substancien procedimientos judiciales por plataformas virtuales. Sin que ello tenga particulares consecuencias prácticas para nadie.
Hemos “aprendido” a vivir sin un sistema judicial al cual acudir para exigir nuestros derechos y protegernos de agresores.
Las consecuencias personales y sociológicas de toda esta situación son muy graves. No sólo por las propias injusticias que a diario se cometen y que nadie puede reclamar, sino porque el paso del tiempo nos va habituando a ello: vivir en un país en el que nadie puede reclamar que el patrono le pague lo que corresponde, o en el que nadie aspira a que una deuda sea pagada al desesperado acreedor, o en el que a nadie se le ocurre demandar responsabilidad civil por un choque de vehículos, por hablar de los asuntos menos graves.