En medio del caos de las medidas contra la pandemia y la incertidumbre sobre la vacunación, algunas salas de teatro de Caracas han vuelto a las presentaciones con aforos limitados y estrictas medidas de seguridad. A finales de febrero reabrió sus puertas la Fundación Rajatabla, que a propósito de sus primeros cincuenta años estrenó, con Marisol Martínez como directora, una versión libre de Ubú Rey, de Alfred Jarry: Ubú a las puertas del cielo. Y en mayo, el dramaturgo, director y actor Javier Vidal, con su compañía J Producciones, convocó al público del Teatro Trasnocho a ver su pieza más reciente, Paradis, ganadora de una mención de honor en el tercer Concurso de Dramaturgia que organiza ese centro cultural.
En Paradís (paraíso en catalán), Vidal cuenta la inmigración de sus padres y tíos, con él en brazos, desde la Cataluña de la dictadura franquista a la Venezuela de comienzos de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. El espectador se engancha de inmediato con la forma en que los personajes se encuentran con otro paisaje, otro clima, otras costumbres y sobre todo, con otra forma de nombrar las cosas. Pero el centro de la historia es cómo recuperan la esperanza en este nuevo país. Rocío (Josette Vidal), Jaume (Vicente Peña), Rusé (Claudia Rojas) y Libertario (Jan Vidal) ponen en escena el reverso del viaje que sesenta años después han emprendido muchos venezolanos.
“Cuando desarrollas un discurso literario sobre la historia y el pasado”, me explica Javier Vidal, “implícitamente abres vínculos con el presente porque lo estás viviendo, en este caso teatralmente, en el ahora de un pasado. Detesto el teatro didáctico o las obviedades que se desprenden del diálogo vulgar y sin matices. Cuando se expresan discursos sobre la libertad, la dictadura, la democracia, la seguridad nacional o el futuro, y se hacen comparaciones entre la dictadura de Franco y la de Pérez Jiménez, la vinculación con nuestra dictadura del siglo XXI es bastante evidente. Algunos la podrían leer como obvia, incluso”.
El teatro debería convocar al espectador para hablarle de sí mismo, para conmoverlo y hacer que piense, para hacer catarsis, esa necesaria purga de emociones o identificación con los personajes que cuentan el drama. En este momento histórico, Paradís echa mano del pasado para contar el presente, muy al estilo “cabrujiano”, sin dejar de lado la revelación íntima del círculo biográfico del autor, aspecto que recuerda a Chocrón.
Le pregunto a Vidal si la pandemia lo llevó a mirar hacia adentro y hacia sus orígenes, hacia la pequeña historia. “Mi dramaturgia la podrían dividir los perceptivos —me dice—, en histórica y doméstica. No es la primera vez que escribo sobre mis pequeñas historias. Incluso las piezas históricas parten de las pequeñeces del poder. No hablan desde el balcón del pueblo, sino desde el chisme de la cocina del palacio. Ambas tres (2001), Trastos viejos (2006) y mis dos novelas Devaneos eróticos de un farandul (1996) y Todos eran de izquierda (2007) son novelas de autoficción, al buen decir de Sergio Blanco. Para escribir todo escritor necesita de encierros. El dramaturgo escribe sobre lo que sabe y lo que vive”.
Si el dramaturgo escribe sobre lo que sabe y lo que vive, si siempre su voz interna y su forma de ver el mundo hablan a través de sus personajes, ¿cuánto permite o quiere el dramaturgo que se exponga? ¿Es necesario proteger el círculo privado o, por el contrario, el escritor no debe tener ningún pudor al mostrarse? La respuesta de Vidal es optar por el recurso de la autoficción que implica exponerse.
“¿Cuál es la verdad que se devela? ¿Dónde termina o empieza la mentira? Preguntas que se hacía el padre en Seis personajes en busca de autor de Pirandello. ¿Difícil? ¡Escribir! Lo de lo público y privado es marginal”.
Vidal confiesa que le encanta hacer sufrir al público despertando el morbo de la verdad frente a la verosimilitud escénica. “No hay nada más tentador para el público que anunciar que lo que van a presenciar son hechos de la vida donde se han cambiado los nombres para no perjudicar a las personas reales”. Además, no puede contarse todo: “Los sacrificios del dramaturgo los conoces. Son dos verdugos que cargamos al acecho: el tiempo y el espacio, echar un cuento en hora y media en un espacio de seis metros cuadrados”.
La inmigración era ya un tema del teatro venezolano, como lo muestra Los hombros de América de Fausto Verdial, que hace pocos años montó el GA 80. Pero en estos últimos años se han estrenado también piezas sobre la emigración, como Cría de canguros de Karin Valecillos, Ni que nos vayamos nos podemos ir de Lupe Gehremberk, Tequila o ron de Gennys Pérez, y (del autor de esta nota) Cuando tengamos que irnos. Paradís es como un susurro sobre un álbum de fotografías color sepia, de aquellas que se guardan en la parte más alta del escaparate. Sus historias domésticas, transmitidas por boca de los padres, los tíos y los abuelos que vinieron “a hacer la América” y terminaron más criollos que los que nacimos aquí, son como las del portugués del abasto, el italiano de la zapatería, el gallego de la tasca. Habrá que ver cómo resultan las que ahora se estarán tejiendo entre los hijos, nietos, bisnietos de esos inmigrantes a los que ha tocado deambular por el mundo tratando de entender un nuevo exilio.
Quienes despiden a sus descendientes no en un puerto sino en terminales aéreas se sentirán en un círculo que no para de girar. Dice Javier Vidal: “En el epílogo de ruptura aristotélica —para ponerme un poco académico—, los personajes hablan desde un presente que dejó de ser histórico. Develan cómo Venezuela, de país de inmigrantes, se convierte en país de emigrantes, como lo fueron ellos».