Durante las largas horas de la angustia colectiva y de cuarentena, seguí la recomendación de algunos psicólogos sobre aquello de buscar un poco de distracción. La parrilla de programación de Netflix me sedujo, y escogí Betty en NY; adaptación de la telenovela colombiana Yo soy Betty, la fea. Me movían la nostalgia y la curiosidad. A los pocos capítulos apareció un personaje venezolano, Nacho, queriendo seducir a Betty con el único fin de obtener su green card. Una “seducción” totalmente estereotipada, por decir lo menos, y lanzada en la trama a mansalva.
Fue una sorpresa toparme con lo que significa ser venezolano según esta nueva historia. Betty se sintió herida al descubrir la trampa del atractivo pero desvergonzado joven, que al saberse descubierto le confesó haberla escogido como blanco de esa trampa. Había tratado de “conquistar” tanto a Betty como a su familia, con modismos venezolanos y emblemas de nuestra cultura como las arepas. En una parte del diálogo, Nacho le preguntaba a Betty si se ha visto en un espejo y ella —lógicamente indignada— le contesta: “Sí, sí me he visto. Pero te llevo una ventaja. Estoy en mi país, y si no te largas de mi casa en este momento llamo a Homeland Security, para que te regresen de donde viniste”.
En esa versión ella tiene un país y el venezolano busca uno. Ella es digna y el venezolano, un ser amoral.
Mi terapia de distracción frente a la angustia por el coronavirus no estaba funcionando. ¿El espectador tendría como yo un nudo en la garganta o el asunto le haría gracia? ¿Qué aportaba ese inciso a la riqueza de la historia original?
Mi malestar anímico claro que no ayudaba a digerir el relato, pero allí estaba esa pieza de la cultura de masas que podría distraer a mucha gente, menos a los venezolanos entristecidos.
La letra escarlata en la cultura popular
Muchos políticos latinoamericanos hablan de “los venezolanos” como sinónimos de sus problemas internos: criminalidad, delincuencia, mendicidad, desestabilización social. Ha habido agresiones xenófobas y marchas de rechazo a nuestra diáspora, mientras algunas miradas sensibles lo reseñan en la prensa internacional como un problema, y políticos como el senador estadounidense Rick Scott comparan la emergencia humanitaria de Venezuela con el Holocausto.
Pero en la cultura popular no siempre se ven esos matices. La sorna sobre los venezolanos —o la trivialización, en el mejor de los casos— es recurrente en espacios que más bien nos deberían redimir como seres humanos.
Así, el fugaz personaje de Nacho irrumpe para estereotipar el gentilicio venezolano en Betty en NY, en una época en la que una polémica pudo lograr que retiraran de Los Simpsons a Apu, y que se lo representase, al regresarlo a la serie, de un modo diferente. O en la que se critica que en Pokémon uno de los personajes cambie de negro a púrpura y otro exhiba bajo un sombrero mexicano una personalidad tonta y hueca, que alude a una dañina tipificación del gentilicio. Pero en la misma teleserie en la que Elyfer Torres, la protagonista, contó que en la transformación de su personaje se decidió mantener el cabello rizado para “empoderar el cabello rizado”, aparece Nacho como imagen del venezolano.
Son tiempos en que se protege la diferencia cultural y se defienden los derechos de las minorías, pues se tiene suficiente conciencia del poder de los medios para naturalizar estereotipos negativos. Pero en la canción “La chama” de Mr. Saik, un juego de palabras ridiculiza la situación de las migrantes venezolanas, se burla de su miedo a la migración y de cómo “se pone caliente su puesto de comida”. Es una canción que hasta se cantó en la Quinta Vergara de Viña del Mar. Y “Las Venecas”, de Son de Tambito, estigmatiza a las venezolanas como exprimidoras de dinero durante borracheras de fin de semana.
Del episodio en cuestión con Nacho urdiendo su plan migratorio, no he leído ninguna crítica hasta los momentos, aunque en el staff de la producción algunos actores son venezolanos, así como una de las escritoras a cargo de la adaptación.
¿Es acaso la venezolanidad la nueva presa del circo romano en el que a veces se transforma la sociedad? Si es así, ¿cuánto durará esa etapa y cómo se borrará luego la vergüenza colectiva?
Indefensión letal
Esas piezas vinieron a mi memoria cuando leí en la prensa sobre el incremento de la violencia de género y el hostigamiento de la que estaban siendo presas fáciles las mujeres vulnerables durante la cuarentena. Una y otra vez no dejaba de pensar, entre lectura y lectura, cuántas venezolanas en situación de indefensión no estarían sufriendo la multiplicación de su infierno.
Ya antes de este confinamiento, había antecedentes alarmantes. En Lima, Lizmar Carolina Hernández Farías, venezolana, murió de un disparo en la cabeza el 30 de diciembre de 2019. Su asesino era su patrón, ella era su empleada doméstica. Tenía 27 años. A sólo semanas, encontraron muerta en Quito a Inés María Padrón, de 23 años, con signos de tortura. Recordé a Lorena Cardozo, la joven venezolana asesinada en Manabí, Ecuador, en 2018. Fue una muerte sonada y lamentablemente no la primera ni mucho menos la última en el país andino. Al momento de dar la noticia, algunos medios eligieron publicar la imagen de Lorena completamente desnuda y tirada a orillas de la carretera, con las pantaletas a la altura de las rodillas. La crudeza de aquello me marcó.
Hay más casos que conmueven: el de la modelo venezolana y diseñadora de modas Jennifer Ramírez, madre soltera, quien apareció muerta en Colombia, con su pequeño hijo de dos años al lado, sin agua ni alimento hasta que los encontró la policía.
Tras leer las crónicas policiales, muchas opiniones que circulan en las redes sociales dejan en entredicho la reputación de las migrantes, haciendo conjeturas sobre cómo se ganaban la vida, como si eso justificara los crímenes.
Lo más triste es que los casos son demasiados, tanto como convertirse en cifras más que en nombres. “Una masacre silenciosa: las venezolanas muertas en el extranjero”, tituló El País a finales del 2019 su mapa interactivo con 120 asesinatos, accidentes y suicidios, sobre todo en Colombia, Perú, México y Ecuador. La crisis de los documentos de identidad, que ha dejado a gran parte de la diáspora venezolana en estado de extrema vulnerabilidad, solo agrava el drama.
Estos días de cuarentena me han confrontado con los infortunios a los que están sometidos tantos venezolanos dentro y fuera de nuestro país. Con nuestra nacionalidad como etiqueta y estigma. Con el camino solitario de las voces sin eco, sin aliento. Con cómo se apagaron de golpe las vidas que intentaban rehacer estas mujeres venezolanas al migrar.
Esta pandemia, que ha puesto el mundo de cabeza, me reveló también un malestar que llevaba mal guardado en mi maleta de viaje. Los psicólogos nos recomiendan distraernos, pero la distracción que no encontré en la cultura de masas me llevó a estas historias que solo pude procesar escribiendo estas líneas.