En estos tiempos mucha gente está obsesionada con el tema de la identidad. Las motivaciones varían. Algunos buscan sus raíces con herramientas para analizar su ADN y responder a preguntas sobre su historia personal. Pero a veces las razones son más pragmáticas.
La crisis de Venezuela ha sido una catalizadora de estas búsquedas. Hijos y nietos de inmigrantes españoles, italianos, portugueses, argentinos, chilenos y de otras nacionalidades se han volcado a los consulados para tramitar pasaportes de estos países, como un salvoconducto para escapar del “paraíso socialista” del siglo XXI.
Uno de los casos más llamativos de este fenómeno es el de miles de venezolanos (los números exactos no se conocen) que han salido a buscar sus raíces sefardíes, es decir, su parentesco con los descendientes de judíos expulsados de España en 1492.
La aprobación por parte del gobierno español de la Ley de nacionalidad española para sefardíes suscitó un gran interés entre venezolanos que, hasta ese momento, tenían una idea muy vaga de sus orígenes judíos o que no tenían conciencia de sus posibles antepasados sefardíes. Es obvio que la primera motivación de muchos de ellos era tener otra nacionalidad además de la venezolana que les permitiera libertad de movimiento y una salida del país si fuera necesario.
Aunque la ley española establece los pasos a seguir para probar el origen sefardí del solicitante (por medio de una certificación de la Federación de Comunidades Judías de España, de una asociación sefardí de la zona de residencia del interesado o de una autoridad rabínica), la verdad es que no hay que ser judío (nacido de madre judía o convertido al judaísmo) para obtener la ciudadanía española. En todo caso, la persona que opte a la nacionalidad, tiene que probar que uno de sus antepasados es descendiente de un judío sefardí, ya sea por la vía genealógica (tendría que demostrar el vínculo familiar) o histórica (citando registros u otros documentos probatorios). La ley ha abierto la puerta para que se “adquiera” la condición de sefardí desde una concepción menos rígida de la identidad que no necesariamente corresponde a categorías tradicionales, ya sea religiosas o étnicas.
El descubrimiento
Por diversas fuentes me han llegado testimonios sobre el efecto emocional que ha tenido esta búsqueda de los orígenes en gente que antes de iniciar este recorrido por el laberinto de la identidad no sabían muy bien qué eran ni un sefardí ni un judío. En sus investigaciones sobre la historia de sus antepasados, han descubierto las penas que sufrieron familias perseguidas por su condición religiosa, sus múltiples exilios, e incluso la doble vida que llevaban muchos conversos al catolicismo (llamados despectivamente “marranos”) para ocultar sus orígenes judíos.
Ha empezado a dibujarse así una paradoja de la Historia: la ley de ciudadanía para sefardíes ha producido un efecto que muy probablemente no era el deseado por quienes la promulgaron; el de revertir la lógica de los estatutos de “pureza de sangre” que había instaurado la Inquisición en España para discriminar a los judíos conversos y a sus descendientes. Ahora hay personas que, al revés que muchos que tuvieron que esconderse de la Inquisición para salvar sus vidas, quieren probar que por sus venas corre sangre sefardí.
Cuando se aprobó la ley en 2015, recibí varias llamadas de venezolanos que querían aclarar cómo podían probar su ascendencia sefardí, y buscaban en listas que circularon por Internet si sus apellidos estaban allí. Desde entonces el interés se incrementó, no solamente porque la debacle en Venezuela lamentablemente se ha agudizado, sino porque este mes de octubre se vence el plazo para hacer la solicitud.
Otro fenómeno que se ha observado recientemente, y que ha tenido eco en la prensa venezolana e israelí, es la emigración hacia Israel de venezolanos originalmente evangélicos pero convertidos al judaísmo. Aunque estos casos también se han observado en otros países latinoamericanos (Perú, Colombia y Bolivia, por ejemplo), en Venezuela el proceso de emigración hacia Israel se hace particularmente difícil pues no hay consulado israelí en Caracas desde 2009.
El puente roto
No es la primera vez que lo judío, e incluso lo sefardí, juegan un papel en la realidad venezolana por vías un tanto inusuales. En la llamada República civil que comenzó en 1958 y que precedió al régimen actual, los temas asociados al judaísmo o los orígenes judíos de un personaje público raras veces se debatieron en el ámbito público. Hubo sí comentarios antisemitas o contra Israel en la prensa, pero nunca fueron promovidos desde el gobierno o desde ámbitos cercanos a las instancias de poder. De hecho, los gobiernos venezolanos siempre pudieron mantener una posición relativamente balanceada con respecto a la política del Medio Oriente y hacia Israel, y supieron conciliar sus intereses como país miembro de la OPEP (y por tanto cercano a los países árabes) y sus relaciones con el Estado judío (el gobierno de Venezuela votó a favor del plan de partición de la ONU en 1947).
Esto cambió en los últimos 20 años, cuando el régimen chavista decidió acercarse cada vez más a las posturas pro-palestinas y alinearse con gobiernos como el de Bashir El-Assad, en Siria, o el de Hasán Rouhaní, de la República Islámica de Irán. El punto culminante de este viraje de la política exterior venezolana hacia Israel se dio en 2009, cuando el gobierno de Venezuela rompió relaciones diplomáticas con Israel. Este hito agudizó un fenómeno que ya se venía observando en medios de comunicación del régimen o de los partidarios del poder, en los que se hacían comentarios abiertamente antisemitas.
Uno de los blancos de esa hostilidad contra el mundo judío desde el chavismo fue quien en su momento representó el liderazgo de la oposición en Venezuela, Henrique Capriles Radonski, quien tiene orígenes judíos tanto por el lado paterno como por el materno. Los Capriles son descendientes de los sefardíes de Curazao que se instalaron en la ciudad de Coro a mediados del siglo XIX. La madre de este líder político es hija de sobrevivientes del Holocausto, los Radonski, que encontraron refugio en Venezuela. En diversas ocasiones, Capriles Radonski ha evocado los orígenes de sus abuelos askenazíes y su lucha por la supervivencia durante la Segunda Guerra Mundial como motivación en su trabajo por un retorno a la democracia en Venezuela.
Nicolás Maduro también ha hecho referencia a los supuestos orígenes sefardíes de la familia de su padre. En principio coincidirían con los de Capriles Radonski, pues se trataría también de judíos curazoleños que se habrían instalado en Venezuela. Maduro ha usado ese argumento para negar que su régimen sea antisemita o que su retórica contra el Estado de Israel equivalga a una posición contra el pueblo judío en su conjunto. En encuentros con líderes de la comunidad judía de Venezuela, Maduro ha expresado interés por investigar más sobre sus ancestros sefardíes, e incluso en intervenciones públicas también ha mencionado sus orígenes, sobre todo para desacreditar que su régimen promueva el odio contra los judíos.
La comunidad judía venezolana ha sido pequeña, pero bien establecida, y contribuyó mucho con el desarrollo del país. Pero el fenómeno generado por la política de memoria histórica del Estado español, en un extremo, y la devastación económica y social de Venezuela, por el otro, hace pensar en el historiador judío venezolano Ariel Segal, quien en su estudio sobre los descendientes de los judíos sefardíes que se instalaron en Iquitos, en la amazonia peruana, habló de la “identidad de los márgenes”: una intensa reconstrucción de la condición judía por parte de una minoría que por un conjunto muy específico de factores había llegado a un lugar que en principio no le correspondía. Esos descendientes de sefardíes del Norte de África que Segal encontró en Iquitos en 1995, estaban revisando su pasado para restablecer sus vínculos con la diáspora judía de todo el mundo, de un modo similar a como hoy lo están haciendo venezolanos que, para poder emigrar a España, han descubierto un linaje que no sabían que tenían.
Y todo esto ocurre en el marco de los sobresaltos políticos, económicos y sociales de estos 20 años en Venezuela, que han trastocado convenciones y han introducido nuevos factores para describir la identidad del venezolano.
Sin duda, ya no somos lo que alguna vez fuimos.