El peligro de una historia única sobre Venezuela

Ahora que el tema venezolano es parte del debate público en otros países, los demás pretenden explicar por nosotros nuestra propia realidad. Pero nuestra tragedia exige relatos y análisis complejos, no exageraciones ni panfletos

Cada bando, propio o ajeno, quiere usar nuestra historia a su conveniencia. Ninguno la quiere contar completa

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto

Cuando alguien me pregunta sobre Venezuela, pienso a menudo en Denise Affonço, una escritora camboyana superviviente del genocidio del Khmer Rouge, el régimen maoísta que gobernó su país entre 1975 y 1979. Como sabemos, durante ese período se ejerció una cruenta política de ruralización forzosa, con matanzas selectivas y la esclavización de los “enemigos del pueblo”: quienes hablaran francés, usaran anteojos o tuvieran títulos universitarios. Entre ellos Affonço y su familia. Varios años de esclavitud después, cuando Camboya fue liberada por el ejército vietnamita, Affonço fue convocada a servir de testigo en un supuesto juicio contra sus captores, y así surgieron los apuntes de lo que sería su obra testimonial: El infierno de los Jemeres Rojos, un libro publicado por vez primera en 2005, casi treinta años después de ocurridos los eventos que describe, y entre cuyas páginas pueden hallarse indicios del porqué.

En sus anécdotas posteriores a la emigración a París, Affonço describe cómo ciertos editores franceses condicionaron la publicación de su libro a que eliminara cualquier referencia a la militancia comunista de su marido, quien había sido ejecutado por el régimen antes de perder siquiera su ingenuo entusiasmo revolucionario. La escritora, obviamente, se negó a tocar una letra. También cuenta cómo distintos profesores franceses quisieron explicarle lo que “realmente” había ocurrido en Camboya, dado que relatos como el suyo habían sido tildados de “propaganda soviética” tanto por China como por Estados Unidos. Intelectuales como Noam Chomsky aseguraron que se trataba de exageraciones y falsos testimonios, y hubo incluso quienes elogiaron al régimen camboyano, o su programa de fabricación de viviendas —“uno de los mejores del mundo”, en palabras del periodista estadounidense Richard Dudman. Por increíble que parezca, los restos de la autodenominada Kampuchea Democrática tuvieron representación en la ONU hasta 1990.

Si evoco a Denise Affonço, no es porque crea que el genocidio camboyano sea equiparable a lo que ocurre en Venezuela desde hace más de un lustro, aunque no faltará quienes sostengan lo contrario.

He visto a compatriotas comparar, sin asomo de rubor, la debacle venezolana con el Holocausto judío, los gulags estalinistas o episodios históricos igual de espeluznantes.

Tal vez piensan que una comparación semejante le otorgará legitimidad a su dolor, lo volverá creíble o comunicable, cuando en verdad causa el efecto contrario. O quizá sea una respuesta adolorida a esa otra cara de la moneda, la de los convencidos —pocos de ellos venezolanos, hay que decirlo— de que las masivas protestas opositoras, los once kilos perdidos en promedio por la población de las clases medias y bajas, los más de cinco millones de emigrantes y el brutal empobrecimiento de una sociedad otrora alienada por el consumo son, cuando mucho, exageraciones de la prensa internacional. Falsos testimonios de una oligarquía en estampida. Que en Venezuela no pasa nada, dicen, pero si pasa se debe a que sectores oscuros y egoístas se oponen al establecimiento del paraíso en la Tierra.

La vitrina ideológica del siglo XXI

Quienes pudimos vivir en Venezuela gran parte de las dos décadas de gobierno chavista conocemos de sobra esos dos extremos de la opinión pública, que han hallado un paradójico eco internacional. Sabemos, también, que es posible hallar evidencia que los respalde, sobre todo si consiste en datos aislados o manipulados, al igual que evidencia contraria de más o menos la misma naturaleza. Uno puede sólo imaginar lo difícil que resultará hacerse una opinión informada sobre lo que ocurre en Venezuela para quien desconozca los bemoles de la cultura local, la particular historia de un país rural que el petróleo se llevó por delante como una locomotora. Lo curioso, en todo caso, es que muchos no perciban las complejidades del caso, o que no les resulten trascendentales a la hora de aventurar una opinión. O que nada de ello impida, lo cual es todavía peor, que se interprete su opinión como un reflejo de la realidad venezolana, en vez de un reflejo de la realidad del opinador.

Esto sin duda se debe a que Venezuela y su debacle se han vuelto el convidado de piedra en las campañas electorales de América Latina. Como ocurrió en el siglo XX con Cuba, todo el mundo aspira a conocer la verdad de lo que ocurre en Venezuela, siempre y cuando se la simplifique hasta calzar con sus ideas preconcebidas y sus presuposiciones.

Del venezolano migrante se espera que confirme alguno de los relatos de la época, no que cuente el suyo propio, ni que relativice los argumentos y ofrezca largas y tediosas explicaciones contextuales.

Solamente que adhiera alguno de los panoramas que se le ofrecen, como si semejantes traslaciones fueran acaso posibles. Si todo el mundo quiere saber qué es lo que ocurre en Venezuela, llama entonces la atención que haya tan pocos dispuestos a escucharlo.

Quien necesite evidencia de ello, no tendrá más que buscar la entrevista que al escritor venezolano Leo Felipe Campos hizo en su programa Jaime Bayly, pretendidamente sobre su reciente libro de relatos. Todo era miel y rosas hasta que Campos se mostró reticente a aplaudir una invasión estadounidense a su propio país. Era inaceptable para el host del programa que el escritor diera cuenta del temor que esa posibilidad le engendraba, ni siquiera por tener a su familia y sus amigos en Venezuela; o que intentara explicar que, si bien reside ahora en Bogotá, tampoco se considera un exiliado. Todo ello, quizá convenga decirlo, sin dejar en ningún momento de reconocer las paupérrimas condiciones de vida en Venezuela, ni el talante autoritario del desastroso gobierno de Nicolás Maduro. El escritor fue vejado y prácticamente echado del programa, pues en la mirada ciclópea del entrevistador no había lugar para excepciones, singularidades, pormenores, ni mucho menos contradicciones.

Añado también una anécdota personal, referente a la entrevista que un diario bonaerense nos hiciera a varios escritores venezolanos, residentes —desde distintas épocas— en la capital argentina: diez años atrás, cuatro años atrás, y apenas un año como emigrante. También éramos disímiles en edad, sexo, ciudad de procedencia y género de escritura; detalles en absoluto pertinentes para el periodista, cuya única imagen de la emigración venezolana consistía en la triste fila de caminantes en su éxodo a los países andinos. Una realidad sin duda desgraciada, pero que nosotros conocíamos del mismo modo que él: a través de la prensa nacional e internacional. En su evidente frustración por no recibir lo buscado, el entrevistador nos acusó de estar “hilando demasiado fino”, y nos explicó que el trabajo de los escritores era brindar una impresión general de la materia. Con ello, supongo, se refería a que nuestra labor como entrevistados era proveerle de un titular sensacional para su nota.

Las olimpiadas de la opresión

A ese tipo de desencuentros se refiere la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie como “El peligro de la historia única” en su célebre charla TED de 2009. Allí explica cómo la mirada occidental sobre África, construida desde el prejuicio colonial y la comodidad mediática, opta por ignorar las complejidades de su diversidad étnica, histórica y social, resumiendo a un continente entero en un retrato simple y totalizante: el de una existencia tribal, de niños muertos de hambre y epidemias incontrolables. El retrato de Biafra, seguramente, nación que además ya no existe. Pero quienes conocieron a la escritora, durante su estancia en Estados Unidos, veían en ella ese retrato y se mostraban incrédulos respecto al hecho de que en Nigeria, como en cualquier otro país del Tercer Mundo, exista una clase media universitaria y letrada.

A una incredulidad semejante se enfrenta el venezolano emigrante. Me consta la cantidad de entusiastas del progresismo regional o mundial que niega la existencia de una clase media venezolana, prefiriendo pensar que los millones de venezolanos que anegamos los países limítrofes pertenecemos todos a una oligarquía petrolera, y tomando como evidencia de ello el simple hecho de haber estudiado, hablar otros idiomas o ser opositores. Tal vez la razón de ello estribe en que esa misma clase media venezolana se volvió invisible en el discurso de Hugo Chávez cuando en 2003 adoptó la prédica socialista. Semejante evidencia de movilidad social en las democracias prerrevolucionarias no convenía a la retórica maniquea, de ricos contra pobres, que se impuso entonces en su gobierno y que luego heredó el de Maduro. Y es ese mismo discurso el que repiten sus devotos de otras latitudes: que Venezuela antes de Chávez era la Rusia zarista. Como si el chavismo no fuese una versión más reciente y mucho más dañina de nuestro populismo rentista de toda la vida. Otra posible explicación apuntaría a que el surgimiento de las clases medias en los países no petroleros del continente sea un fenómeno más reciente, acaso vinculado con la lucha reivindicativa de los sectores progresistas —los mismos que simpatizaron desde lejos con el chavismo—, en lugar de con el cíclico aluvión de los petrodólares venezolanos. 

Este prejuicio, del modo que sea, suele castrar un principio elemental de toda doctrina humanista, como es la solidaridad con el migrante, con quien ha dejado todo atrás, incluso cuando proviene de los estratos más desesperados de la población. Se hace común estos días sentirse partícipe de lo que la misma Chimamanda Ngozi bautiza en su novela Americanah (2013) como las “Olimpíadas de la opresión”: esa rivalidad entre minorías estadounidenses por demostrar ser la más castigada y, por ende, la que mayores desagravios y compensaciones amerita. Una paradójica militancia que favorece al status quo, a salvo detrás de la máxima del “divide y reinarás”, y cuya versión latinoamericana involucra con ridícula soberbia a mexicanos, chilenos, argentinos y, desde luego, venezolanos.

Asombra que pueblos tan castigados por las iniquidades de sus democracias corruptas o sus dictaduras feroces, demuestren sin embargo tan poca empatía por las luchas políticas, sociales y económicas de sus vecinos.

Algo por demás imperdonable en el seno de las izquierdas nacionalistas, cuya falta de autocrítica engendra monstruos propios y ajenos. ¿O no es evidencia de ello la lamentable paradoja del antichavismo, que aplaude a otros caudillos regionales —como Jair Bolsonaro o el mismísimo Donald Trump— amenazando a quienes habrán de padecerlos con que ellos han vivido la alternativa? ¿No es tal vez un síntoma del fracaso de las izquierdas latinoamericanas por atender al relato de los venezolanos que escapan a sus países? ¿Y no habremos nosotros fallado también en hacernos oír por encima del barullo mediático, de la demagogia y las bizantinas comparaciones?

Habrá quienes digan, como el periodista de hace rato, que en épocas de crisis no es necesario hilar tan fino. Y quizá pensaron igual quienes pretendieron censurar el testimonio de Affonço, para que no incomodara en las coyunturas políticas del momento. Al respecto no puedo sino repetir lo que escuché a Gonçalo Tavares decir respecto al lugar del escritor: que cuando la masa mira toda en una misma dirección, el escritor debe volver el rostro y confrontarla. O como lo explica en Biblioteca (2004), su compendio de definiciones: un revolucionario es “quien mira por más tiempo a una cucaracha que a un emperador”. 

Venezuela no es Camboya, en todo caso, ni es Nigeria, ni Cuba o Panamá. Venezuela no es otra cosa que sí misma y es eso precisamente lo más valioso que tiene para ofrecer en estos momentos: el relato incómodo y particular de sus contradicciones, el necesario contexto de las condiciones de vida entre sus fronteras, fuera de ellas o cruzándolas tanto de salida como de regreso. Es eso, justamente, lo que la literatura ha tenido siempre para ofrecer. Algo que muy raras veces sirve a la hora de dar con un titular sensacional.